Con gobierno conseguido in extremis o con elecciones generales convocadas por cuarta vez en cuatro años, esta España que los dirigentes políticos se empeñan en presentar como ingobernable tendrá que ver y encajar una sentencia histórica: la que emita el Supremo sobre los dirigentes independentistas catalanes.
Una sentencia que, con toda seguridad, será recurrida y cuya andadura judicial terminará en Estrasburgo. Será la respuesta del Estado ante lo que considera un intento de sedición/rebelión contra la integridad territorial del mismo, que es lo que define y defiende nuestra Constitución.
Más allá de la sentencia y de sus repercusiones sobre la situación política que estamos viviendo, con todos los grandes partidos - ya sean nacionales o autonómicos con representación estatal - sometidos a un profundo cambio de liderazgos y solidez interna, lo que la “voz” del Supremo va a colocar sobre la mesa es una parte de nuestra historia, la de todos los españoles y de forma singular, la de los habitantes de Cataluña. Una página más en la forma de ver y entender este país nuestro.
Que un pueblo se convierta en nación no es fácil y requiere tiempo. La mayor parte de las veces mucho tiempo. Y que esa nación consiga desarrollar sus peculiaridades históricas y sociales hasta conseguir ser un estado con identidad propia, capaz de ser vista como tal desde dentro y desde fuera de un territorio, a veces, es casi un imposible. Lo estamos viendo con los kurdos en Turquía y Siria, con los palestinos en Israel y Jordania, con los saharauis en Marruecos. También en nuestra civilizada Europa con las particiones de la antigua Yugoslavia o el referéndum de Escocía, y en nuestra más que inquieta y mal cosida España.
Para no irnos más lejos de nuestras fronteras, que no hace falta, hoy y tras 40 años de Constitución democrática, escuchamos cada día a los políticos que hemos elegido en las urnas hablar del pueblo catalán, que aspira a ser nación y país o estado independiente. Algo parecido, sin llegar al tercer estadio, dicen los dirigentes vascos. Y a no mucho tardar lo oiremos desde Galicia. Y, por qué no desde Canarias. Es más cuestión de meses que de años.
Hablamos y mucho, por supuesto, del pueblo español, de la nación española y del estado español, como si todo el conjunto fuese una unidad de sentimiento, de tradición, de formas de ver la vida y la muerte, de sentirse juntos frente a los otros, que en este caso son los del otro lado de las fronteras. Una ilusión que dura tres centurias y de la que de vez en cuando y de forma violenta despertamos.
Un ex dirigente político y ex dirigente empresarial, defiende con insistencia cada vez que hablamos que lo que nos ocurre a los españoles, con los políticos a la cabeza, es que nos empeñamos en hablar mucho y mucho de lo que nos divide y poco muy poco de lo que nos une; que con Cataluña como ejemplo, nos empeñamos en denostar al de enfrente, al que no comparte nuestros puntos de vista, en castigarle si podemos, y hasta en destruirle si está a nuestro alcance, en lugar de buscar en el diálogo lo que nos ha ido uniendo - incluso con remiendos y retales - a lo largo de una historia.
Tras varios directores militares, exilios reales, Rey importado y abdicado, regencias sospechosas, dos Repúblicas, una guerra civil, una Dictadura y, por fin, una Monarquía democrática y votada por una amplísima mayoría, hoy tenemos a los políticos al frente de los principales partidos de este país empeñados en mirar más su futuro que el del conjunto de los españoles.
No les escuchamos hablar de los problemas tecnológicos y de investigación a los que se enfrenta España si quiere estar en el grupo de cabeza de las naciones desarrolladas. Razón por la que no aparecen las medidas educativas y financieras para ello.
No les escuchamos hablar de los problemas demográficos - en los que incide de forma muy notable el despoblamiento del interior, la escasa natalidad de los españoles y la llegada masiva de emigrantes - que se trasladan al concepto de ciudades sostenibles, la sanidad, la educación, el medio ambiente...
No les vemos sentarse, negociar y no levantarse hasta que no pongan al día el Pacto de Toledo, que es en definitiva convencerse y convencernos de la necesidad de reformas profundas en el Sistema de asistencia social.
No les oímos hablar de la Constitución del 78 y plantear las actualizaciones que creen que son necesarias para que les siga sirviendo a las nuevas generaciones.
Resuenan cada segundo en nuestras cabezas el ruido de los títulos universitarios volando como proyectiles de un lado al otro del campo político, y de paso poniendo en cuestión los estudios y trabajos de miles de universitarios.
Es evidente que quieren ganar su futuro, tanto dentro como fuera de sus formaciones, que aspiran a conquistar el poder y a mantenerlo. Son ambiciosos , lo cual no es malo, si respetan las reglas de juego que marca la democracia. Esta democracia que, precisamente por serlo, es imperfecta.
Y tienen que ver, saber, comprender y asumir que tras 40 años de democracia antes que cambiar la Constitución hay que cambiar el funcionamiento de los partidos.
Recuerdo que lo intentó Felipe González hace 25 años. No lo consiguió en el PSOE. Hoy, roto el bipartidismo y abierto en canal el espacio electoral, puede ser una estupenda oportunidad. Lastima que en ese diálogo sobre España que mantuvieron Gonzalez y Aznar hace unos meses no estuviera abierto a otros protagonistas.