El desarrollo histórico del llamado “Estado Autonómico” o Estado de las Autonomías ha sido la sucesión de episodios diferenciadores, fundamentalmente a partir de las llamadas nacionalidades históricas, y de periodos homogeneizadores, que venían a reequilibrar la distribución de competencias y de su financiación a través de leyes marco.
A esa homogeneización ha escapado Canarias. Y no sólo porque desde el Archipiélago ultraperiférico nos resistiéramos a la armonización, sino también por la razón inversa: los territorios continentales no podrían nunca organizarse como otro fraccionado en siete islas (ocho habitadas).
Y es interesante enfocar las cosas al revés, desde otro punto de vista, situándose en el lugar del otro, para entender que las demandas de autogobierno de Canarias no son un mero capricho, como a veces dan a entender algunos analistas, que ven en la organización autonómica de España incluso una de las causas de la profunda crisis actual.
En la relación con España, ha sido la realidad y el sentido común los que han ido imponiendo a lo largo de la historia la singularidad de Canarias, mucho antes de la Constitución de 1978. Eso no implica que haya sido fácil, porque con cada nueva administración entrante en el Estado los canarios hemos tenido que ejercer un cierto proceso pedagógico que recordara el porqué son inviables en Canarias muchas políticas continentales. Y que refrescara y pusiera en valor el tipo de organización político-administrativa peculiar y el régimen especial de adhesión a la UE, que mantenemos junto con el resto de las siete regiones ultraperiféricas de Europa.
Baste un ejemplo de actualidad. Si ahora se ponen en cuestión las diputaciones provinciales, es bueno recordar que Canarias fue la única comunidad autónoma no uniprovincial que, de alguna forma, abolió hace casi treinta años, cuando entró en vigor su Estatuto, las dos “mancomunidades provinciales”, que eran su equivalente en las islas. En realidad, apenas habían funcionado, porque no respondían a lo que es una realidad esencial y radical en una comunidad archipielágica: la isla.
El equivalente a la diputación era un diseño artificial que nos adelantamos a suprimir, con buen y unánime criterio. Y optamos por reforzar los Cabildos, con mucha más potencia y capacidad que las actuales diputaciones [incluso que la mayor de ellas, la barcelonesa].
¿Quiere ello decir que si ahora se opta por eliminar las diputaciones habría que hacer lo mismo con los Cabildos en Canarias?
Sería un gran disparate que nadie, con un mínimo conocimiento de causa, se atrevería a proponer. Y no solo por su arraigo popular, sino por la eficacia demostrada a lo largo de la historia. No en vano comenzaron siendo los “ayuntamientos” únicos de cada isla.
El ejemplo ilustra bien sobre el peligro de las tentaciones unificadoras a las que asistimos en lo que parece ser el inicio de un periodo “centrípeto” en la organización de este país, cuando se busca hacer una especie de borrón y cuenta nueva, centrando la atención en algunos fallos y olvidando la enorme contribución autonómica al progreso experimentado en los últimos treinta años.
Algunos pretenden cerrar el modelo autonómico sin tener en cuenta que no todas las comunidades han revisado sus estatutos. Miran desde Madrid la paja en el ojo ajeno y no caen en la cuenta de otras deficiencias más “céntricas”. Como es, por ejemplo, la permanente incapacidad para la reforma del Senado, como espacio auténtico de encuentro entre los territorios con la administración central, de forma que se le dote de innovadoras funciones, más allá de una cámara de segunda lectura.
En las reformas globales de las administraciones públicas que los tiempos imponen habrá que afinar en los detalles de cada uno y no imponer trazos gruesos a todo el mundo. No hacerlo sería tanto como arrasar con hechos diferenciales que han permitido históricamente a Canarias ser un territorio muy avanzado en comparación con su entorno africano. Y, más recientemente, equipararnos a la renta europea media en términos de poder de compra.
Los canarios nos hemos esforzado siempre por conciliar nuestras legítimas aspiraciones de un autogobierno archipielágico, atlántico y ultraperiférico (tres condiciones inexistentes en ninguna otra autonomía) con la lealtad constitucional e institucional que todos debemos a nuestras grandes leyes básicas.
La geografía, elemento determinante
En el caso de Canarias y Baleares, la geografía se añade como un elemento absolutamente determinante. Como unas circunstancias que lo condicionan todo -la historia, el presente y el futuro- y que hacen imposible trasladar miméticamente muchas políticas continentales a territorios que son más que insulares. Porque son archipielágicos. Con los problemas que la doble insularidad comporta en las islas más pequeñas, y que en el caso de Canarias son además ultraperiféricos, con las dificultades añadidas por la lejanía.
Cuando se quieren buscar los efectos negativos del modelo autonómico nadie cae en la cuenta, por ejemplo, de que con un modelo centralista las cinco islas canarias menos pobladas hubieran permanecido en su histórica postración; ya que el Estado nunca llegó a tener otra presencia efectiva en ellas que no fuera la militar, ahora residual.
Hasta hace escaso tiempo existía una gran coincidencia en considerar que el Estado de las Autonomías ha sido uno de los factores claves en el avance del país en las últimas tres décadas, junto a la democratización de las instituciones y nuestra entrada en Europa.
Desde los Reyes Católicos, en Canarias mantenemos un progresivo grado legislativo de reconocimiento diferencial, fruto de un pacto implícito con la Corona, que tardó siglos en mejorarse. De haberse aplicado a Canarias la uniformidad, muy posiblemente hubiera corrido la misma suerte que las colonias americanas anexionadas por esos mismos reyes. No fue solo la menor lejanía de la Península lo que mantuvo a Canarias en el ámbito español.
Desde el siglo XVI, la Corona de Castilla había reconocido nuestra singular condición, dotando a las islas de especificidades comerciales y fiscales. Este reconocimiento se manifestó, posteriormente, en normas como el Real Decreto de Puertos Francos en 1852, la Ley de Puertos Francos de 1900, actualizada en 1973 y 1994 en su expresión actual: la Ley del Régimen Económico y Fiscal de Canarias. La Constitución, el Estatuto de Autonomía y los tratados constitutivos de la Unión completaron un reconocimiento diferencial sin el que hoy seguiríamos siendo tierra de miseria y emigración.
Para muchos españoles el hecho diferencial canario se centra sobre todo en la hora menos, o en el buen clima, porque cada día lo constatan en los informativos; o lo disfrutan a menudo en sus vacaciones o escapadas en cualquier momento del año. Y sin embargo, siendo eso cierto, nada es -permítanme la paradoja- más alejado de la realidad.
Porque nuestro principal diferencial es estar en África, a 100 kilómetros de la costa sahariana y a casi 2.000 kilómetros de la capital del Reino. Nuestra superficie terrestre es pequeña, pero muy extenso el espacio comprendido en su perímetro total. Tanto como para abarcar en sus aguas territoriales, en las aguas que ya podemos llamar canarias, a la suma de las superficies de Cataluña, País Vasco, Asturias y Galicia. Casi nadie suele pensar en esas amplitudes, que además han de ser recorridas en barco o en avión.
Y pocos son conscientes de que estamos doblemente alejados: del resto de España y entre las siete islas. Somos un Archipiélago con necesidades de accesibilidad, movilidad y suministro que difícilmente pueden imaginarse en un continente.
Porque los sistemas insulares tienen características específicas que los hacen absolutamente distintos a los continentales. Y si hay en España un pueblo o territorio en donde esas diferencias se hacen más que patentes, ese territorio es el canario. Además, a la insularidad del Archipiélago se suma la lejanía: hay más distancia entre Canarias y Cádiz que entre Madrid y el Reino Unido. Y es también un emplazamiento entre tres continentes, lo que nos ha conferido a lo largo de la historia un relevante papel como cruce de caminos entre diferentes culturas.
Cuando se habla ampulosamente de la necesidad de la unidad de España (ahora más de “unidad de mercado”) pocos caen en la cuenta de que en la parte más meridional de Europa difícilmente podemos contribuir a esa unidad si no conseguimos primero la unidad de mercado y de convivencia de Canarias. Nuestro objetivo esencial perseguido durante siglos.
La continuidad territorial de la España peninsular lo facilita. La fragmentación y lejanía de Canarias lo obstaculiza enormemente. Por eso aspiramos a poder gestionar conjuntamente un sistema de telecomunicaciones y de comunicaciones por tierra, mar y aire que nos acerque a los canarios entre sí, a los españoles continentales e insulares, a los europeos de toda condición. Y que convierta a Canarias en esa plataforma tricontinental históricamente esperada. Porque sólo con las técnicas actuales y unos mayores márgenes de autogobierno interno puede ser posible.
Cuando expresamos estas aspiraciones es para estar más unidos nosotros y más cerca de todos los españoles y europeos; y para que desde Canarias todos podamos cooperar más y mejor con África y América.
Pero, curiosamente, antes de que logremos introducir en el bloque constitucional español la nueva percepción de Canarias como archipiélago atlántico y ultraperiférico, han sido los propios tratados constitutivos de la Unión Europea, el proyecto de Constitución Europea y el Tratado de Lisboa los que se adelantaron a consagrar la ultraperificidad de Canarias como un nuevo concepto político que va más allá de lo que expresa la Constitución Española o el Estatuto de Autonomía de Canarias. En ambos textos se reconoce el tradicional Régimen Económico Fiscal de Canarias, pero no se indica que toda una serie de políticas estatales deberán modularse cuando se apliquen en un territorio ultraperiférico como Canarias, como se expresa claramente en el acervo comunitario.
La mayoría de los españoles desconoce que España se adhirió a la UE con dos modelos. Hay un modelo común para la Península y Baleares, igual al resto del continente. Y hay un modelo reconocido a Canarias y a otras seis regiones ultraperiféricas francesas y portuguesas que nos confiere una manera de estar sensiblemente diferente en Europa.
Un modelo que supone que las políticas de transportes, de telecomunicaciones, de comercio interior y exterior, de energía, de fiscalidad o cooperación con países vecinos tendrán -por justicia y solidaridad- que recoger en su desarrollo iniciativas de compensación a esa desventaja de partida que sufrimos los insulares.
Nuestra aspiración es conseguir ese mismo reconocimiento en el bloque constitucional español, en la Constitución y en el Estatuto de Autonomía de Canarias. Constituiría una incongruencia tremenda no hacerlo. De no ser así, Europa sería más comprensiva con las necesidades de Canarias que la propia España.
Lo fundamental del Estatuto de Autonomía de Canarias se hizo desde la inexperiencia democrática y autonómica. Se basó en estatutos de otras comunidades autónomas, más atentos a las realidades continentales. En la actualidad, en cambio, en Canarias, en España y en Europa se es más consciente de las nuevas oportunidades y de la potencialidad de un autogobierno más ajustado a las condiciones específicas de Canarias. Ahora hemos de actuar en consecuencia.
Porque podemos adelantar un futuro mejor si se nos posibilita organizarnos como archipiélago atlántico, con más capacidad para configurar un sistema de transportes más adaptado a nuestra realidad, para relacionarnos mejor con nuestros vecinos africanos, para proteger y trabajar mejor en nuestro mar.
Desde la diversidad de partida, la aspiración común de todos es el acceso a la igualdad de oportunidades independientemente del lugar de procedencia o residencia. La geografía no debe impedirlo. Solidaridad e igualdad de oportunidades son los elementos que garantizan la cohesión interna del país más que ninguna norma.
No es bueno que avancen pautas desintegradoras e insolidarias en España. Pero tampoco se ha de confundir la idea de unidad nacional con la de uniformidad nacional. No ha de buscarse la armonía mediante la armonización de realidades tan radicalmente diferenciales como Canarias.
Los canarios conocemos bien la fórmula que conjuga unidad y pluralidad, porque hemos de emplearla cada día en la complejidad interna del Archipiélago. Creemos que ése es el doble reto. Y no esperamos menos del espacio español y europeo.
(*) Ana Oramas es Portavoz de Coalición Canaria en el Congreso de los Diputados