El trono de las amazonas rojas se manchará con la sangre de una de las dos. Y ambas habrán sufrido por parte de su antiguo lider, hoy convertido en tele predicador disfrazado de palestino, la misma estrategia destructiva que empleó el expresidente del Gobierno y del Partido Popular, Mariano Rajoy, con sus propias amazonas azules, Soraya Sáenz de Santamaría y Dolores Cospedal, las dos dispuestas a ocupar el tronó abandonado costase lo que costase.
Les costó su propio futuro político, muy lejos de las ensoñaciones del palacio de La Moncloa, reservado en principio para otro protegido de las meigas celtas, Alberto Núñez Feijóo, que supo esperar a que el joven Pablo Casado - producto químicamente puro de la Corte madrileña criado a la sombra alargada de José María Aznar y bajo la vigilancia de la mejor de las madrastras políticas posible, Esperanza Aguirre, que tenía la obligación de limpiar el sillón de mando de su partido - lo dejase reluciente y dispuesto para trasladarlo a la presidencia del Gobierno.
La hoy vicepresidenta segunda del Ejecutivo nunca fue de Podemos y parece que tampoco mucho del PCE y tal vez un poco de Comisiones Obreras. Su objetivo era convertirse en la primera mujer que llegara a sentarse al frente del Consejo de Ministros y en esa tarea empleó lo mejor de sí misma. Lentamente, con perseverancia, con astucia, con zalamería, con abrazos apasionados, con palmas, con risas, incontrolable en los gestos, desafortunada en las frases, sin complejos de ninguna clase, imitadora de las actitudes y modos que han permitido a los machos alfa de la política mundial alcanzar el poder y mantenerlo a lo largo de muchos siglos. No existen amigos, sólo compañeros ocasionales de andadura, a los que más pronto que tarde habrá que abandonar o simplemente matarles en sus propias ambiciones.
La hija de Xuso Díaz no era, ni es fácil de engañar, pero la vanidad es mala consejera y peor aún la soberbia y la imitación. La Corte y sus vicios, sus fastos, sus formas de actuar, de vestir, de organizar cenas y lanzar miradas de complicidad; sus mentiras consentidas, sus ofrendas a los recién llegados para conocerlos, para estudiarlos, para destruirlos, la conquistó. Se olvidó de sus orígenes y creyó que su llegada al poder era una mera cuestión de escalones. Estaba por encima de Irena, por encima de Ione, por encima de María Jesús, de Carmen, de Margarita, hasta de Begoña. Y se equivocó, también.
Otro juguete roto en manos del más astuto, cambiante, impredecible y frio de todos los presidentes que ha tenido nuestra Democracia. Aún más que Felipe González, más que el seducido José María Aznar, a años luz del aplicado registrador Mariano Rajoy, amante descarado de las crónicas mundanas del balón y sus protagonistas. Tan sólo dispuesto a apoyarse en los largos tentáculos de su sosias y predecesor, José Luís Rodríguez Zapatero. Heraldo y apologista de la nueva sociedad del nuevo mundo.
Justo enfrente de la creadora de Sumar y convertida en la más peligrosa de sus adversaria está Irene Montero, oficialmente la madre abadesa del feminismo redentor que ya es religión oficial del Nuevo Orden Mundial, a quien han otorgado la responsabilidad de extenderlo a los seis Continentes, los cinco geográficos y el sexto del ciberespacio. Ella es apóstol, apóstola, apóstele, apóstolo de todas las combinaciones posibles del género humano. Se le queda corto el arco iris, le faltan colores. Tiene algo que le falta a Yolanda, tiene fe en lo que dice, sin dudas, fe ciega, compromiso ciego en su misión.
Si muere en el intento de llegar al trono del feminismo se convertirá en mártir. Y si lo consigue será la nueva Mesías, la encargada de redactar los nuevos paradigmas de la izquierda, tan lejos de Carlos Marx como de Adam Smith; tan cerca del chino Xi Jiping como de la mejicana Claudia Sheinbam. Más cerca de la Reina Letizia de lo que ella misma cree. Las dos, a las que hay que sumar a las amazonas de las otras tribus que habitan el territorio hispano, han llegado para cambiar la España del siglo XXI. Para bien o para mal.