Sergio H. Baz

Y los españoles conquistamos de nuevo Milán

Domingo 29 de mayo de 2016

Sentado en el palco semiescondido de San Siro, Felipe VI contempló el sábado como los nuevos guerreros españoles vestidos de blanco y de rojo conquistaban de nuevo la fortaleza de los herederos del duque Sforza. Su antepasado había entregado la ciudad al imperio austrohungaro para poder sentarse en el trono de España y las huestas del Madrid y del Atlético recuperaban las calles y elevaban sus cánticos de guerra para animar a dos ejércitos que pugnaban por la gloria exhaustos, agotados, tendidos sobre el cesped húmedo mientras pugnaban por recuperar un poco de oxígeno y lograr que el rival doblase la rodilla.



Hora y media no bastaba. Media hora más no era suficiente. La pelea tenía que terminar como un combate de boxeo entre dos pesos pesados golpeándose sin piedad, desde el punto de penalty, sin que los porteros pudiesen hacer otra cosa que mirar cómo el balón se estrellaba contra la red. Un poste, un esquirla de historia decidió la batalla. Volvió a ganar el que tenía el título y el último en disparar se arrancó la camiseta y gritó como un animal que hubiese alcanzado a su presa. Ronaldo había tenido un sueño, la undécima les pertenecía y él quería cerrar el círculo delante de millones de espectadors en todo el mundo.

Tiene razón el Cholo Simeone: la historia sólo se acuerda de los que ganan. Los que pierden se quedan con las lágrimas y con la esperanza de volver a pelear con la gran Copa de esta Europa que en nada se parece a aquella del 26 de septiembre de 1706, con las tropas del archiduque Carlos cambiando el dominio que se habian disputado franceses y españoles. Zinedine sonreía en los descansos, sonreía y abrazaba a sus jugadores antes de la emoción final. Con la paciencia y sabiduría del desierto de su tierra, de la Argelia que sumerge a su ciudad santa de Gardahia en una de las depresiones que se asoman a las rutas por las que transitan los camellos y los cuatro por cuatro.

Por unas horas Milán fue española. Conquistada, sometida, disfrutando de dos aficiones que demostraron saber ganar y saber perder, que mantuvieron a sus equipos cuando lo necesitaban, cuando los calambres atenazaban sus piernas, cuando la voluntad de pelear chocaba con la realidad de las fuerzas perdidas. Hubo momentos de alegría incontrolada por el gol de Ramos y por el gol de Carrasco. Minutos de angustia ante el ataque del rival. Lágrimas. Muchas lágrimas.

Felipe VI, que se declara rojiblanco, aplaudió el abrazo del presidente Florentino a su entrenador mientras el capitán blanco alzaba la Copa que salva su temporada. Enrique Cerezo tiene ahora la misión de hacer de bálsamo de Fierabras y recomponer a los suyos, desde Simeone a Juan Fran. Han caído en la final, han sido terceros en la Liga, tienen una cuarta parte del presupuesto de sus rivales. En Barcelona les habrían querido vencedores, mejor una Copa rojiblanca y primeriza que otra blanca con un record que se antoja inalcanzable. Lisboa ya era historia. Milán ya es historia.


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