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Justicia y seguridad en el siglo XXI

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Por Cándido Conde-Pumpido

Martes 21 de octubre de 2014

La verdad es que este título, que para los que ya peinamos canas podría tener una significación futurista, nos enfrenta a la dura realidad de que el futuro ya está aquí, y no solo eso, sino que llevamos diez años y medio de futuro.

De modo que si se trata de lanzar una mirada hacia los problemas de la seguridad y la justicia, naturalmente emparejados, en la idea de vaticinar hacia dónde pueden encaminarse en lo que queda de siglo, y más modestamente en lo que queda de década, y anticipar posibles vías de solución para atajarlos, contamos con la ventaja de no tener que recurrir a las artes adivinatorias. Tenemos, por suerte o por desgracia, indicios sólidos para el análisis, aportados por esta primera década en la que tantas cosas han cambiado, y no han cambiado otras que seguramente deberían cambiar.

En ese sentido, resulta especialmente interesante la ocasión de revisar el juego conceptual de los términos seguridad y justicia. Esas dos nociones se han presentado tradicionalmente como complementarias, y directamente vinculadas a la pretendida dicotomía libertad-seguridad.

Y digo pretendida dicotomía, porque la contraposición de esos términos posiblemente debe ser objeto de revisión cuando estamos hablando de sistemas democráticos. Si se concibe la seguridad como el único marco posible de ejercicio de las libertades, y no como una forma de disciplina impuesta en la vieja concepción del orden público, nos acercamos a un territorio en el que la Justicia está llamada a desempeñar un papel capital.

Es decir, en democracia entendemos por seguridad la creación, mediante leyes que son expresión de la voluntad popular, de un marco preestablecido y fiable en el que los ciudadanos tienen derecho a desenvolverse a sabiendas de cuáles serán las consecuencias de sus actos en su relación con el resto de los ciudadanos y con las instituciones que representan la comunidad formada por todos ellos.

El ciudadano está seguro si sabe qué puede hacer y qué no debe hacer, qué cautelas ha de tomar en relación con determinados actos que pueden generar riesgo para sí o para terceros, y qué consecuencias concretas tendrá cada uno de esos actos. Eso es lo que llamamos seguridad jurídica, y es imprescindible no sólo para preservar la libertad individual de las personas, sino también otros aspectos muy importantes de nuestra forma de vida. Por ejemplo, todo el mundo sabe que la seguridad jurídica es clave, en el ámbito económico y financiero, para la inversión y, en general, para la contratación y la efectividad de las transacciones de bienes y servicios. En suma, sin seguridad no hay -o se reduce extraordinariamente- la capacidad de desarrollo económico de una sociedad.

Y para que la seguridad pueda hacerse efectiva, recurrimos en última instancia a un mecanismo de cierre que denominamos Jurisdicción. Cuando se discute o se cuestiona si las reglas que preservan la seguridad han sido infringidas, si una conducta determinada pone en riesgo o ha lesionado esas reglas de juego, entra en acción la Justicia, cuyo cometido es determinar exactamente lo ocurrido y restablecer la seguridad mediante la aplicación de las medidas que la ley dispone a tal efecto.

Todo esto son evidencias de todos conocidas, pero conviene recordarlas porque la primera reflexión a la que nos debe conducir la pregunta sobre la seguridad y la justicia es la relativa a una posible necesidad de que la Justicia, entendida como Poder Público, revise sus objetivos y sus fines, se mire a sí misma, observe para qué sirve, y en su caso se pregunte para qué debería servir. Y, en tal caso, si los instrumentos de los que dispone, fabricados y puestos a su disposición en un momento histórico determinado, siguen sirviendo en este siglo y en esta década que comenzamos.


Profunda renovación

En ese punto, estoy sinceramente convencido de que tanto los objetivos como los instrumentos de la Justicia, en particular de la Justicia penal de nuestro tiempo y en nuestro país, deben ser objeto de una profunda renovación. No se trata de inventar por inventar, ni mucho menos de poner más ordenadores -aunque por supuesto que hay que ponerlos- sino de asomarse a la ventana y comprobar cómo es el mundo en que vivimos, y qué clase de respuesta espera de la Justicia la gente que habita ese mundo.

Podría hacer un recorrido muy extenso, pero no quiero aburrirles. Tomemos sólo las tres o cuatro cuestiones que, con mayor o menor incidencia en cada instante concreto, podríamos caracterizar como grandes temas relacionados con la seguridad y la Justicia en lo que llevamos de siglo XXI (por eso decía que la experiencia de esta primera década nos puede ser útil).

Por ejemplo, la manifestación más espectacular de la noción misma de la Justicia. La vieja máxima de Cicerón de que las armas cedan ante las togas. Hace unos días estuve reunido con el Fiscal de la Corte Penal Internacional, Luis Moreno Ocampo. El avance de instituciones como ésa, que muchos perciben todavía como insuficiente o simbólico, supone un nuevo planteamiento que, por el solo hecho de ir avanzando en realizaciones prácticas, por lentas o fragmentarias que sean, justifican la esperanza.

La expresión máxima del reflejo de la globalización en el mundo del Derecho, y en concreto del Derecho Penal, es ésa. El Derecho se acepta como sistema de resolución de conflictos intersubjetivos y de problemas del sujeto con la comunidad, con el Estado. El escalón definitivo es la resolución pacífica de los conflictos entre Estados. El desarrollo espectacular de la llamada Jurisdicción Universal, como sustento procesal del Derecho Internacional Penal, del Derecho Penal Humanitario, dista mucho de haber alcanzado un desarrollo plenamente satisfactorio, pero si tomamos como referencia su desarrollo en las dos últimas décadas o incluso, si se quiere, con la evolución iniciada a raíz de la Segunda Guerra Mundial, y lo comparamos con la evolución producida a lo largo de la historia de la Humanidad, creo que, como digo, hay lugar para el ánimo y la esperanza.

Otra cosa es que en ese nivel más elevado ser resuelvan todos los problemas que surgen al paso de un fenómeno apabullante como es el de la globalización. Las grandes soluciones institucionales, la Corte Penal Internacional o los grandes Tribunales regionales, como la Corte Interamericana o el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, abarcan una faceta muy limitada de la realidad jurídica global.

En realidad la globalización -el gran signo de nuestro tiempo- es mucho más que eso. Cualquier conducta, cualquier atentado contra cualquier bien jurídico, cualquier infracción de las reglas de convivencia, opera hoy por hoy potencialmente en un mundo sin fronteras. Desde la pornografía infantil hasta las estafas informáticas, todo es posible en la red, y eso quiere decir que todo es posible en un mundo que ya carece de fronteras para el delito pero mantiene fronteras para la Justicia.

Déjenme apuntar, por cierto, que en el Ministerio Fiscal español somos conscientes de ese hecho hasta el punto de que la semana pasada tomó posesión la nueva Fiscal de Sala Coordinadora para la Delincuencia Informática, y que al mismo tiempo que ella fue nombrada, y ya lleva unas semanas trabajando, una Fiscal de Sala de Cooperación Penal Internacional. Estamos convencidos de que ése es el futuro. El de los próximos veinte años, seguro.

Porque, como decía, las grandes construcciones institucionales no son lo suficientemente ágiles. La persecución de conductas delictivas comunes, enormemente extendidas, que se sirven de la red o se materializan directamente a través de ella, sólo es viable mediante una cooperación ágil, en tiempo real, de los sistemas de Justicia que están establecidos, y que ya funcionan, pero que tienen que reciclarse para abarcar esos nuevos objetivos. La idea de que el Poder Judicial de un país es una manifestación del poder vinculada al concepto de soberanía, es ya tan vieja como el telégrafo.


La amenaza terrorista internacional

Lo mismo que ocurre con la denominada delincuencia informática sucede con otras manifestaciones típicamente globalizadas del delito. El tráfico de drogas, o el terrorismo, ofrecen su cara más amenazante en este nuevo mundo en el que todo se mueve a escala planetaria.

España es un buen ejemplo de esto que digo, pero el mundo es un escenario al que no se puede volver la espalda. Nos pasamos tres décadas luchando contra la irracionalidad de ETA, y de pronto nos descubrimos absortos viendo el derrumbamiento de las Torres Gemelas de Nueva York. Y luego nos hizo temblar la sucesión de explosiones de Atocha.

Del enemigo conocido, hoy casi derrotado, pasamos a la amenaza latente e insidiosa, a la brutalidad masiva sin cálculos de daños ni fronteras de un terrorismo internacional sin una jerarquía clara y con una capacidad de acción basada en el alcance sorpresivo de su movilidad geográfica.

De nuevo la dimensión mundial nos invitaba al trabajo en equipo. El siglo XXI será también el siglo de la colaboración entre los Estados de Derecho, interrumpida o dañada a veces por un peculiar sentido de la libertad de expresión o del interés de la difusión de ciertas noticias o filtraciones, pero al final seriamente útil para evitar graves daños.

En ese campo el reto es el equilibrio. El sometimiento de la acción del Derecho a las propias reglas del Derecho, sin trampas y sin atajos. Por eso, al mismo tiempo que prestamos colaboración plena en la lucha contra el terrorismo internacional comunicamos al mundo nuestra experiencia -me refiero a la experiencia española- de que ni se trata de una guerra que se gane con las armas en un campo de batalla, ni valen los procedimientos expeditivos que al final terminan deslegitimando al sistema que los usa.

Deben saber que la Fiscalía española es pionera y líder en la idea de que la lucha contra el terrorismo internacional sólo es viable por el camino de la extensión, de la mundialización del concepto de Estado de Derecho. Ese es un discurso que hemos ido reiterando y que ha ido calando en todos los numerosos foros internacionales en los que tanto quien les habla, como Fiscal General del Estado, como distintos especialistas de la Fiscalía, hemos intervenido durante todos estos años, en los que poco a poco la comunidad internacional ha ido tomando conciencia de que sin la cooperación no hay salida.

De ahí que, como decía, ésa sea una de nuestras prioridades, como Fiscalía, y pienso que debería ser una de nuestras prioridades como Estado. Consolidar sin complejos y sin reticencias una abierta vocación de colaboración con un concepto de Justicia que supere las fronteras, basado, como hoy no podría ser de otro modo, en la cooperación de los sistemas nacionales.


La lucha contra la mafia organizada

Otro ejemplo excelente, que hace no muchos años parecía una cuestión distante, propia de otras latitudes, es el del uso de los instrumentos del Derecho contra la proliferación de la actividad de las organizaciones criminales. He dicho muchas veces que quizá muchos de nuestros conciudadanos no son conscientes de que hay lugares en el mundo, no lugares remotos y desconocidos, sino lugares donde se habla nuestra lengua y que no distan más de siete u ocho horas de viaje de nuestra casa, en los que grandes organizaciones dedicadas al tráfico de armas, de drogas o de personas están construyendo hospitales y escuelas para configurar un nuevo modelo de sociedad clientelar, ajena al Estado de Derecho -en realidad destructora del Estado de Derecho- en la que asentar su poder geográfico, como base de su poder económico y estratégico. No es ciencia ficción. Están ahí, en México, en Guatemala, comprando grandes activos en Costa Rica… y en la costa española.

No es una broma. Es la concienzuda socavación del Estado democrático y su sustitución por el Estado mafioso, lucrativo, por una sociedad en la que la vida no vale nada y los muchachos de catorce años no dudan en asesinar a una persona a la que no conocen de nada con el solo propósito de acreditar que han matado a un ser humano, y que por tanto cumplen el requisito indispensable para ingresar en una mafia.

No están tan lejos ni son tan ajenos a nosotros. Mueren por las drogas que compramos aquí, y si no pueden vendérnoslas harán lo que les pase por la cabeza para imponernos a nosotros también sus reglas.

La modificación del Código Penal que tuvo lugar el año pasado, siguiendo en buena medida las observaciones y dando cauce a las sugerencias que durante años venían realizando los Fiscales especializados en la materia, ha tipificado expresamente el delito de creación y dirección de organizaciones criminales, así como la pertenencia y la colaboración con las mismas. Ese es un sendero de confrontación con la realidad, de asimilación del mundo en el que verdaderamente estamos. Pero de nuevo hay que añadir que la clave está en que esa reforma legal lo que hace sustancialmente es acercar la legislación española a distintos instrumentos internacionales que persiguen facilitar, por el camino de la homogeneización de la respuesta penal, la colaboración entre Justicias para hacer Justicia, la cooperación judicial internacional para atajar la fácil huida hacia la impunidad que durante décadas ha representado la frontera.


La lucha contra la especulación financiera

Dentro y fuera de la frontera, otro de los retos inaplazables del siglo XXI es el de la clarificación de la relación entre el Derecho y la Economía.

Durante décadas, siglos incluso, determinadas materias han permanecido al margen de la acción de la Justicia, sencillamente porque los parámetros de convivencia se ha ido desarrollando de manera progresiva. No hace tantos años el marido que mataba a su mujer recibía un trato penal favorable, y en buena medida era inconcebible que un juez penal penetrara en lo que se consideraba la intimidad familiar para poner fin a una situación de abuso o de malos tratos.

Por razones sociológicas y criminológicas distintas, pero análogas en cuanto fruto de su tiempo, el funcionamiento del mercado y de la economía no constituyeron tradicionalmente un objeto de atención en el terreno de la Justicia Penal, más allá de la protección primaria del patrimonio. El derecho de propiedad, stricto sensu, desempeñó de hecho el papel protagonista en los Códigos Penales del siglo XIX y en buena medida del siglo XX.

La revolución conceptual abierta por los llamados delitos de cuello blanco aún en nuestros días constituye en la intención de muchos un cuerpo extraño. Todavía hay juristas -por supuesto, todos abogados defensores de esta clase de delincuentes- que proclaman sin sonrojo que el Derecho Penal no debería penetrar en el ámbito de los negocios o de las finanzas.

Sin embargo, podemos, como proponía hace un rato, asomarnos a la ventana y ver dónde estamos. Basta una consigna de un despacho de influencias situado en un ignoto punto de algún rincón de la city londinense, o de Wall Street, para que un movimiento especulativo perfectamente orquestado ponga en riesgo la economía de un país entero.

Es sencillo como jugar al ajedrez: se anuncia la debilidad de un Estado que no tiene capacidad de devaluar su moneda ni de negociar determinados tipos de inversiones financieras, se le obliga así a pagar más por el crédito que recibe, por esa vía se le conduce a una situación cercana a la quiebra técnica, y cuando no puede pagar se renegocian las condiciones en que otros -que sí son solventes- pagarán, aún mucho más cara, porque hará falta más crédito para esa deuda. El gran negocio ha concluido, y no hay más que volver a empezar. El país se puede llamar Grecia o Portugal -por ahora no se llama España- y el escenario resbaladizo en el que se le hace patinar se llama euro. Una moneda del futuro, a la que alguien se olvidó de ofrecerle una protección del futuro.

Los especuladores norteamericanos que dieron lugar al origen de la actual crisis financiera están en la cárcel o se han librado de ella reintegrando estratosféricas masas patrimoniales que previamente habían acaparado. Su moneda y su economía cuentan con resortes de protección que son capaces de hacer efectivo el modelo clásico en un terreno moderno.

El Derecho Penal -habíamos estudiado en la facultad- constituye la reacción más severa de la comunidad frente a los ataques más graves que sufren sus bienes jurídicos más preciados. Y eso es lo que hace el Fiscal Federal norteamericano cuando se pone en riesgo el bien jurídico colectivo sin el cual los demás dan poco juego: el de la propia supervivencia de la organización social, hoy identificada con el concepto de mercado.

En cambio, aquí el mercado se contempla como una especie de Gran Hermano que puede hacer tambalearse nuestras vidas, enviar al paro indefinidamente a nuestros hijos o quebrar nuestro sistema de pensiones, y no hay mecanismo de reacción. Ni norma penal que clara y directamente proteja esos valores, personificados en el sistema financiero y en la moneda que lo sustenta, ni una autoridad fuerte, reconocible, institucionalmente establecida capaz de articular, desarrollar y ejecutar una resolución basada en el derecho, que ponga coto a esas conductas e impida su consecuencias nefastas. Ni prevención especial, ni prevención general.


Un Ministerio Fiscal europeo

Ese sí que es un buen problema de nuestra seguridad y de nuestra justicia en el siglo XXI. Y más nos vale ponernos en marcha para atajarlo.

El tratado de Lisboa contempla la posibilidad de crear a partir de Eurojust una Fiscalía europea con el fin de proteger penalmente los intereses financieros de la Unión.

Es posible que ahora muchas voces afinadas en el diapasón del nacionalismo de corto recorrido se han quedado afónicas al comprobar que los intereses financieros de la Unión no son ni más ni menos que los intereses financieros de cada uno de los miembros de la Unión, porque en fin unos quiebran y los otros pagan, es posible -digo- que las melifluas actitudes de aplazamiento a un incierto futuro, o incluso las oposiciones radicales a “tan horrible” cesión de soberanía (como si no hubiéramos cedido ya precisamente la que hace falta para no poder actuar cada uno por su lado), empiecen a ceder.

Ahora se habla de un Ministerio de Economía europeo, y no es mala idea quizá; pero el Ministerio Fiscal europeo no es cuestión de hablar, es cuestión de poner en marcha ya lo que dice el Tratado de Lisboa. Y si para 2015, mejor que para 2020, o como he dicho muchas veces, cabe la posibilidad de que cuando los sesudos eurócratas se pongan de acuerdo con los encopetados tiburones de las finanzas, ya no haga falta Fiscal alguno, porque no haya intereses financieros que proteger. La primera vez que lo dije, hace un par de años, parecía un chiste. No sé si alguien tendrá ganas de reír ahora.


Una Justicia globalizada

En suma, es evidente que el primer y fundamental gran reto de la Justicia en el siglo XXI es entender que la nueva dimensión global del mundo es un fenómeno al que la Justicia no puede permanecer ajena. Ni en su funcionamiento, ni en su organización.

Hace poco leía las declaraciones de una personalidad del mundo jurídico que hablaba de un nuevo modelo de proceso penal, diciendo más o menos que, puesto que el sistema actual de garantías se había demostrado que funcionaba bien, para sustituirlo por otro habría que demostrar que iba a funcionar mejor, por lo que -venía a decir- parecía más razonable realizar los concretos cambios necesarios en el sistema vigente que emprender una gran transformación.

Yo me pregunto, volviendo al símil de la ventana, a qué ventana se asomarán quienes así piensan, para decir que el sistema que tenemos funciona bien. Funciona lo menos mal que puede funcionar, gracias a que los Jueces y los Fiscales, y los demás que trabajan en el mundo de la Justicia, reinventan literalmente cada día el sistema mismo para mantenerlo en pie.

Pero me cuesta aceptar que funciona bien un sistema en el que los jueces se dedican a preparar -si quieren, por su cuenta- la acusación o la defensa que otros tienen que formular, sin más control previo que su propia opinión de su propio trabajo y sin más control posterior que el que llegará cuando lo hecho ya no tenga remedio. O que funciona bien un sistema en el que los jueces y los fiscales, y los secretarios, y los funcionarios de los juzgados y las fiscalías, con el sueldo que les pagan los ciudadanos, se dedican a tramitar cinco millones de supuestos procedimientos al año, de los que al final terminan con una acusación poco más de trescientos mil. Me cuesta creer que funciona bien un sistema en que para decidir si ha de autorizarse o no la entrada en un domicilio, sin consentimiento de su morador, o para permitir que se intervenga su teléfono, un Juez no puede acudir a la ley, que de nada le servirá, sino que tiene que ponerse a estudiar veinte o treinta sentencias del Tribunal Supremo y el Tribunal Constitucional. Me parece que hablábamos de seguridad y justicia. No me parece un ejemplo de seguridad jurídica.

En fin, me parece milagroso que funcione bien un sistema en el que la ejecución de las penas está prácticamente huérfana de regulación, o en el que todo el proceso penal parece terminarse y acabarse con el acto iniciático de la imputación, en el que el juez baja al terreno de juego y se pone enfrente del acusado, para acto seguido pretender trasladar al conjunto de la sociedad que la base de su actividad es su independencia, y la manifestación de su independencia es la imparcialidad en el proceso. Que se lo digan al sujeto contra el que dirige la imputación -incluso en contra del criterio de los acusadores, a veces- o que se lo digan a las víctimas en el caso contrario, cuando decide -y es Juez, con el peso que esa condición tiene cuando de decidir se trata- que es inocente y archiva el caso, también sin que nadie se lo haya pedido.


El papel de la instrucción

Prácticamente todos los países del mundo, incluso los que alguna vez tuvieron ya este sistema, han llegado a la conclusión de que no funciona bien. Lo han pensado, y han decidido que no, que prefieren otro, en el que el acusador acusa, la defensa defiende, y el juez arbitra la contienda y decide, al final, quién ha aportado más convincentes razones para decidir si el sujeto ha de ser sometido a juicio o no.

Yo no descarto que todos esos países se hayan equivocado en su análisis y nosotros tengamos un sistema mejor. Lo que digo es que ellos lo han discutido y lo han decidido, y nosotros en más de treinta años de vida constitucional no hemos tenido ocasión de estar delante de un texto que nos permita discutir sabiendo de qué hablamos.

Más bien somos especialistas en dar palos de ciego, manejando unos pocos lugares comunes que sirven para cubrir el expediente cuando pregunta el periodista de turno. No hace mucho hemos vivido un espectacular ejemplo: una noticia de prensa sobre la existencia de un texto de ley de enjuiciamiento criminal, que el Ministerio de Justicia tiene redactada, daba lugar a inmediatas y categóricas reacciones de sólidos juristas que reunían una característica común: que ninguno de ellos se había leído ni una línea del texto.

Pues bien, leerse ese texto -para lo que sería por cierto conveniente que el Ministerio de Justicia de una vez lo haga público- y los que puedan venir detrás de él, con la firme voluntad de cambiar un sistema que, lamento informarles, no funciona nada bien, puede ser una buena tarea para empezar la segunda década del siglo XXI. Y hacerlo, además, con ganas, porque también por esa vía el siglo XXI nos puede poner en aprietos.

Y, no se olviden, el siglo XXI ya no es el futuro. Es parte, incluso, de nuestro pasado más reciente, del que deberíamos aprender hacia dónde y cómo mirar.

De que acertemos depende nuestra seguridad, nuestro bienestar, el desarrollo de nuestras vidas y el futuro de nuestros hijos, porque ya habíamos quedado en que la garantía de la seguridad es, cuando todo se pone mal, cosa de la Justicia.


(*) Cándido Conde-Pumpido es Fiscal General del Estado.