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La política como motor de cambio

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Por Soraya Sáez de Santamaría

Martes 21 de octubre de 2014

Los problemas que atravesamos son muchos y muy graves. Pero tan negativo es no admitir las dificultades, como ser incapaz de ver que, m25;s allá de ellas, seguimos siendo una gran nación: una sociedad fuerte y madura ante los problemas; un país dispuesto a evolucionar y superarse, incluso si todo lo tiene en contra. Por eso quiero hablar de la España a la que aspiramos en el PP y del proyecto político que nos conducirá hasta ella.

España no puede renunciar a estar entre las grandes economías del mundo. Pero para mantener este status hay que asumir de antemano que habrá que trabajar mucho, con grandes dosis de sacrificio y perseverancia, con eficacia y adaptación a un panorama cambiante en el que, además, la irrupción de economías emergentes, más dinámicas, más flexibles y más productivas, nos exigirán un replanteamiento muy ambicioso de las políticas a seguir.

La crisis se ha ensañado con España, porque el Gobierno ha renunciado a mantener la política económica que hizo posible que estuviésemos en el euro desde su fundación. Esta circunstancia ha llevado a ajustes severos para intentar corregir los grandes desequilibrios acumulados.

 

¿Cuáles son éstos?

En primer lugar, sufrimos un grave desempleo, reflejo de la elevada dualidad en el mercado de trabajo y de fuertes carencias en la negociación colectiva; además del fracaso demostrado de la reforma laboral del Ejecutivo socialista.

La economía española es una de las economías que durante más tiempo lleva soportando tasas de crecimiento negativas y, a su vez, la que más empleo ha destruido: más de dos millones de puestos de trabajo netos. Durante la misma crisis otros países europeos han logrado crear empleo.

A este desequilibrio hay que añadir otro: nuestra economía tiene una elevada dependencia de la financiación exterior. La insuficiencia del ahorro interno, tanto público como privado, nos obliga a recurrir al ahorro del resto del mundo para financiar nuestro crecimiento. Esto nos hace más vulnerables a las turbulencias de los mercados y nos exige un elevado nivel de credibilidad, disciplina y coherencia en nuestra política económica si queremos encontrar las vías de financiación que necesitamos.

El tercer desequilibrio es una acusada falta de competitividad. Que nos hace perder atractivo para la inversión extranjera. La cuota española de mercado en el comercio mundial de mercancías ha caído. Y en estos momentos nuestras exportaciones crecen a un ritmo mucho menor que la media europea. Esta pérdida de competitividad hay que relacionarla con la ausencia de flexibilidad en las relaciones laborales; con un patrón de especialización sectorial de bajo contenido tecnológico; con la carencia de un modelo energético eficiente y con una falta de reformas estructurales y de liberalización económica que hacen persistir un diferencial positivo de inflación con la zona euro.

Finalmente, el último de los desequilibrios es la delicada situación que atraviesan nuestras cuentas públicas. Una realidad que hay que calificar de gravísima –nunca ha sido peor- y refleja, en el fondo, el balance político de un Gobierno que ha gastado más y con menos eficiencia que ningún otro país de la zona euro. Y eso que la caída de ingresos de nuestra Hacienda Pública ha sido cuatro veces superior.

 

Pérdida generalizada de la confianza

La suma de los desequilibrios que acabo de mencionar exige una respuesta urgente y decidida. Una respuesta que sólo será eficaz si despeja el principal obstáculo que pesa sobre nuestra economía: la pérdida generalizada de confianza.

Las causas están claras. No puede haber confianza si el Gobierno yerra continuamente en la percepción de la profundidad de la crisis. Si año tras año sus previsiones son ilusorias. Si incumple sistemáticamente los objetivos. Si anuncia una medida y hace la contraria. Si alimenta expectativas que acaban engordado frustraciones.

Un Gobierno así no puede liderar el cambio y la recuperación. No puede hacerlo porque mina la confianza. Pero, sobre todo, porque su falta de criterio y determinación está contribuyendo a que se produzca lo más grave que puede sucederle a un país: que se instale la desmoralización en una sociedad a la que la crisis empieza a pesar demasiado sobre sus hombros.

Necesitamos una política que genere confianza, porque se haga merecedora de ella. Una política nacida de la convicción de que las reformas son inaplazables. Una política ejemplar a la hora de llevarlas a cabo, con sinceridad sobre sus motivos; determinación para impulsarlas; y solidaridad al soportar entre todos los esfuerzos que supondrá su desarrollo. Poco podremos conseguir en nuestra lucha contra la crisis si no entendemos la política como un proceso permanente de reforma. De mejora constante de la vida pública y de la actividad económica.

Refundar la hacienda pública

Una de las primeras reformas tiene que ser definir una nueva política fiscal. Responsable desde el punto de vista del gasto y del ingreso. Hay que refundar la hacienda pública. Digámoslo claramente: el desarrollo de las competencias administrativas y su financiación ya no es viable de la forma en la que se ha venido haciendo.

La solución del déficit público no puede consistir simplemente en recortar los flecos de un marasmo de gastos. Tampoco puede ser tarea exclusiva del Estado. Especialmente si ha de hacerlo a costa de dañar el interés general que supone recortar las infraestructuras y las pensiones. En este sentido, hay que recuperar la disciplina fiscal; fijar objetivos de estabilidad que nadie pueda rebasar, y someter a todas las administraciones a techos de gasto y endeudamiento.

La reducción de gastos tendrá que ser una consecuencia de una reforma institucional y administrativa profunda.¿Esta es la política fiscal que recogen los Presupuestos Generales del Estado para 2011? Es evidente que no. Sus previsiones son, cuando menos, imprudentes. Están muy alejadas de las que hacen las instituciones económicas nacionales e internacionales.

Renuncian a las políticas de crecimiento y creación de empleo. Prueba de ello es que auguran que el 2011 acabará con un desempleo que ronda el 20%. Y consagran el recorte de las políticas sociales. En definitiva, un año más los presupuestos de Zapatero son parte, más del problema, que de la solución a la crisis. España necesita una política fiscal que dinamice la economía y haga posible que crezca la inversión y el empleo, y con ellos la recaudación. Y no a la inversa.

Y una gestión tributaria sencilla y eficiente, que luche contra el fraude. Se trata de que una PYME de ocho trabajadores, no tenga que recurrir a un contable y un abogado para cumplir con la Administración Tributaria. Que no tenga que anticipar el IVA de las facturas que no ha cobrado. Que pueda compensar sus deudas tributarias con lo que, a su vez, le debe la Administración. Para que, al final, en vez de ocho trabajadores, pueda tener diez.

 

Una reforma laboral

La segunda reforma inaplazable es la laboral. España debe buscar la estabilidad del empleo, que viene de la mano de un marco laboral más flexible en el seno de la empresa. Es momento de abordar con valentía un cambio en nuestra negociación colectiva. De hacer una apuesta decidida por la formación en un país en que sólo el 8% de los trabajadores en activo siguen formándose.

¿No sería el momento de plantear la creación de una cuenta formación, asociada a su número de la Seguridad Social, que asegure el derecho de los trabajadores a mejorar su formación y a garantizar con ella su empleabilidad? Y es que el empleo es la única garantía de que se asegure la continuidad de nuestro sistema de pensiones, que es la base de la equidad intergeneracional. Su protección real exige recuperar el espíritu y la letra del Pacto de Toledo.

Nuestro Plan de Reformas es muy ambicioso. Pero sólo podrá lograr sus objetivos si tiene detrás un entorno institucional sólido y estable. Conviene recordar que las instituciones son los cimientos de la arquitectura de un país. Sin ellas no hay gobierno ni sociedad civil. Encauzan el comportamiento individual hacia unos fines superiores que trascienden lo inmediato y particular.

Sin instituciones que garanticen la seguridad jurídica y que hagan eficaces la libertad y los derechos de todos, no puede haber paz social y bienestar económico sostenibles. La solvencia y estabilidad institucional de los países se ha convertido en una referencia a nivel mundial. La incidencia que tiene en la competitividad global -atrayendo inversión y contribuyendo a la generación de empleo- es decisiva a la hora de dibujar un horizonte de crecimiento estable y duradero.

Sobre competitividad me gustaría recordar los datos del último informe anual del Foro Económico Mundial. En él se detalla la profundidad real del seísmo que está suponiendo la crisis para España. De un total de 139 países, hemos caído en el último año nueve puestos -del 33 al 42 en el ranking mundial- y diecinueve desde que Rodríguez Zapatero llegó al Gobierno. En esta aguda pérdida de reputación como país ha influido el deterioro de nuestras instituciones políticas. Y es que en competitividad institucional ocupamos el puesto número 53.

Les ahorro el mal trago de saber con quienes compartimos vecindad, pero se pueden hacer una idea si les digo que en arbitrariedad gubernamental, somos el país 57 en el ranking. En transparencia, el 70. En confianza política, el 75. En despilfarro del gasto público, el 101. En lastres burocráticos, el 110. En independencia judicial, el 66 y en eficiencia de nuestros tribunales, el 74.

La calidad de nuestra democracia

La pregunta es evidente: ¿podemos seguir permitiéndonos este balance de cara al futuro? Si queremos que el Plan de Reformas que requiere España llegue a buen puerto, es prioritario restablecer la salud de nuestras instituciones. La calidad de nuestra democracia también cotiza en Bolsa. Por eso, si no abordamos una decidida estrategia de reformas institucionales, nuestro futuro será extremadamente frágil.

Empezaré por el Parlamento, que debe recuperar la función que tiene constitucionalmente. Volver a ser la expresión de la soberanía nacional y que el pueblo lo perciba así. Esto significa varias cosas. - Primero, que la primacía de la Ley como expresión de la voluntad general es sagrada. La mayoría debe formarse sumando apoyos al servicio del interés general y no subordinarse estrictamente al interés coyuntural del partido que sustenta el gobierno. - Segundo, que el gobierno respete de verdad la separación de poderes, renuncie al veto y cumpla las resoluciones que se adopten en las cámaras. - Y tercero, que las grandes políticas de Estado se fragüen en pactos parlamentarios, con vocación de permanencia, transparencia y lealtad recíprocas.

A mi juicio, hay que restaurar un modelo judicial que pase por un gobierno unitario de los jueces elegido íntegramente por ellos. Un gobierno independiente. Que evite la intromisión de otras instancias de poder que distorsionen su función. Y, sobre todo, que vele porque la Justicia se administre de forma ejemplar, ágil y eficiente. Y digo esto, porque me preocupa que el gobierno socialista se sienta inclinado, precisamente, a hacer lo contrario.

Nosotros apostamos por la independencia del gobierno del Poder Judicial y el Partido Socialista quiere fragmentarlo y exponerlo a la presión de los poderes políticos territoriales. Tampoco se gana en independencia de la Justicia y en garantía de los derechos civiles cuando el Partido Socialista pretende que un ministerio fiscal, dependiente del Gobierno y organizado jerárquicamente, asuma la instrucción de las causas judiciales.

Por otro lado, la tutela judicial sólo es efectiva cuando es ágil y eficiente. Y eso significa restablecer la certidumbre del imperio de la Ley; dar seguridad al tráfico jurídico y económico; hacer palpable cotidianamente una administración de Justicia que no añada problemas, sino que despeje los que ocasiona la normal aplicación de las leyes entre los particulares. No puede haber tutela judicial si un ERE tarda 6 meses en resolverse; si un proceso de separación contenciosa dura un promedio de 28 meses; o si una ejecutoria civil tarda dos años y medio en obtenerse.

La justicia en el siglo XXI exige parámetros propios del siglo XXI. A través de compromisos públicos como la informatización de toda la Administración de Justicia. Ya se hizo en su día con la Agencia Tributaria y la Seguridad Social. Acabar con los cuellos de botella generadores de los retrasos: mejorar el sistema de notificaciones, perfeccionar el sistema de recursos y actualizar las leyes procesales en su conjunto. Tenemos una administración excesiva en la que se solapan los ámbitos de decisión, se multiplica la complejidad y, lo que es más grave, se lastra la capacidad competitiva de nuestro país.

No podemos permitir que la madeja normativa de tres administraciones ahogue la energía de nuestra sociedad civil. No puede haber tres ventanillas para un mismo trámite. Primero, porque propicia la inseguridad jurídica. Y segundo, sencillamente, porque en términos económicos no podemos permitírnoslo. Más transparencia y calidad normativa. Menos y mejores leyes. Y que, de una vez por todas, se fije con nitidez qué administración desempeña más eficientemente cada competencia.

¿No sería acaso revolucionario un plan de simplificación regulatoria; una auditoria sobre la unificación de los procedimientos administrativos; una reducción de plazos más acorde con la agilidad del tiempo actual o una estrategia de unidad de mercado que despeje las sombras de arbitrariedad, falta de transparencia, burocracia e ineficiencia?

Eficiencia, responsabilidad y felxibilidad

El cambio se impone a todos los niveles. Y con él un nuevo paradigma institucional que propicie la eficiencia, la responsabilidad y la flexibilidad a la hora de encontrar soluciones que nuestra sociedad y el mundo demandan. Para llevar a buen término este empeño, reivindico la política como motor de cambio. La actividad de quienes rigen los asuntos de todos con sentido de Estado y vocación de servicio público. Esos, y no otros, deben ser los principios rectores de la política reformista que defiendo.

Quiero concluir apelando a una política que piense en clave institucional, que defienda la regeneración de las instituciones. Una política para hoy, pero que no comprometa el mañana ni el pasado mañana. Que piense en ese interés superior que ha de perdurar a pesar de los cambios de gobierno y que representa el Estado

Un país serio, con instituciones serias, construye acuerdos de fondo sobre su horizonte estratégico. Acepta que unos años el barco se escore a un lado o a otro, pero no que cambie el rumbo ni sus objetivos de país.

Hoy, España nos exige que los compromisos políticos alcancen a más de una generación. Nuestro deber como políticos nos exige que elevemos nuestras miras, que enlacemos lo mejor de nuestro pasado con nuestro presente, y que juntos trabajemos por un proyecto colectivo que mejore aún más nuestro futuro. Tenemos que asumir, de una vez por todas, que gobernar es también transmitir el testigo de nuestra responsabilidad histórica a otros que deberán continuarlo.

Si asumimos este compromiso lograremos que las reformas alcancen sus objetivos, a pesar de los sacrificios y esfuerzos que exijan. Merece la pena defender un proyecto colectivo así, de todos y para todos. Un proyecto que estoy convencida de que vencerá la crisis porque está al servicio del interés superior, que es España.

(*) Soraya Sáenz de Santamaría es portavoz del Grupo Parlamentario Popular en el Congreso de los Diputados


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