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Es la política, estúpido: una perspectiva para una nueva década

Es la política, estúpido: una perspectiva para una nueva década

Por Patxi López

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Hablar del futuro en una sociedad tan compleja y cambiante como la actual es todo un reto difícil de cumplir. Y es que, abordar el futuro no resulta fácil, porque, posiblemente, hemos perdido la capacidad para elaborar una previsión razonable. En su novela “Cien años de soledad”, García Márquez comienza describiendo el pueblo de Macondo, y nos cuenta que las cosas eran tan nuevas en él que aún no tenían nombre y que había que nombrarlas señalándolas con el dedo. Y, de alguna manera, en este caso, intentar poner nombre a las cosas que aún no han ocurrido en nuestro mundo me parece, como decía, tarea excesivamente pretenciosa.

De todas maneras voy a intentar echar una mirada hacia delante, a la siguiente década, no profetizando sobre cómo viviremos, sino intentando analizar los problemas que ya están con nosotros y que, sin embargo, no han encontrado, de momento, una solución razonable. Dicho de otro modo, trataré de mirar los problemas que tenemos hoy para intentar buscar un camino para su solución en la siguiente década y, a la vez, describir las cosas que sí sabemos que van a ocurrir en los siguientes diez años. Aunque esta certidumbre no nos sirva de mucha ayuda.

 

Momentos de cambios profundos

Sabemos que estamos viviendo momentos de cambio en el sentido más profundo del término: y no sólo cambios graduales que, acumulados, se convierten en saltos cualitativos, predecibles en gran medida. No. Estamos viviendo momentos de cambios reales, de situaciones nuevas e imprevistas; de alteraciones y quiebras rápidas en las relaciones y en los equilibrios, tanto sociales, como en los de influencia económica, como en los de poder regional. Cambios que en otros tiempos serían, sin duda, anuncio de conflictos, revoluciones y guerras.

Afortunadamente hoy, después del trauma de la Segunda Guerra Mundial, los países democráticos estamos convencidos de que, sea lo que sea el futuro, no lo resolveremos con enfrentamientos violentos. Pero el impacto de tales cambios en las sociedades, en la vida de las personas y en las instituciones, no va a ser menor. Y lo primero que tenemos que hacer es aceptar que el mundo se ha acelerado de tal manera, que si no somos capaces de adecuarnos a su velocidad y darle un sentido positivo a las transformaciones, sufriremos las consecuencias.

Hay expertos que aseguran que los cambios materiales, tecnológicos, científicos, sociales y económicos que el mundo está experimentando y va a experimentar desde el año 2000 hasta el 2030, van a ser superiores al conjunto del progreso experimentado por la humanidad en toda su historia. Y que, el 90 % de estos cambios, se van a producir en los próximos 20 años. Las profundas mutaciones que vamos a observar y experimentar en la economía, la gobernanza, el modo de vida, las relaciones sociales y la integración migratoria; junto a los avances en campos como la salud, las tecnologías de la información y comunicación, la educación, la ingeniería, la robótica y la energía van a ser de una magnitud extraordinaria.

Unos pequeños destellos para iluminar como será el escenario dentro de unos años:

•    La Red estará en todos los sitios y la conectividad será global. En los hogares llegaremos a estar conectados a Internet a velocidades en torno a un Gigabyte por segundo.

•    Las casas inteligentes harán la vida absolutamente diferente y el domicilio incorporará una gran parte de los sistemas y adelantos médicos, haciendo del hogar, también, un espacio sociosanitario.

•    Los niños y niñas que hoy están en Primaria trabajarán, a lo largo de su vida laboral, en profesiones y oficios que en su inmensa mayoría aún están por inventar.

•    Las empresas mirarán al mundo como su mercado natural. El comercio electrónico ocupará un lugar preponderante en la economía. Los mercados emergentes serán líderes económicos mundiales.

•    La Red hará que la opinión social se conforme de forma autónoma e inmediata, tanto desde un punto global como sectorial, lo que tendrá una fuerza inmensa en la gestión de la gobernanza.

•    La administración pública, el sistema educativo, la sanidad… descansarán, fundamentalmente, en sistemas y procedimientos telemáticos.

•    Seremos capaces de crear cualquier tipo de órgano, como se ha empezado a demostrar hace escasas semanas, al lograr hacer una copia artificial de una célula biológica.

•    Las energías renovables estarán mucho más extendidas...

 

Bueno, seguramente todas estas cosas sí que van a ocurrir, pero además, junto a ellas, otras que no sabemos cuáles serán, de modo que nos dejan igual de ciegos a la hora de prever las consecuencias que la interrelación y la suma de unas y otras van a producir. Porque lo importante no es saber qué cosas pasarán, qué avances estarán en nuestras manos, sino predecir el impacto y los efectos que tendrán en nuestras sociedades. Lo relevante de todo esto es el cómo va a afectar a las vidas de las personas.

Y más importante todavía: quienes se van a beneficiar del progreso material y quiénes serán los que queden marginados de él. Porque estamos hablando de un avance que, de momento, en lugar de suponer un progreso general, universal y lineal, se está presentando de forma fragmentada, desigual y discriminatoria en muchos casos, de manera que colectivos diferentes se ven afectados de forma totalmente dispar.

 

Progresar en la igualdad

Durante los últimos 30 años hemos conocido el mayor avance tecnológico de la historia. Nos ha permitido producir elementos de consumo de forma masiva y a unos precios nunca soñados antes. (Buena parte de los que estamos aquí tenemos teléfonos móviles de última generación, tabletas digitales, ordenadores…). Pero a la vez, también es verdad (y una verdad que no podemos ocultar) que hemos sufrido, simultáneamente, en los países desarrollados un retroceso considerable en la igualdad de oportunidades entre la ciudadanía, y se ha abierto una mayor brecha entre los que más tienen y los que menos tienen (que además se ha acentuado, y mucho, por los efectos de la crisis).

Y de lo que se trata, por lo tanto (por lo menos desde una perspectiva de la izquierda), es ver qué tenemos que hacer para deshacer ésta tendencia y conseguir que, por el contrario, el progreso sea una oportunidad de igualdad y de desarrollo compartido (para todos), y no motivo de una nueva fractura social de imposible solución. Y empezaré con una afirmación básica y es que: si de algo estoy convencido, es de que, cuanto más democrática sea una sociedad, cuanta más igualdad de oportunidades tengan los ciudadanos y ciudadanas más solidarios sean entre sí, en mejores condiciones estaremos de afrontar con éxito los retos futuros.

Y ésta es una afirmación que hago desde el campo de la política, no desde el campo del progreso tecnológico-científico. Y es que la calificación moral positiva que la Ilustración otorgaba, con fe ciega, al progreso técnico, ha sido pulverizada por el siglo XX. Hoy sabemos que no está determinado que la tecnología nos ayude a vivir mejor y de forma más libre, sino que depende de las decisiones colectivas que adoptemos para el uso y la distribución de sus beneficios. Por eso me gusta definir la nueva década, no como la apertura de un tiempo radicalmente nuevo, sino como el inicio de los esfuerzos colectivos para dar respuesta a los problema que ya están con nosotros y que, en los últimos 20 años, se han ido convirtiendo en más visibles e impostergables.

Y quiero subrayar que este tiempo (a pesar de algún sentimiento que apunta lo contrario) sólo lo podemos abordar desde la política. Quiero reivindicar la función noble e imprescindible de la política para lograr un progreso sano, sin convulsiones violentas y que no deje víctimas en las cunetas.

 

El precio del progreso y la angustia social

Sabemos que el mundo avanzará. Sabemos que la crisis que estamos atravesando terminará, igual que sabemos que las hambrunas medievales fueron superadas. Pero la cuestión no es avanzar o no, sino a qué precio. Y, sobre todo, quién paga el precio del progreso y quién se beneficia de él. Las florecillas, que, según Hegel, pisoteaba la rueda de la historia en su progreso, son la diferencia entre una sociedad democrática e igualitaria y otra que no lo es. Porque más importante que avanzar es determinar cómo avanzamos.

Y esta es la raya que nos separa (y nos separa de forma radical) a los socialdemócratas de la derecha insolidaria y sin alma y de las viejas izquierdas totalitarias. Hoy parece que la política y los políticos estamos de capa caída. Se dice que la ciudadanía está dando la espalda a la política. Recientemente, el movimiento denominado 15M, ha irrumpido enarbolando una crítica descarnada a los políticos y a nuestro sistema democrático. Pero yo entiendo este movimiento ante todo como un grito de angustia porque la política y el sistema no dan solución a nuestros problemas y aspiraciones.

Y es cierto: las políticas actuales no dan soluciones suficientes, pero, a la vez, esos ciudadanos indignados, mayoritariamente jóvenes, no tienen otra esperanza más que la política. Si es tan estridente la protesta contra los políticos es porque las políticas actuales no ofrecen salidas. Por lo tanto, no reniegan de la política; quieren políticas diferentes. Y, para mí, uno de los problemas actuales es que la socialdemocracia, supeditada al dictado de la economía, parece que ha dimitido de la política como motor de convivencia y de progreso colectivo. Y lo planteo como problema (y grave) porque, para mí, una socialdemocracia renovada y fuerte es la solución a muchos de los problemas que padecemos.

Con la crisis de la socialdemocracia nada se ha avanzado; al contrario, al ocupar una derecha neoliberal el vacío dejado, los problemas han aumentado en cantidad y en profundidad. Y yo creo que nos ocurre esto por dos razones fundamentalmente: Una, porque hemos abandonado la primacía de la política para decidir el progreso colectivo, abriendo la puerta a la hegemonía de la economía. Todos se acordarán de aquel famoso lema utilizado en la primera campaña de Clinton: “Es la economía, estúpido”.

Pues bien, esta frase recoge perfectamente el drama de la socialdemocracia mundial al abandonar la responsabilidad de la política y dejar a la economía todo el campo de juego, sin más leyes, límites, ni control que los que emanan de ella misma. Y es, desgraciadamente también, la afirmación más rotunda de que las políticas neoliberales se legitiman socialmente cuando la socialdemocracia les da la bendición. Seguramente la derecha, por sí misma, no habría tenido fuerza suficiente para lanzar este ataque a la política, dejándola supeditada a los intereses de la economía (bueno, se dice que del mercado). Pero la verdad es que eso que llaman mercado para ocultar su rostro son grupos de intereses que van saqueando países en Europa (como antes otras partes del mundo), sin importarles las consecuencias que generan. Y es que las manos invisibles de Adam Smith tienen nombres y apellidos.

Hoy al recordar, pues, aquella frase maldita, debemos decir sin tapujos que el estúpido fue el asesor de Clinton que de forma tan barata abrió las puertas al neoliberalismo. Porque, en todo caso, el lema tiene que ser: “Es la política, estúpido”. Es la política la que debe decidir nuestro futuro y debe gobernar la economía, no los embozados especuladores que, reclamando las leyes económicas, pretenden saquear a los ciudadanos. Y el segundo de los problemas es que han cambiado muchísimas cosas y, sin embargo, no hemos sido capaces de integrar, en nuestras políticas, las transformaciones sociales que han venido de la mano de estos cambios… Pero ya no nos queda más tiempo. Tenemos que hacerlo, sí o sí.

 

Por la socialdemocracia y contra la fragmentación social

Hace cincuenta años la socialdemocracia sabía muy bien a quién defendía y el modelo social que quería desarrollar. La clase obrera, como concepto político, era una realidad homogénea con intereses definidos y objetivos colectivos. Y la defensa de esos intereses junto a la alianza con las clases medias definían, con relativa sencillez, las políticas socialdemócratas. Y surge así el Estado del Bienestar, como modelo social que pone al servicio de la ciudadanía, los recursos públicos y la economía. Y pide a cambio, a todos, colaboración y esfuerzo.

Ha sido la época de mayor progreso colectivo conocido en la historia. Ha permitido a millones de personas salir de la pobreza y ha dado nacimiento a unas nuevas y amplias clases medias en las sociedades desarrolladas. Unas clases medias que se sentían aliadas de las reivindicaciones de la clase trabajadora porque, muchos de sus miembros, provenían personalmente de ellas: no se había roto aún esa solidaridad. Pero hoy tenemos una sociedad radicalmente diferente. Por un lado, una parte importante de las clases medias han roto los puentes que cruzaron para instalarse en el progreso. Han olvidado su origen y han olvidado las políticas públicas que hicieron posible ese avance.

Y por otro, estamos construyendo a pasos agigantados una sociedad dual y, sobre todo, fragmentada. Por ejemplo, cuando hoy preguntamos a la gente si se considera clase media, una parte importante tiende a afirmar que sí. Y sin embargo no forman un conjunto homogéneo, sino que se trata de diversos colectivos a los que les une, esencialmente, la defensa de sus respectivos privilegios. Diferentes grupos sociales han ido conformando grupos de interés que se defienden con organizaciones que están abandonando, cada vez más, la defensa de intereses generales para dedicarse a cuidar a los miembros que les apoyan. Y como consecuencia de esto, también, se ha debilitado la política: ahora es muy difícil hacer planteamientos políticos generales a los que se adhiera la gran mayoría de la población.

Pero además, antes era muy fácil para la izquierda identificarse con la clase trabajadora, con las clases populares. Pero eso hoy, ¿quién lo conforma? También éste es un grupo heterogéneo en el que lo mismo tiene cabida un ingeniero mileurista que un empresario autónomo que un asalariado de una gran compañía. Y luego están aquellos, que también forman un conjunto abigarrado y multiforme, pero que les une la desesperanza y la convicción de que se les está impidiendo la igualdad de oportunidades; que su futuro ha sido secuestrado por otros y no ven salida a sus esfuerzos personales.

Este grupo está formado por parados que tienen difícil vuelta al mercado de trabajo, por inmigrantes explotados o marginados, y también, de forma importante, por nuestra juventud; los hijos de la clase media que ven cómo poco a poco, a pesar de que mantienen relación con ese mundo por la familia y el alto nivel de formación y conocimiento adquirido, se pueden quedar aislados del progreso y bienestar. Este conjunto dispar es lo que políticamente más se parece a lo que antes entendíamos por clase trabajadora.

Sin embargo, la socialdemocracia ha ido centrándose cada vez más en la defensa de los viejos grupos sociales, y atendiendo al peldaño bajo de la sociedad dual con ayudas y subvenciones, sin que este tipo de políticas les haya permitido salir de la situación en la que se encuentran. Porque la respuesta, desde la izquierda, no puede ser, exclusivamente: yo estoy con los más débiles, con los que menos tienen, sino yo existo y hago política para que, precisamente, éstas personas, estos colectivos, dejen de vivir en la marginación y en la exclusión y alcancen los mismos niveles de calidad de vida y de oportunidades que los demás. Es decir, no vale, exclusivamente, con políticas de subvención o con ayudas de protección.

Hay que hacer algo más. Mucho más. Así que ésta es la situación actual, y, como decía, hay que reconocer que tenemos problemas para plantear políticas colectivas, con objetivos universalistas, que puedan lograr la adhesión mayoritaria de la población… En cuanto uno habla de fiscalidad, de la necesidad de aportar más cada uno de nosotros al patrimonio común, saltan todas las alarmas, se pone el grito en el cielo y se paraliza cualquier posibilidad de llevarlo a la práctica. Así que yo sólo veo una solución: volver a definir las políticas socialdemócratas en base a ideas; a partir de un modelo social que queremos preservar y mejorar como logro colectivo, y no en base a reivindicaciones sectoriales o estamentales que hacen cada vez más débil la política.

Tenemos que reivindicar, sin miedo, la política basada en ideales generales. Tenemos que hacer hincapié en el modelo colectivo que queremos construir: un modelo basado en el esfuerzo compartido y en la solidaridad y que permita la igualdad de oportunidades en esta sociedad plural y diversa; plural en la ideas, en las forma de vida y en los intereses grupales. Tenemos que pasar del voto de interés al voto de la ética, porque es la única forma de plantear objetivos colectivos capaces de congregar a su alrededor a los ciudadanos y a las ciudadanas.

 

Un nuevo contrato social

Yo he denominado “nuevo contrato social entre vascos” a esta pretensión de renovar la política buscando objetivos compartidos, y las diferentes propuestas, agrupadas en varios ejes, forman un todo global que da coherencia al objetivo de lograr un nuevo pacto ciudadano. Las resumo brevemente:

Primera: convivencia. La historia terrorista nos ha dejado en Euskadi profundas heridas, de manera que con la desaparición de ETA no se van a solucionar todos los problemas que ha generado el terrorismo. Todavía existen, en pueblos y ciudades del País Vasco, odios arraigados y manifestaciones de intolerancia hacia el que piensa diferente, que son el resultado de 40 años de violencia. Por ello debemos procurar la regeneración de la sociedad vasca con el fomento de los valores democráticos, la defensa de la legalidad y el pluralismo político. Superar el ciclo terrorista construyendo un nuevo tiempo de concordia y tolerancia.

Segunda: Regeneración democrática. El alejamiento de la política y de los políticos de la ciudadanía. Los problemas de representación en una sociedad fragmentada en colectivos de intereses (¿a mí quién me representa? ¿Quién defiende mis propuestas?). Las prácticas de corrupción y la falta de transparencia… Todo eso nos exige plantear medidas para la regeneración y la mejora de la calidad del sistema democrático. Actualizándolo para dar respuesta a las necesidades y demandas del siglo XXI y buscando una mayor información, mayor transparencia, mayor participación y mayor corresponsabilidad de los ciudadanos y ciudadanas que no pueden limitarse a votar una vez cada cuatro años. Y esto es algo que debemos empezar por los propios partidos políticos, que mantienen (mantenemos) estructuras, casi, del siglo XIX y que a ojos de la gente somos opacos, poco abiertos, con estructuras demasiado rígidas y manejadas por los aparatos y faltos de capacidad de adaptarnos a la nueva realidad.

Tercera: Modernización del país. Yo he definido la Euskadi que queremos como un país de ciudadanos y ciudadanas libres, solidario, sostenible y competitivo. Una Metrópoli del talento. El conocimiento es hoy lo que marca la diferencia. Generar, retener y atraer conocimiento es una de nuestras prioridades. Por eso, la educación está en el centro de nuestra política y hemos dejado atrás los conflictos lingüísticos (entre los modelos en euskera y en castellano) para impulsar el trilingüísmo (introduciendo el inglés) y la Eskola 2.0 (con las nuevas tecnologías).Además hemos puesto en marcha la estrategia EcoEuskadi 2020, como estrategia transversal para conseguir un país sostenible. Y basamos nuestra competitividad en el I+D+i que hemos reformulado en 3i+D, añadiendo la internacionalización como derivada fundamental en un mundo globalizado.

Cuarta: Defensa del Estado del Bienestar. Modernización de la administración pública: hemos puesto en marcha el Open Goverment, el Open Data, el Perfil del Contratante… como mecanismos de participación y transparencia.Mejora de la productividad y de la calidad de los servicios públicos, mejorando también la equidad de las prestaciones y dando respuesta a los nuevos retos: dependencia, salud, incorporación de la mujer al mercado laboral, envejecimiento… Y todo ello con una fiscalidad suficiente, justa y equitativa para financiar las políticas públicas.

Quinta: Un compromiso colectivo por el empleo. Estoy planteando el compromiso por el empleo como un objetivo en sí mismo; no como el resultado de la mejora de la economía. Por supuesto, todos sabemos que cuando la economía mejora crea puestos de trabajo. Pero yo planteo que la creación de empleo, aun cuando no tengamos un crecimiento superior al 2 %, debe ser el objetivo colectivo más urgente.

Alguien me dirá: pues que se reactive la economía y las empresas ya crearán empleo. Pues para mí no es suficiente. Yo quiero un esfuerzo de todos, un compromiso conjunto para buscar la forma de crear empleo ya, desde ahora mismo. Se suele decir, otra mentira camuflada de los neoliberales, que los gobiernos no crean empleo, que lo crean las empresas. Pues no es verdad. El empleo es el resultado de múltiples factores y, desde luego, las políticas públicas tienen una gran incidencia.

Depende de la seguridad jurídica, de las infraestructuras, del nivel de conocimiento y formación de la población, de las estrategias de internacionalización, de la detección de nuevos nichos, de la puesta en marcha de una fiscalidad favorecedora, de crear entornos para el emprendimiento; etc., etc., etc. La creación de empleo es la suma de muchos esfuerzos, y una parte más que considerable, de esfuerzos público. Las empresas terminan firmando contratos, pero son el resultado de un esfuerzo colectivo. Por eso quiero que la creación de empleo sea un objetivo en sí mismo. Que lo entendamos como un compromiso, como un pacto entre todos. Y mi Gobierno está hablando con agentes económicos e institucionales diferentes para poder materializar esta propuesta en breve.

Sexta: La crisis. La crisis económica, que comenzó con una ola de préstamos de alto riesgo en los Estados Unidos, ha sido redefinida, a toda prisa, como una crisis de deuda y déficit públicos. Dicho de otro modo, lo que hoy se ha convertido en el tema principal, no es la inestabilidad inherente a los mercados y a la ideología del libre mercado sin límites ni controles, sino que lo que se ha producido es el cuestionamiento del Estado (su tamaño, su papel, su eficacia), y se busca la solución exclusivamente en la reducción del gasto público y la disminución del déficit y la deuda pública.

Pero me pregunto: ¿Quién y qué fue lo que ocasionó la crisis del 2008? Desde luego no fue el Estado del Bienestar o la deuda pública. El mayor incremento de la deuda pública, en los años 2008, 2009 y 2010, fue el resultado de la crisis. El resultado, también por cierto, de la intervención del Estado aportando recursos al sistema financiero. Es decir, ya nos hemos olvidado de los responsables, y ahora nos dicen que la solución es menos gasto público y privatizaciones.

 

La tiranía de determinados agentes económicos

Hace poco leí que una de esas agencias que se han convertido en jueces supremos que condenan a la ruina a países enteros, dando enormes beneficios de paso a los especuladores con unos intereses exorbitantes (como en el caso de Grecia) había bajado la calificación de una caja vasca (la Kutxa de Gipuzkoa), por el riesgo, decían ellos, de la fusión que está trabajando con la BBK de Bizkaia y la Vital de Álava.

Y yo pensé: ¿cómo esta agencia que tiene la sede a miles de kilómetros sabe que una pequeña entidad (en el conjunto mundial) ha aumentado el riesgo de una semana a otra y no supo ver las quiebras de bancos y compañías enormes que tenían a su lado? ¿Cómo podemos seguir asumiendo la tiranía de unos agentes económicos que no tienen ningún control ciudadano y que están sujetos, aunque digan lo contrario, a presiones de grupos de interés? ¿Quién les ha dado el derecho para sumir en la ruina a países enteros con un simple comunicado matutino? Me parece a mí que ya es hora de decir basta y de plantear una agencia pública europea que lleve de forma rigurosa y transparente el control de riesgos de las entidades financieras… y dejar de estar en manos de ciertos especuladores.

 

Defensa cerrada de las autonomías

Y termino con una breve reflexión sobre dos asuntos que pueden entenderse de forma conjunta y que marcaran y condicionaran nuestra siguiente década: Las Regiones y la Unión Europea. En España llevamos más de treinta años con el Estado de autonomías. Ha supuesto un enorme negocio para la ciudadanía. Las autonomías han sido instrumentos fundamentales para el progreso uniforme, para integrar en el progreso colectivo a todos los territorios y a todas las zonas de esos territorios que antes estaban absolutamente abandonadas por un Estado centralista. Las autonomías han sido un elemento sustancial en la creación de servicios públicos para todos, vivamos donde vivamos.

Nunca en nuestra historia se ha producido una igualación de las condiciones de vida de la población como durante estos treinta años. Y es seguro que sin las autonomías esto no hubiera sido posible. Hoy desde la derecha se plantea que se ha tocado techo y se ha rebasado. Tildan de derrochador irresponsable al sistema autonómico, olvidando que la derecha ha sido uno de los grandes creadores del déficit allí donde ha gobernado. Pero esta afirmación esconde un objetivo oculto: reducir las competencias de las autonomías para después reducir los servicios públicos. Frente a esto, yo hago una defensa cerrada de las autonomías. Es verdad que tenemos que acostumbrarnos a la austeridad y al equilibrio presupuestario.

Es verdad, y nos está costando trabajo, al menos a mi Gobierno. Pero puedo decir con orgullo que estamos haciendo un gran esfuerzo para mantener el equilibrio presupuestario sin recortar los servicios públicos. Nos estamos apretando el cinturón: todos, la administración y los empleados públicos. Pero mantenemos los servicios y los vamos a garantizar en el futuro. Puede hacerse. Mi Gobierno está pagando las facturas a los proveedores en menos de 60 días. Me gustaría saber cuántas comunidades gobernadas por la derecha pueden decir lo mismo.

Pero es verdad también, que después de 30 años, el sistema actual está creando tensiones políticas que tenemos que resolver. No podemos seguir “ad eternum” en esta pelea de autonomías contra el Estado unitario, dando la sensación de que son enemigos irreconciliables. Debemos buscar la forma para tener una estructura política más estable y solidaria. Y si hay que cambiar cosas, se cambian. Si hay que modificar el Senado, se modifica. Pero tenemos que terminar con esta guerra estéril de las comunidades, especialmente donde tienen presencia mayorías nacionalistas, contra el Estado común.

Y para finalizar quiero decir dos palabras sobre Europa. Porque yo creo que, ante lo que está pasando, la solución es más Europa y mejor Europa. Hace diez años quisimos hacer una Europa conjunta, pero sin compartir la capacidad de competencias. Quisimos el euro, pero sin política fiscal común. Quisimos un gobierno europeo, pero sin ceder poder de nuestros gobiernos. Pero ahora resulta que nuestros gobiernos no mandan y las instituciones europeas tampoco. A mí me parece que más democracia y más Europa es la única solución. Más democracia para sujetar a la decisión ciudadana la orgía fuera de control de los poderes económicos. Más Europa para tener unas instituciones fuertes que garanticen políticas públicas compartidas por todos.

 

(*) Patxi López es lehendakari vasco y secretario general del PSE-PSOE

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