Tengo la creciente impresión de que, desde hace diez días, España no es exactamente la misma. Han ocurrido tantas cosas, de tanta intensidad, que me parece, o parece, que nada volverá a ser lo que era. Ni el próximo Gobierno podrá ejercer el poder como el saliente, ni los partidos serán lo mismo, ni las instituciones tampoco…Ni los ciudadanos, que han recuperado el espíritu de contar para algo, van a ser fácilmente los entes dóciles y sumisos a los que, como un día me confesara Adolfo Suárez, tan sencillo resulta gobernar. Ha comenzado la carrera hacia el dosmilveinte, en suma.
Parafraseando el título de archifamoso, archicitado, libro de John Reed, ‘Diez días que conmovieron al mundo’, aquí, desde el 15 de mayo, hemos vivido diez días que han estremecido a España: manifestaciones de jóvenes, y no tan jóvenes, airados, protestando por un estado de cosas patentemente injusto (perdón: aquí si tengo que tomar partido. Hay una evidente injusticia planeando sobre nuestros cielos); últimas rondas de la campaña electoral; miradas pesimistas hacia España de los (tristemente) famosos mercados exteriores. Y, por fin, elecciones municipales y autonómicas (parecían cualquier cosa menos eso, por cierto) del domingo 22 de mayo y subsiguiente resaca tras el espectacular batacazo sufrido por el socialismo gobernante.
Y, claro, sensación generalizada de que será un cambio de siglas y de caras (¿y de ideas?) lo que llegará a La Moncloa el próximo mes de marzo, suponiendo que las elecciones legislativas no se precipiten, algo que el aún presidente Zapatero ha negado por activa y por pasiva que vaya a ocurrir. Es decir, tendremos a Mariano Rajoy sentado a comienzos de la próxima primavera en el principal sillón del principal despacho del palacio presidencial.
Ocurre que Rajoy no lo va a tener fácil; soy incapaz de comprender las prisas del PP por adelantar la disolución de las cámaras legislativas y el adelantamiento de las elecciones. Más le valdría a Rajoy, entiendo, esperar a que Zapatero acabe de desgastarse llevando a sus últimas consecuencias todas esas reformas económicas, y si posible fuere institucionales y sociales, que nos exigen desde el corazón de Europa y que nos exigen desde los propios mercados interiores. Que, bebiendo el cáliz hasta las heces, Zapatero acabe de abrasarse, presentando su holocausto como un servicio a la patria. Y luego, que un triunfante Rajoy pacte con el socialista que en esos momentos lleve el timón –que esa, como veremos, es otra—la serie de medidas drásticas a tomar para enderezar el rumbo de la nación y conducirla con bien hacia la meta de 2020.
Porque ese pacto será imprescindible para tratar de curar las cuatro enfermedades principales que nos aquejan: la primera, ese cáncer de un 43 por ciento de jóvenes, mejor preparados que nunca, en paro y ahora en estado de ‘indignación oficiosa’, por mucho que las acampadas estén llegando a su fin. La segunda, la desobediencia, incluso oficial, a las normas y el desprestigio de las instituciones, incluyendo las que hasta ahora eran más prestigiosas; y es que hay leyes que se han quedado obsoletas, como se demuestra en la imposibilidad de cumplir el mandato de la Junta Electoral Central que exigía disolver a los acampados en la Puerta del Sol y otras plazas españolas -¿ha nacido la ‘generación mayo 2011’?-. Es decir, en última instancia, inseguridad jurídica al canto. La tercera, la obvia crisis territorial que vive el país y de la cual la presencia de la coalición Bildu en los ayuntamientos no me parece la expresión más preocupante. Y la cuarta de las enfermedades graves que nos aquejan es la creciente sensación de que hay cosas que empiezan a no funcionar bien en esta España que antes se guiaba por reglas cuasi germánicas –o británicas, en el caso de los ferrocarriles-, con el consiguiente desprestigio exterior de la nación.
¿Lo entienden así nuestros representantes políticos? ¿Es ese su diagnóstico? Sinceramente: no lo sé, aunque me inclino hacia el escepticismo. En el Partido Popular están demasiado ocupados tratando de consolidar su llegada al poder. Los pequeños partidos intermedios buscan incrementar su parcela de influencia pese a una ley electoral injusta. Lo mismo buscan los nacionalistas. ¿Y en el Partido Socialista, aún hoy gobernante en la nación, aunque haya pedido la mayor parte de su poder territorial?
Bien, en el PSOE hay una suerte de saludable –déjenme decirlo así—cataclismo. Tampoco es nuevo: cuando en un partido político se produce una derrota electoral tan importante como la que cosechó el PSOE el domingo 22 de mayo, todo el malestar interno acumulado acaba por salir a presión, arrasando cuanto encuentra a su paso. En aras de la buena marcha de la campaña electoral –luego la marcha no fue tan buena, pero en fin…–, el ‘aparato’ silenció drásticamente todo debate sobre las primarias para suceder a un Zapatero que unilateralmente había anunciado su decisión de retirarse y no concurrir a la reelección. Y toda la organización, con disciplina casi militar, aceptó el ‘diktat’, mientras, eso sí, los aspirantes a candidatarse realizaban una más o menos eficaz labor en la sombra.
Ahora, los anuncios no pueden aplazarse ya muchas horas. Tanto Alfredo Pérez Rubalcaba como Carme Chacón, los dos únicos que parecen aún mantener pretensiones sucesorias, se dieron de margen “hasta el día 24” para pronunciarse acerca de sus propias y respectivas candidaturas. Pero ha transcurrido ese plazo y se mantiene el silencio sepulcral, tal vez porque ambos, o sus estados mayores, evalúan aún la magnitud del desastre cosechado el domingo ante las urnas autonómicas y locales: saben que la votación no solamente se refería, en la realidad aunque sí en teoría, a los municipios y regiones. Eran un test para saber lo que, con bastante probabilidad, ocurrirá en las elecciones legislativas de marzo, si es que, contra su voluntad, el presidente Zapatero no se ve obligado a adelantarlas. Y lo que con bastante probabilidad ocurrirá en marzo será, como se ha dicho ya, que el líder del centro-derecha, Mariano Rajoy, se alzará con la victoria e irá a sentarse a La Moncloa.
En estas condiciones ¿quién quiere en el PSOE ser el candidato perdedor? Por extraño que parezca, da la impresión de que tanto Rubalcaba como Chacón mantienen sus candidaturas. Al menos, en este cuarto de hora. Porque se están dando presiones sin cuento para que la ministra de Defensa tire la toalla, haga una expresión pública de apoyo a Rubalcaba y éste se dedique a ‘salvar los muebles’ ante las elecciones de marzo, cediendo luego el paso a alguna figura más joven y menos desgastada, tal vez la propia Chacón. Y, si no, que la dirección federal, con el saliente Manuel Chaves a la cabeza, convoque cuanto antes un congreso del que salga el nuevo líder máximo del PSOE, como últimamente piden algunas voces ifluyentes.
A quienes conocen los complicados entresijos de la política socialista todo este juego de acercamiento-alejamiento entre ambos candidatos a las primarias no deja de provocarles, supongo, una sonrisa entre cómplice y maligna. Quién sabe si, al final, Chacón acabará cediendo y abandonará su pretensión de concurrir a las primarias, como le recomiendan muchos; quién sabe si, por el contrario, se lanzará a una pelea que, para ella, me temo –porque tiene evidentes cualidades de futuro– puede derivar en una especie de suicidio político. Quizá este sábado, cuando se reúne, en medio de una expectativa casi sin precedentes, el comité federal socialista, tengamos una primera respuesta. O quizá no, que todo cabe en esta loca espiral de acontecimientos políticos.
Pero será solamente el inicio del camino. Estos primeros diez días que han conmocionado a un país ya suficientemente conmocionado son apenas un comienzo. Era fácil pronosticar que los españoles vamos a vivir un período de al menos un año plagado de titulares, de acontecimientos, de convulsiones, de cambios –¿para bien?—ante los que en cualquier caso, no conviene que nos sintamos atemorizados. Entre otras cosas, porque van a ser inevitables, y quién sabe si deseables. Parafraseando la frase que hizo famosa la etapa de Bill Clinton en la Casa Blanca, ahora ‘¡es el cambio, estúpido!’.