Proviniendo del País Vasco no resulta fácil entender algunas cosas, pero lo cierto es que atrapa, conmueve y emociona. Es una cita que se convierte en testigo incuestionable del paso del tiempo, de los acontecimientos vividos entre cita y cita y es cuando caes en la cuenta de las circunstancias vividas en apenas doce meses.
En esta ocasión y seguramente por el mazazo que ha supuesto la inesperada muerte de Carme Chacón, la memoria se la traga todos aquellos que no están. Cada año falta alguien. La señora que ocupaba la silla de al lado, el capataz que con mimo y fervor dirigía el paso, el amigo entrañable, de esos que llevas dentro, que un día se sintió mal y no despertó y así otros muchos más. Y ello sin olvidar a los cristianos coptos masacrados por las bombas de quienes matan en nombre de Dios, como si Dios fuera un verdugo fracasado.
Los que no están, su recuerdo, su memoria llena el alma de nostalgia, de una cierta pesadumbre pero cuando ves pasar a un Crucificado o a una Virgen dolorosa con cara de niña, un soplo de paz convierte esos sentimientos en pacíficos y amorosos recuerdos. Y vuelve el recuerdo de ti mismo. De quien eras hace veinte años y descubres que si, que eres el mismo, pero la rodilla o la espalda te hacen caer en la cuenta de que también por uno mismo pasa el tiempo que sólo queda detenido, apresado en la liturgia preparatoria, cuidada, mimada, esplendorosa en Sevilla, silenciosa y austera en Castilla, pero liturgia al fin y al cabo para que los cofrades de cualquier rincón de España se echen a la calle.
Para percibir la belleza de la música o del silencio, no es necesario ser creyente. Basta con salir de la vulgaridad, con quedarse unos minutos quieto y callado. Olvidar por unos instantes las prisas cotidianas, las absurdas preocupaciones que a veces nos quitan el sueño. Basta con despojarnos de lo que creemos ser y asi comprobar que somos más. Que somos capaces de admirar aunque no entendamos, de conmovernos aunque no se nos escape ni una sola lágrima. Y que allá, en el fondo de cada uno de nosotros hay sed de belleza, necesidad de reconciliarnos con nosotros mismos, con los que se han ido y con los que están. Descubres que más allá de las redes _necesarias pero muchas veces cruelmente impostoras_ está el mundo real. Están las madres que visten a sus niños con especial esmero, el padre que en silencio reza por ese hijo al que no ve, los abuelos que han llenado el armario con caprichos para sus nietos y esos enamorados que hacen planes para el futuro, aún cuando perciban el futuro como una amenaza.
La Semana Santa, silenciosa o bullanguera, nos ensancha el alma y el ánimo y cuando cae la noche, los que nos están se hacen especialmente presentes e incluso nos hacemos la ilusión de que nos hablan, de que están ahí. Y es verdad, están ahí. Se levantan los ojos al cielo limpio de Castilla, al nublado del Norte o al azul indescriptible de Sevilla y, efectivamente, ahí están porque sus rostros, sus sonrisas se dejan adivinar en el impagable misterio de noches plenas de belleza y plegarias.