Han sido los propios partidos políticos los que han desplazado a los habitantes de ese mundo, que nació como instrumento de contestación juvenil y ya es toda un arma de destrucción masiva. Esta es la verdad, tan desnuda como muy bien utilizada por unos pocos. Desde el PSOE de Sánchez al PP de Feijóo, con todos los demás por medio, están aprendiendo muy rápido, con sus propios equipos lanzando sin parar mensajes en Twitter, TikTok, Instagram, X, Meta y la “contratación, directa o indirecta, de influencers que se sumen a la propagación de los mensajes positivos. Los medios de comunicación tradicionales aún no se han repuesto por completo del susto e intentan crear sus propios mecanismos de difusión. Sin mucho éxito hasta ahora, pero con la seguridad de que la clase dirigente, ya sea política, financiera o judicial es la que les sigue cada día. Sólo sea por precaución.
Las redes sociales lo han cambiado todo en todo. Los mensajes se trasladan por millones a velocidad cuántica y siempre causan estragos en el enemigo. Da igual que partan de una verdad o de una mentira. El trabajo sucio estará hecho. La crisis de identidad que sufren los partidos políticos tradicionales, la misma que sufren los medios de comunicación igualmente tradicionales, es debida a esa constelación de bits por segundo capaces de romper cualquier cúpula de hierro. No hay drones cargados de explosivos. Son las mortíferas palabras las que se han convertido en las más eficaces asesinas.
En esa inacabable pared que son las redes sociales, los tuiteros, wasaperos, tiktokeros y demás competidores que, al igual que aquellos que pintan y firman en los muros y en los vagones de los trenes o los laterales de los autobuses, buscan inmortalizar sus hazañas para hacerse en las redes el correspondiente selfie con el que distraerse de sus evidentes carencias culturales (salvo contadas excepciones que desean imitar a Bansky, con desigual fortuna), tienen ahora que enfrentarse a los graffiteros políticos que se sirven de esos muros digitales para criticar, atacar y denigrar a los adversarios del equipo político que les paga o les convence de sus argumentos.
Es el nuevo universo en el que los mensajes no pueden tener más de quince palabras, apenas dos líneas, cuando no un dibujo o un montaje fotográfico que se difunde a velocidad cuántica en busca, no de la victoria, sino de la derrota del oponente. Es una forma de ensuciar aún más las campañas electorales, amparado el graffiti literario en la impunidad del anonimato de una firma inexistente, la mayor parte de las veces.
Al igual que vemos en las paredes y fachadas de nuestras ciudades letras multicolores que se repiten, así pasa con las frases que nos asaltan en las plataformas digitales, por más censuras (censurables) que quieren imponer los responsables de esas empresas multinacionales, aquejados de un espíritu inquisidor que haría las delicias de Torquemada y los suyos. Las hogueras a las que arrojan a las víctimas no sueltan llamas físicas, pero ennegrecen y destruyen con mayor precisión.
No hay político que pueda librarse de ellos. Están en todas partes y sirven a cualquiera que esté dispuesto a pagar por sus servicios, ya sea el financiador privado o público. Da lo mismo. Ya se utilizaban en el Imperio romano y servían de burla y mofa en los cantares de ciego con los que se recorrían las ciudades. Aquellos bufones utilizaban la ironía, el sarcasmo. Los de ahora son zafios, ignorantes, repetitivos, aburridos, tan vendidos a su propio ego como limosneros del ambicioso de turno. Apelan a la libertad de expresión como si fuera un salvoconducto para delinquir, para atacar a sus víctimas sin ningún miramiento. Aman la suciedad y atacan a la sociedad en la que se refugian, la misma que les permite sobrevivir. Incluso a veces reciben una palmadita por sus hazañas.
Disparan proyectiles al corazón mismo del sistema. Son una parte más de ese negocio tan viejo como la humanidad que se basa en arrastrar por el fango hasta la destrucción de aquel al que se considera enemigo o adversario. Lo más triste de ese oficio de ensuciador de paredes es que, en tiempos electorales, las quince palabras adquieren la patente de credibilidad de un titular o un artículo firmado en un medio de comunicación, y hasta las imágenes en prime time de un informativo en algún canal de televisión. Otra forma más de matar la verdad sin que nadie se manche del escandaloso rojo de la sangre.
El tiempo electoral se disipa. Ya no existen las Legislaturas de cuatro años para desarrollar un programa. De forma inmediata, tras cerrarse las urnas físicas, se mantienen abiertas las digitales. Todo el tiempo es una campaña sin fin. Tiempo que aprovecharán esos graffiteros digitales para intensificar y multiplicar por millones sus ataques.
Si luego, como vemos en todos los países, se incendian las calles, siempre habrá un presidente y un equipo ministerial que se preguntará por las razones de la sinrazón y no encontrará otra respuesta que recurrir a la violencia del Estado. Hasta el próximo estallido, que cada vez se reproducirá con más rapidez y con mayores dosis de virulencia. En España estamos en ese escenario y no vamos a salir de él.