Es menos antigua que el Reino de León o que el de Galicia, o que el de Navarra o que el de Castilla o que el de Aragón, por no decir que es muy posterior, muy mucho posterior a cualquiera de los Reinos de las taifas musulmanas. Incluso si quieren, como pretendía Jordi Pujol y ahora pretenden sus sucesores, retroceder hasta Wilfredo el Belloso se encontrarán con la misma realidad: nunca han colocado la identidad por delante del dinero.
Y no les ha salido mal. Felipe V, el Rey que vino desde Versalles tras una de tantas guerras civiles que hemos tenido, les quitó unos privilegios pero les dejó el dinero, el mismo que se les quitó a los andaluces o a los gallegos o a los valencianos. También a Castilla. Siempre, durante estos trescientos años, han puesto un precio a su diferencia lingüística. Lo siguen poniendo.
Hace esos mismos trescientos años los antepasados de esa actual burguesía que representan Pere Aragonés y Carles Puigdemont a partes iguales, apoyaron a un archiduque como Rey de España no por su amor al pretendiente austriaco, esperaban que les favoreciera frente al otro Rey que apoyaba la vieja y gastada aristocracia rural castellana. Deberíamos dejar la historia a un lado salvo que queramos recordar que durante ocho siglos en este país nuestro convivieron entre victorias y derrotas tres formas de ver y entender lo que la España cuarteada significaba para ellos.
Cristianos, árabes y judíos hablaban distintas lenguas, escribían en distintos idiomas pero aceptaron compartir conocimientos y versos, héroes y villanos, incluso cuando los llamados por un Papa “Reyes Católicos” , a cambio de un reconocimiento de una boda fraudulenta, de unos suculentos dineros y unos muchos soldados para combatir en sus dominios italianos. En aquellos ocho siglos en Cataluña y desde Cataluña se tuvo una idea global de España con sus diferencias, que la enriquecían y no la debilitaba. En eso sí tenía razón Felipe VI en su discurso de fin de año.
En este inicio de 2023, con el Gobierno más débil de nuestra Democracia, más necesitado de votos que ningún otro desde el lejano 1977 y más deseoso de cambiar la historia común que sus antecesores en el poder, Pedro Sánchez, al igual que les pasa a Alberto Núñez Feijóo y al resto de dirigentes políticos, incluidos los que dicen parecerse sin parecerse en nada, como son los vascos, se encuentran, tal y como decía Ortega y Gasset, con una convertida en un voraz agujero negro que puede tragarse la democracia española de la misma forma que lo hace el fenómeno astronómico con galaxias enteras.
La comparación entre esa región del espacio que se resiste a ser explorada por más sondas que mandamos al espacio, una de las más extrañas y violentas del Universo conocido, encaja en estos días en los que tras el juicio y posteriores condenas a los doce acusados de ser los dirigentes de la rebelión/sedición/malversación que sacudió a toda España, que el Gobierno ha decidido cambiar de órbita, y que sus ondas gravitacionales amenazan con extenderse más allá de su propio espacio y tiempo en el que nos encontramos, para mantener la gran mentira en la que están aprisionados.
Si leemos la definición más común sobre un agujero negro y vamos colocando nombres y hechos ocurridos en los últimos años en la política catalana comprobaremos las similitudes: “Un agujero negro es una región finita en el espacio (Cataluña) en cuyo interior existe una concentración de masa lo suficientemente elevada y densa ( el independentismo político y social ) como para generar un campo gravitatorio ( los hechos del 1 de octubre ) tal que ninguna partícula material ( los partidos ), ni siquiera la luz ( la justicia ) pueda escapar de ella”.
Puede que los agujeros negros sean restos de antiguas estrellas que han desaparecido, lo que es seguro es que tanto Aragonés como Puigdemont, Torra e incluso Oriol Junqueras son los restos de aquellas estrellas que se han ido apagando, conocidas como Artur Mas y Jordi Pujol e incluso de las ya extinguidas tras su propia implosión como Josep Tarradellas y Lluis Companys. Sin las estrellas en el firmamento nacionalista, lo que han dejado es un polvo que envuelve todo, que tiende a pintar de negro el escenario político y a intentar destruir la democracia que nació en 1977 y se dio una Constitución votada de forma abrumadora por los españoles un año más tarde.
Durante los próximos meses y hasta años vamos a seguir viviendo dentro de ese agujero, que tiene tal capacidad de atracción que no pueda este país escapar de su influencia. Esa que lleva pervirtiendo nuestro actual sistema democrático desde su propio nacimiento tras la muerte del dictador Francisco Franco, obligando a regímenes tan distintos como las monarquías absolutistas de los Borbones, las dos Repúblicas y la Dictadura franquista a establecer claras diferencias entre el trato dado a ese territorio respecto al resto de España.
Junto a esa realidad, los dirigentes políticos y económicos se han propuesto y han conseguido convertir la vida pública española en una inmejorable serie de televisión. Tiene de todo: intriga, ambición, venganzas, traiciones, dineros, cadáveres y, por supuesto, sexo, del que se ve y del oculto. Hay políticos que ansían llegar al poder y están dispuestos a todo por conseguirlo, peleando a diestro y siniestro dentro de sus partidos y, con sus guardias pretorianas, buscando como destrozar al adversario. No basta con ganar, se busca la destrucción. Pujol y Durán Lleida consiguieron durante tres décadas mantener una costosa paz con el resto del Estado y sus sucesivas gobiernos, Puigdemont y Junqueras no parece que estén por imitarlos.
Dentro de ese mundo del dinero, finito en los nombres, pero infinito en las ambiciones, nos encontramos con protagonistas, casi siempre colocados en el lado de los malos. Es lo que quiere el público, tener a sus culpables y ser dueños del dinero funciona como un estigma: se les odia al mismo tiempo que se les envidia. Una visión muy miope de la realidad, pero es la que, desde ese pretendido centro que es Madrid y la adulterada historia que se quiere mantener, funciona para que el teatro de guiñol funcione.
En la obra no podían faltar los abogados y sus correspondientes bufetes, de la misma manera que tenían que tener un papel estelar los creadores de imágenes, los asesores de comunicación, gurús al servicio de los intereses que engrasan la maquinaria del poder y que les dicen a los auténticos protagonistas como deben vestir, sonreír, hablar y hasta cruzar las piernas en un estudio de televisión. Lo de tener ideas y proyectos se deja para un “más adelante” que nunca llegará.
Si miramos con esa perspectiva todo lo que se dice, se publica y se emite en los medios de comunicación entenderemos que los nuestros, nuestros dirigentes, parecen una copia de las series de televisión que cuentan las entrañas del poder. Es una permanente invitación a elegir canal, serie y colocarse a favor o en contra de los que pasan por buenos pero son malos y de los que aparecen como malos para terminar siendo buenos. Una vez hecha la elección por los espectadores, que son los que acudirán a las urnas, el siguiente paso es colocar a los personajes de la ficción los nombres y caras de los españoles que cada día nos hablan de lo mismo, de sus intereses, para evitar así tener que hablarnos de los que nos interesa a todos