Sobre la naturaleza del Estado de las Autonomías, régimen de autogobierno, de competencias, el sistema de financiación, está casi todo dicho. Cientos de libros, artículos, tesis doctorales, foros de análisis han dejado durante estos treinta años una copiosa y exhaustiva doctrina sobre el mismo. También en el ámbito político su evolución es objeto de continuo debate sus virtudes y sus insuficiencias, con propuesta variadas sobre su necesaria evolución.
Todo ello es producto de la naturaleza evolutiva de nuestro Estado de las Autonomías, que debe responder a las transformaciones que continuamente se producen en la sociedad y en las instituciones. Lo importante es que esta evolución responda a un diagnóstico certero de la realidad y de las necesidades de futuro. A ello pretendo contribuir en esta intervención.
El Senado, como Cámara Territorial está y debe estar siempre dispuesto a colaborar en las iniciativas que tratan de analizar la problemática de nuestra estructura territorial.
Todavía no hace mucho tiempo, se inició un proceso, probablemente no finalizado aún, de reforma de los Estatutos de Autonomía que ha marcado una nueva etapa en nuestra estructura territorial. Modificar el régimen de autogobierno de las Comunidades no afecta sólo a las mismas, también al Estado en su conjunto.
Como saben, la reforma de los Estatutos de Autonomía se inició con la propuesta iniciada en el País Vasco y ha continuando con la aprobación de varias reformas; otras están pendientes en distintos grados de elaboración. La sentencia dictada recientemente por el Tribunal Constitucional sobre el Estatuto de Cataluña ha fijado los términos y alcance de las reformas en su punto justo de acuerdo con los términos de nuestra Constitución.
Todo ello provocó en su momento, y tiende a provocar periódicamente, un estado de convulsión política de muy alta densidad. Sin embargo, si algún debate político y social exige prudencia, serenidad y transparencia es el territorial por su capacidad de levantar pasiones. Estos debates deben desarrollarse en un ambiente lo más reposado y sereno posible.
Y es necesario recordar también, y ante todo, algunos principios básicos que deben presidir este tipo de reformas.
Constitución y Estatutos forman el núcleo fundamental del bloque constitucional. Los Estatutos no tienen vida al margen de la Constitución. Y ésta reconoce y avala aquéllos como pieza básica en nuestro entramado constitucional. Constitución y Estatutos, junto al resto de normas jurídicas fundamentales, conforman nuestro Estado de Derecho democrático.
Democracia y Estado de Derecho son dos conceptos perfectamente interrelacionados. El Estado de Derecho, para ser tal, debe ser fruto del ejercicio democrático; y la democracia, para que no sea anarquía, debe concretarse en un sistema jurídico concreto.
Pues bien, cualquier modificación de las reglas del juego y de las normas que componen el Estado de Derecho, incluidas las del bloque constitucional, es perfectamente lícita si se canaliza por los cauces democráticamente establecidos. Y cualquier pretensión de modificación fuera de los mismos es además de ilícita, antidemocrática. Y esto vale para todos, para los que pretenden que existen derechos democráticos al margen del sistema, como para los que cuestionan decisiones tomadas por los cauces democráticos.
Es en este contexto en el que hay que analizar el proceso de reformas emprendido. La Constitución avala el derecho de las instituciones autonómicas de proponer reformas de sus Estatutos. Y otorga la decisión final de su alcance y contenido a las Cortes generales. No hay ámbitos de decisión distintos a éste, ni a disposición de cada uno. Son los que son, y pretender otra cosa es situarse fuera del Estado de Derecho y del sistema democrático y por tanto estar contra él.
Estas consideraciones, por conocidas, pueden parecer obvias, pero no me lo parecen tanto. Las mismas reglas del juego que han servido para rechazar por las Cortes Generales el proyecto de nuevo Estatuto Vasco y devolverlo a las instituciones vascas, son las mismas que sirven para aprobar las reformas de varios Estatutos más.
El proceso de reformas ha evidenciado también que las instituciones han realizado su trabajo con normalidad y eficacia, y el Tribunal Constitucional cerrará definitivamente el debate cuando resuelva la totalidad de los diversos recursos planteados.
Es necesario destacar esto porque en algún momento se cuestionó la capacidad de las instituciones para encauzar correctamente las reformas. Porque trasladando inquietud e incertidumbre a los ciudadanos no se contribuye precisamente a la convivencia pacífica, a la mutua comprensión y a la aceptación de las diferencias de todo tipo que puedan existir. En definitiva, al proyecto de vida en común que es nuestro Estado.
Estado de las Autonomías y federalismo
El resentimiento, el rechazo, el agravio, son patologías del sistema democrático que conviene sanar lo antes posible, por ser éste un germen preocupante que genera desconfianza hacia las Instituciones.
Finalmente, he de decir que las cosas están quedando en su justo lugar, como no podía ser de otra manera. El Estado de las Autonomías sigue siendo el mismo. Con claras similitudes con los federales, pero con algunas singularidades, y muy significativas, a los efectos que nos ocupan ahora. Al menos dos.
La primera, su origen. Las federaciones han venido constituyéndose por un acuerdo de Estados o poderes constituyentes existentes previamente para crear, por necesidad o conveniencia, una federación otorgando a ésta, en una Constitución común, unos determinados poderes y competencias claramente tasados, y sólo éstos. Poderes federales que no han permanecido estáticos en el tiempo, sino que se han ido modulando, fortaleciendo los de la federación o los de los Estados.
Resulta llamativa la frecuencia con que son modificadas las Constituciones en los Estados federales. Con un dominador común: la conveniencia y, sobre todo, la eficacia de la reforma.
La segunda, que deriva de la anterior, es que no teniendo las Comunidades Autónomas poderes y atribuciones originarias, éstas han debido ser asumidas y traspasadas desde el Estado unitario y centralista que las ostentaba. Paso a paso, en un goteo que viene durando más de 30 años. Con notable éxito, por cierto, según todos los analistas.
Las Comunidades Autónomas pueden ir asumiendo sus poderes, atribuciones y competencias si así lo prevén sus Estatutos y hasta el límite de los que la propia Constitución atribuye al Estado. De este modo, han ido configurando progresivamente un régimen propio de autogobierno hasta llegar al momento actual.
La mayoría de las Comunidades Autónomas tenían inicialmente sus poderes muy limitados. A lo largo de estos treinta año se va configurando el Estado de las Autonomías en una determinada dirección: una profunda descentralización política de nuestro Estado tal y como prevé la Constitución.
Y ahora estamos en un proceso que supone un nuevo paso más en la misma dirección. Pero, sinceramente, no aprecio en absoluto que se esté modificando la estructura ni la naturaleza propia del Estado de las Autonomías. En rigor, supone una ampliación del autogobierno autonómico, y lo único que debe valorarse es si éste supone una alteración de los poderes y atribuciones del Estado, según el art. 149 de la Constitución.
Debate competencial
Este debate, el de las competencias del Estado, es tan antiguo como el propio sistema autonómico. El problema tiene su origen en el propio proceso. El Estado ha ido conservando la gestión de servicios públicos incluso en áreas que según los Estatutos corresponden a las Comunidades Autónomas. Otro tipo de competencias sobre actividades, económicas y sociales, sencillamente no existían o no tenían la trascendencia que tienen ahora. Las comunicaciones, las actividades vía informática, las nuevas tecnologías, los nuevos problemas del medio ambiente o la inmigración son buen ejemplo de ello.
No debe sorprender que hoy las Comunidades Autónomas quieran asumir determinadas funciones en estos campos y que ello sea razonable. Petrificar el derecho ignorando la evolución social es un sinsentido jurídico y político.
En rigor, los poderes y atribuciones del Estado están diseñados y fijados en el art. 149 de la Constitución. Con él hemos creado un Estado y una España moderna, potente, prestigiosa, y viable. Y este artículo permanece intacto. No existe en rigor ningún vaciamiento del Estado. Las competencias esenciales de éste no son asumidas por las Comunidades Autónomas en la reforma de sus Estatutos.
Otra polémica gira en torno a las llamadas “normas básicas” que dicta el Estado para garantizar la igualdad de los españoles ante la ley o la homogeneidad mínima en determinadas áreas. El alcance de las mismas ha sido objeto de polémica permanente. Las Comunidades reiteran sistemáticamente que el Estado ha abusado de esta facultad, dictando normas básicas de forma desproporcionada y restringiendo su autonomía de acción excesivamente.
El propio Tribunal Constitucional también lo ha sentenciado así con cierta frecuencia, señalando que estas normas debieran tener un consenso autonómico mayor y, de esta forma, evitar conflictos. Sobre este punto, debo insistir en el papel que debe desempeñar un Senado reformado, para conseguir un mayor consenso autonómico en las políticas generales y en las normas que las articulan. Pero lo importante hoy es resaltar que el Estado mantiene intacto sus poderes, según la Constitución y los Estatutos reformados.
Resulta de todo punto incorrecto atribuir a nuestro Estado de las Autonomías el haber incentivado los riesgos de ruptura. Como tampoco es exigible que debiera haber acabado con ellos. Porque son dos planos distintos. Uno, el de la estructura del Estado, la distribución del poder y las relaciones de sus instituciones; otro, el de los sentimientos y, para algunos, el de la utopía de un Estado propio.
Un Estado de las Autonomías integrador
El punto de conexión entre ambos está en la capacidad del Estado de las Autonomías para integrar no la utopía, sino la concreción de los sentimientos de identidad, como la lengua, el derecho propio, las instituciones propias, la cultura propia. Incluso para defenderlas como patrimonio de todos, de la España común y de los españoles. Porque su integración nos enriquece a todos.
Es un error por tanto enjuiciar nuestro Estado desde una óptica desintegradora. Su reto es su capacidad integradora. Porque al integrar pacífica y democráticamente esas diferencias se están reduciendo las distancias entre la realidad y la utopía. Y, de esta forma, deslegitimando las pretensiones de secesión o independencia.
La sociedad española percibe hoy que la condición de español es un valor añadido a su condición de andaluz, castellano, extremeño, vasco, etc., que enriquece, que aporta beneficios de todo tipo. Que ambas condiciones no son contradictorias, sino que se implementan. España es un valor que suma a lo que representa cada Comunidad Autónoma.
La inmensa mayoría de los españoles compartimos sentimientos autonómicos y españoles sin tensiones y pacíficamente. Por lo tanto, éste no es un problema real al día de hoy y no lo va a ser a medio plazo, si cuidamos y potenciamos la capacidad integradora de nuestro Estado.
Por el contrario, son el rechazo y la intransigencia, de cualquier lado que vengan, los que agudizan esos sentimientos disgregadores. Porque los problemas de nuestro Estado son otros y de otra naturaleza. El futuro del Estado de las Autonomías no dependerá tanto de su conformación legal como de la capacidad para gestionarlo con eficacia, funcionalidad y honradez. Y siempre con lealtad mutua, para que éste funcione con normalidad.
La Constitución y los Estatutos son un marco que deben servir para abordar problemas, pero no son la solución en sí. Las soluciones deben venir de las políticas.
La Constitución definió nuestro Estado como Autonómico, reguló el derecho de acceso a la autonomía, estableció los procesos, fijó los principios que debían presidirlos como son los de integración de la diversidad, no discriminación, eficacia, cooperación, etc. Y fijó ciertos límites al autogobierno: los poderes y competencias del Estado. Ese es el modelo que tenemos, guste o no. Flexible, no hermético, adaptable a los circunstancias históricas y a los cambios sociales. Fue, sin duda, un gran acierto, y treinta años de convivencia lo acreditan.
Ha sido el propio desarrollo autonómico el que ha ido configurando, no el modelo, pero sí el marco, las tonalidades y el contenido real del Estado Autonómico. Y el que ha ido dejando a la luz los problemas de su funcionamiento. Muchos de ellos también se han ido abordando y resolviendo, y otros siguen pendientes.
Desde la óptica de los servicios públicos, de la eficacia de las instituciones en sus obligaciones con los ciudadanos, el balance del funcionamiento de nuestro Estado ha sido muy positivo. La cercanía de la administración a los ciudadanos, la rapidez y la objetividad en la forma de afrontar los problemas de cada comunidad por las instituciones propias, y la explotación de las capacidades reales de cada comunidad para afrontar el desarrollo económico y el bienestar social de sus ciudadanos han dado resultados óptimos. Los problemas de eficacia del sistema no son éstos. Tienen que ver con la eficacia en la toma de decisiones.
En un país de tamaño medio como el nuestro, con una estructura territorial y poblacional muy heterogénea, con escasez de ciertos productos básicos, como la energía o el agua entre otros, la adopción de medidas de política económica, de ordenación del territorio o de medio ambiente por ejemplo, producen efectos inmediatos en el conjunto o en comunidades cercanas.
Además, se traslada con frecuencia la imagen de que, ante cualquier problema, la responsabilidad es finalmente del Estado, tenga o no instrumentos competenciales para abordarlo. Existe una cierta tendencia a endosar al Gobierno estatal la culpa de decisiones molestas e ingratas para los ciudadanos. Y a exaltar las positivas como propias aunque provengan de decisiones también del Gobierno estatal.
Existe en este ámbito una cierta nebulosa, una confusión de papeles que provoca desorientación en los ciudadanos y en ocasiones tensiones institucionales innecesarias. Estos momentos de crisis económica nos ofrecen ejemplos variados de estas situaciones. La creación de empleo parece fruto de las políticas de ciertas administraciones y el paro culpa de otras. Tal simplismo no parece muy razonable.
Pues una de dos: o no está bien delimitado el papel de cada cual o no está bien engrasado el sistema de toma de decisiones. Falta a menudo asumir la responsabilidad institucional, en función de las competencias de cada una. Asumir la responsabilidad en la competencia de lo que a cada Institución compete es un signo de madurez democrática.
Aunque, también, por parte del Estado, su administración parece a veces no haber asumido suficientemente la realidad autonómica, le cuesta adaptarse al hecho de que la toma de decisiones en nuestro Estado debe hacerse, con frecuencia, de forma colegiada con las Comunidades.
Crisis económica y financiación
En estos tiempos de crisis económica estas deficiencias han aflorado con crudo realismo y están poniendo a prueba el adecuado funcionamiento de nuestro Estado Autonómico. Cuando la bonanza económica permitía un aumento progresivo de los ingresos del conjunto del Estado el sistema permitía que se beneficiasen de ello todas las Administraciones. Cuando se agudizó, esos ingresos han ido descendiendo y ha afectado crudamente al sistema de financiación, a los ingresos de las Comunidades y por tanto a su capacidad de gasto.
Y aquí es donde los instrumentos de relación entre el Estado y las Comunidades, y también con las Entidades Locales, han mostrado una rigidez excesiva para afrontar con rapidez y eficacia las situaciones que ha provocado la crisis y la necesidad de adoptar medidas conjuntas con urgencia para afrontarla.
Los que creían ver, por ignorancia o interesadamente, que la crisis y sus efectos afectaban exclusivamente a Estado central han mirado para otro lado, hasta que las consecuencias de la misma han adquirido una dimensión internacional de gran profundidad que ha afectado a todos los países y a todas las administraciones.
El sistema ha adolecido de un cierto automatismo técnico, y en términos políticos de una lealtad institucional y falta de responsabilidad, trasladando al Gobierno central la exclusiva responsabilidad de la situación. Ha faltado en ciertos responsables políticos una cultura federal exigible en nuestro Estado, como existe eficazmente en los Estados propiamente federales. Debe existir en los Estados llamados compuestos, y existe en la mayoría de ellos, una responsabilidad compartida en las políticas públicas.
Este es uno de los problemas de fondo, apenas visible, de nuestro Estado descentralizado, pero que puede tener unas consecuencias muy serias, como se está viendo en la actualidad.
En estos campos nos queda aún un camino por recorrer. En la mejora y la eficacia del sistema. Y tiene que ver con un cierto cambio de actitudes, de cultura y modos políticos. Y, sobre todo, de una mejor cooperación.
La reforma del Senado
Tras todo este análisis, aflora una cuestión pendiente. El Senado puede y debe tener en el Estado de las Autonomías el papel que le otorga la Constitución. Sobre la Reforma del Senado está casi todo dicho. Lo único que puede añadirse es que la conveniencia y necesidad de la misma se agudizan a medida que se avanza y se profundiza en el autogobierno. Y no es prudente avanzar sólo en esta dirección.
A mi juicio, la configuración futura del Senado debe sostenerse en dos pilares claves: lugar de encuentro entre ambos poderes, estatal y autonómico, y cúspide del sistema de cooperación y colaboración entre ambas instancias políticas.
Como lugar de encuentro, creo fundamental que el Senado sea el canal principal para la más adecuada y eficaz integración de la diversidad territorial y de los hechos diferenciales territoriales en el conjunto de las instituciones y de las políticas generales. Y donde queden integrados en la coherencia del conjunto, a la vez que sea quien garantice su defensa, tal como establece la Constitución. Y adoptando las medidas necesarias si de ellos se derivasen en la práctica efectos negativos para el conjunto del funcionamiento del Estado.
El Senado como lugar de encuentro, debe servir también para articular más y mejor las relaciones entre las autonomías y el poder estatal. Que puedan hacerlo con la naturalidad y la comodidad que supone estar en una institución que es la suya, y sin que pueda sostenerse que ello limite su autonomía y capacidad de gobierno.
En definitiva, debe ser la institución que garantice la cohesión estatal de los distintos territorios que integran España. Cohesión territorial que es complementaria a la otra cara de la misma moneda, la de la cohesión social, y que son profundamente interdependientes. De modo que si una de ellas se resiente, acabará repercutiendo en la otra. El mantenimiento y mejora de ambas son un mandato explícito de la Constitución a todos los poderes públicos y a todas las administraciones. Y una demanda social de fácil percepción.
Decía que el Senado debe ser también la cúspide del sistema de colaboración y cooperación de las instituciones autonómicas con las estatales. El Senado debe ser la cúpula que recubra todo el sistema cooperativo, que detecte y aborde sus deficiencias y que sea el vehículo de participación de las Comunidades Autónomas en las políticas generales del Estado y en las instituciones comunes. Y también en las políticas de la Unión Europea.
No es prudente avanzar en exclusiva en el autogobierno y en la autonomía territorial sin reforzar las instituciones comunes. Ambas cuestiones son no sólo compatibles, sino imprescindibles para la coherencia del conjunto del Estado y sus instituciones. Si nuestro Estado permite perfeccionar el autogobierno, también debe permitir que sus instituciones comunes se adapten a las nuevas necesidades y se refuercen para ello.
Un Estado con dificultades, o con la imposibilidad de ejercer sus propios poderes, competencias y sus mandatos constitucionales, resultaría de una grave irresponsabilidad; es negar su propia existencia.
El Gobierno estatal debe seguir disponiendo de los recursos e instrumentos necesarios para garantizar la defensa del interés general de todos los españoles, el cumplimiento de las condiciones de igualdad básica de todos los ciudadanos y el principio de solidaridad territorial. Y ello porque el Estado como organización política tiene una dimensión ciudadana que abarca un determinado espacio de convivencia. No es una abstracción o un artilugio de naturaleza confusa.
Es el Estado el que garantiza a los ciudadanos un orden jurídico de libertades y derechos. El principio de ciudadanía responsabiliza al Estado de asegurar la libertad, la democracia y la sumisión de todos ante la Ley. Y éste debe garantizar los mismos derechos y deberes de todos los españoles, así como su ejercicio y cumplimiento.
Nada de ello está realmente en cuestión, es cierto, pero no está de más recordarlo. El principio de autogobierno no tiene una capacidad de desarrollo casi infinita, con su correspondiente restricción de los poderes del Gobierno estatal. No existe una antítesis entre los términos autogobierno y poder central. Son dos conceptos dinámicos, que deben complementarse en su aplicación, y más en estos momentos y con toda seguridad en el futuro.
Por tanto, entiendo que debiéramos centrarnos en la adaptación y modernización de las instituciones a los nuevos tiempos y a las nuevas necesidades. Y sobre ello gira la última reflexión.
El Estatut y el Tribunal Constitucional
Ya he hablado de la necesaria reforma de la Cámara que presido, y no insistiré en ello. Sólo me queda lamentar que el clima político, los intereses inmediatos de ciertos partidos, la crispación permanente, y la negativa sistemática a concertar incluso políticas institucionales no haya sido capaz de hacer un paréntesis durante estos años para abordar la reforma del Senado sobre cuya necesidad y conveniencia, por cierto, nadie ha puesto reservas de entidad. Siendo esto importante, me parece aún más grave lo ocurrido en estos últimos años en el terreno institucional.
Tengo la profunda convicción de que la sentencia sobre el Estatuto de Cataluña es muy importante. Y no tanto por lo que declara inconstitucional, que es lo que hasta ahora se ha aireado, sino sobre lo que declara constitucional. Va a suponer, con seguridad, un antes y un después. Va a suponer cambios cualitativos en el funcionamiento de las instituciones y en la relación de los poderes públicos.
Sus efectos no se verán en su totalidad a corto plazo. Pero tengo la impresión de que avala el camino de nuestro futuro Estado de las Autonomías en una dirección federal, o federalizante, si se prefiere. En el bien entendido de que es la dirección correcta, porque no debemos olvidar que muchos países de los más potentes del planeta son federales: Estados Unidos, Alemania, Canadá, por ejemplo.
En este sentido, diré algo que puede sorprender: el Tribunal Constitucional ha hecho un buen trabajo. Ha dado continuidad a una jurisprudencia nacida en su seno, desarrollada durante muchos años, y ha marcado el camino del futuro.
Y lo ha hecho en unas circunstancias realmente excepcionales. Internas, en las que lógicamente no entraré, y externas, sometido a una presión casi insostenible. No es precisamente el mejor ambiente para exigir a la institución una solución perfecta.
La situación ha llevado a un deterioro de la imagen de la institución incompatible con su alta responsabilidad y con la categoría y nivel de sus miembros. Se ha generado una situación impropia de un país serio y moderno como pretendemos ser.
Es incomprensible, y por tanto inexplicable, que la Cámara que presido haya procedido a la renovación de los cuatro magistrados cuando su mandato caducó hace más de tres años. Se modificó la Ley del Tribunal para que las Comunidades Autónomas pudieran participar en la selección de candidatos al Tribunal, dando así más contenido territorial al Senado y accediendo a una legítima aspiración de aquéllas. Pero decisiones políticas consecutivas más que discutibles tergiversaron el proceso generando un bloqueo del procedimiento. Hoy, este mismo problema está en el Congreso de los Diputados.
Las instituciones, su funcionamiento, su renovación, merecen un trato más respetable de las formaciones políticas. Todo lo que les concierne debiera ser ajeno a la coyuntura política, a las necesarias discrepancias, a los intereses inmediatos, a la legítima aspiración de sustituir al Gobierno. No está siendo este asunto un buen ejemplo de calidad democrática. Y no es el único ejemplo. Se puede generar una dinámica general de graves consecuencias para el futuro.
Creo adecuado por ello apelar una vez más al buen sentido político de los partidos para que afronten estas situaciones con una altura de miras algo más elevada que la que se les puede exigir para la vida diaria y el debate ordinario.
En rigor, estas reformas suponen preparar España para los próximos 25 años. Esta es la exigencia de este momento. Por ello, el espejo en el que tenemos que mirarnos para no equivocarnos, es el proceso de elaboración de la Constitución. Que no es otro que el del acuerdo. Teniendo presente siempre la obligación de garantizar la convivencia entre todos los españoles y sabiendo que, juntos como españoles, seremos más fuertes y respetados. Este es nuestro reto.
(*) Javier Rojo es Presidente del Senado