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Hacia una nueva cultura del litigio

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Por Francisco Caamaño Domínguez

Martes 21 de octubre de 2014

España, por encima de otros países de su entorno con los que comparte cultura judicial, se ha vuelto un caso paradigmático de sociedad en la que los tribunales de justicia se convierten en la primera y última posibilidad de arreglo de diferencias. Los datos del CGPJ –en 2010 se tramitaron más de nueve millones nuevos de asuntos– confirman la consolidación de esta tendencia. Este volumen de conflictividad se convierte en sí mismo en otro de los atolladeros que contribuyen a que la Justicia ofrezca un servicio poco eficiente. Y todo suma. La Administración de Justicia presenta debilidades en numerosos frentes, del que la acumulación de asuntos, y el consiguiente incremento de la duración media de los procesos, es una manifestación más.

Arrastramos unas estructuras y una organización judiciales deudoras del siglo XIX, y de ese entumecimiento se derivan parte de los problemas actuales. No puede ocultarse que la estructura atomizada de nuestros órganos judiciales responde a un diseño de otra época, en el que juzgados y tribunales se organizan en pequeñas oficinas formadas por un juez, un secretario y siete u ocho funcionarios, ahogados en papel e impermeables a los ciudadanos. Oficinas que funcionan como compartimentos estancos en los que se realizan todas las tareas del proceso judicial. Acabar con ese modelo era un primer paso para acometer el Plan Estratégico de Modernización de la Justicia aprobado por el Consejo de Ministros en el año 2009.

Nuestra Justicia precisa más medios tecnológicos, más infraestructuras, más equipamientos, más personal y más órganos judiciales, pero simultáneamente es imprescindible que éstos operen bajo una nueva organización. El nuevo modelo organizativo que introduce la Oficina Judicial distingue claramente dos tipos de actividad: la jurisdiccional, que recae en jueces y magistrados; y la actividad de gestión y tramitación de procedimientos cuya dirección se encomienda a los secretarios judiciales. De este modo se consigue liberar a jueces y magistrados de tareas no jurisdiccionales, para que puedan centrar todo su esfuerzo en la función que les encomienda la Constitución.

La NOJ parte de esa filosofía: reordenar las funciones y reorganizar los servicios a fin de que las tareas comunes como el registro y reparto de los asuntos ingresados, los actos de comunicación o los trámites de ejecución sean gestionados por unidades administrativas más amplias y especializadas que den servicio a varios juzgados.

 

Hay que adaptar las estructuras judiciales

La necesidad de adaptar las estructuras judiciales a un nuevo modelo está también detrás de la creación futura de los Tribunales de Instancia, que sustituirán de modo progresivo a los juzgados tradicionales para dar paso a una nueva organización que optimizará los recursos, racionalizará el trabajo y permitirá la asignación de efectivos en función de necesidades concretas. Al tiempo, se facilitará la consolidación de criterios sobre determinados asuntos, lo que supondrá un avance relevante en cuanto a la unificación de criterios judiciales y el aumento de la seguridad jurídica.

Pero las nuevas estructuras organizativas no son suficientes. Moriríamos en la orilla. Conviene ahondar en vías alternativas a la jurisdicción que se muestran extraordinariamente eficaces en sistemas jurídicos como el anglosajón. Me refiero a la mediación y el arbitraje. Interesa a los ciudadanos implicados, pero también a la sociedad en su conjunto, agotar toda posibilidad de solución extrajudicial de conflictos. Circunstancia que siempre resultará menos onerosa para la convivencia y para la Administración de Justicia.

El programa legislativo que estamos desarrollando también apunta en esa dirección. Trabajamos por una justicia que promueva y favorezca la responsabilidad. En este contexto, es necesario promover mecanismos que responsabilicen a las partes en la solución del conflicto como la mediación y el arbitraje, de modo que el recurso al servicio público de justicia no sea el único modo de resolución de controversias.

El Gobierno ha impulsado ya sendas leyes de arbitraje y mediación. La primera, ya aprobada, tiene por objeto reforzar y potenciar la institución del arbitraje, ampliando el perfil de los árbitros y atribuyendo a la Sala de lo Civil y Penal de los Tribunales Superiores de Justicia la competencia en esta materia.

El Proyecto de Ley de Mediación en asuntos civiles y mercantiles, en tramitación parlamentaria establece, por su parte, un procedimiento sencillo y breve –de una duración máxima de dos meses– de bajo coste y libre de trabas burocráticas en el que se puede llegar a un acuerdo que tendrá el mismo valor y eficacia que una sentencia.

Nuevas estructuras, y vías alternativas al litigio. Pero necesitamos más, aunque acaso, ello nos obligase a reconsiderar previamente puntos de vista teóricos. Me explico. La cultura del litigio ha encontrado un “socio perfecto” en la cultura del recurso que se ha fomentado en exceso en todas las jurisdicciones.

Nuestro sistema judicial ha caído en la trampa de un falso hipergarantismo que permite impugnar la práctica totalidad de las resoluciones dictadas por juzgados y tribunales, más allá del derecho fundamental a la doble instancia en materia penal. Detrás de ello se encuentra la confusión del derecho de acceso al juez con el derecho a los recursos.

La visión del ciudadano ante la Justicia como una persona desprotegida que requiere, garantía tras garantía, barreras protectoras que permitan descartar en todo caso y en toda circunstancia la posibilidad del error judicial, es una perspectiva infundada, porque la Justicia, igual que la medicina, el periodismo, el deporte o la ciencia, es administrada por personas, y por tanto, individuos susceptibles de equivocarse. El error es un lugar de encuentro especialmente humano. No existe campo, al frente del que estén personas, en el que sea posible alcanzar un escenario sin error. El error siempre será una posibilidad, y no importa que establezcamos todavía más instancias judiciales, a las ya existentes, ante las que apelar. Éstas sólo garantizan que para evitar reiteradamente el error pueda provocarse el colapso del sistema.

El Ministerio de Justicia se ha tomado en serio que el derecho de acceso al juez no puede significar un acceso indiscriminado a todas las instancias. Es más, ha dado ya pasos legislativos en esa dirección, con la tramitación de la Ley de Agilización Procesal para las jurisdicciones civil y contencioso-administrativa, en la que se plantea la reducción de trámites y, según el caso, la limitación de algún recurso para que la parte más débil en un conflicto no se vea perjudicada por la capacidad de la más fuerte para prolongar los litigios innecesariamente. Se trata de un paso relevante: difícil, pero necesario.

Por último, no daremos un salto verdaderamente revolucionario mientras no nos dotemos de una nueva Ley de Enjuiciamiento Criminal. No en vano, siete de cada diez asuntos que ingresan en los juzgados y tribunales son de naturaleza penal. En el Ministerio trabajamos para dar ese paso y poder presentar el primer Anteproyecto de Ley reguladora del proceso penal de la democracia española. No será fácil pero, entre todos, podemos y debemos hacerlo.


(*) Francisco Caamaño Domínguez es ministro de Justicia