La garantía de permanencia de la monarquía en el futuro de un país como España, que no posee un sentimiento monárquico muy arraigado entre los ciudadanos, depende de la propia institución, especialmente de los que la representan. De su capacidad de seducción, de conectar con la gente, de crear una imprescindible empatía que transmita la sensación a los ciudadanos españoles de que la familia real les representa verdaderamente y se identifica con sus anhelos, esperanzas y problemas, depende el que este país siga siendo un reino o, antes o después, se plantee su transformación en una república.
En estos momentos, hay una gran diferencia entre las dos corrientes de opinión mayoritarias que existen en la sociedad española: por una parte la que cree que la monarquía es un sistema obsoleto, anacrónico, fuera de lugar y que aporta poco a los ciudadanos, que es la sostenida por las generaciones más jóvenes. Frente a esta postura, está la que piensa que la monarquía ha sido el vehículo perfecto para un pueblo a veces tan atrabiliario como el español, tan dividido en posiciones antagónicas difíciles de compaginar y tan necesitado de un poder neutral y moderador en momentos claves para mantener una convivencia armónica.
Defendida ésta por personas más maduras y de mayor nivel intelectual. A estas dos tendencias, bien definidas ambas, se suma la indiferencia por el sistema de estado de una gran masa de personas, de nivel intelectual medio o bajo, a quienes les da igual que España sea una monarquía o una república ya que lo que les preocupa es hallar soluciones concretas a sus problemas económicos agudizados por la crisis económica actual.
El sentir de los jóvenes
Si se profundiza un poco en lo que piensa la gente joven de este país, si se habla con ellos acerca del sistema de estado adoptado hace ya casi cuatro décadas y consagrado en la Constitución de 1978, la impresión es poco favorable a la fórmula de monarquía parlamentaria que es la misma que rige en un significativo número de países con un alto nivel de calidad de vida del continente europeo.
Lo que sí es cierto es que las personas de menor edad de nacionalidad española no ha vivido tan de cerca la transición española y no saben valorar el papel crucial que desempeñó el rey Juan Carlos para llevar a buen puerto el proceso de democratización de un pueblo después de casi cuarenta años de régimen dictatorial y autoritario. E incluso los que sí reconocen ese mérito de don Juan Carlos, creen que eso ya pertenece al pasado y que ahora la Familia Real ya no tiene un papel importante que desempeñar.
En las últimas encuestas del Centro de Investigaciones Sociológicas, CIS, los menos afectos al sistema monárquico son los jóvenes de entre 18 a 25 años, una edad asociada sociológicamente a los momentos de máxima rebeldía e inconformismo de la vida de las personas. Pero sin embargo y paradójicamente, los jóvenes de ese corte de edad son los que menos pegas presentan para que el proceso de sucesión funcione correctamente y el Príncipe de Asturias se convierta en Rey cuando su padre desaparezca.
La duda sobre la utilidad de la monarquía en la actualidad que se plantean las generaciones jóvenes incluye una pregunta crucial: ¿para qué sostener y pagar los gastos de una institución que sólo sirve para aparecer en los actos oficiales, allá en la distancia, sin que exista una proximidad, una cercanía que nos haga sentirlos como útiles, necesarios e incluso, imprescindibles?
Por mucho que alguien les explique que el futuro rey de los españoles, el Príncipe Felipe, es una persona capacitada para ejercer el papel de Jefe de Estado cuando don Juan Carlos desaparezca, que lleva su espíritu de servicio a España en el ADN, que está mentalizado con que no se le van a tolerar pasos en falso cuando desempeñe su condición de monarca, eso no es suficiente para hacerles ver la funcionalidad de la institución de la Corona española.
De ahí que la principal preocupación entre los responsables de la Casa de S.M. el Rey desde hace ya unos años es dar a conocer más en profundidad la figura del heredero, mostrar más sus cualidades humanas, su forma de pensar, su talla política y conseguir que don Felipe proyecte una imagen de más cercanía con los ciudadanos. En definitiva, que la capacidad de empatía que siempre ha caracterizado al Rey, su padre, se incorpore a la manera de ser de su hijo. Sin que eso quiera decir que tenga que imitar a don Juan Carlos en su trato llano y campechano, algo que es inherente a su carácter. Pero sí que el pueblo perciba al Príncipe Felipe como alguien que es capaz de sentir y padecer con ellos, que sepa compartir sus momentos de alegría y los de tristeza, que no lo vea como alguien que pone barreras, que establece distancias que podrían ser muy negativas para el futuro del próximo monarca.
La garantía de la Constitución
A pesar de la incertidumbre que algunos círculos de opinión se empeñan en señalar sobre lo que pasará en España el día que falte don Juan Carlos, las personas sensatas recuerdan siempre que lo previsible es que ese día se ponga en marcha el mecanismo constitucional y se apliquen las leyes incluidas en la Carta Magna que establecen con total precisión los pasos que hay que dar para que el Príncipe suceda a su padre como Jefe de Estado. Pensar que no se cumplan esos mecanismos es no tener la más mínima confianza en una leyes que se elaboraron por consenso por los representantes de las fuerzas políticas presentes en el parlamento y que fueron refrendadas en consulta popular por una mayoría amplia de españoles.
A propósito de la vigencia y legitimidad plenas de la Constitución, que algunos políticos y grupos sociales ponen en cuestión con el argumento de que los jóvenes que no tenían la mayoría de edad en 1978 no pudieron votarla, hay que recordar que la Carta Magna es la base legal del sistema político de un país y, por tanto, su vigencia no depende que haya sido votada por cada una de las generaciones nuevas que se incorporan a la vida pública. A ningún norteamericano, por ejemplo, se le ocurriría exigir algo tan peregrino como que los jóvenes de cada generación tuvieran que votar su Constitución para refrendar su plena vigencia. Una Constitución que, por cierto, se elaboró hace más de dos siglos y que ha sufrido desde entonces muy pocas enmiendas.
La práctica totalidad de los constitucionalistas da por sentado que en España funcionarán las previsiones institucionales y la sucesión en el trono y la Jefatura del Estado se producirá de forma ordenada y sin mayores sobresaltos. Lo cual, claro está, no quiere decir que la Constitución española no pueda ser reformada sino que, incluso, hay artículos que urgen ser modificados lo antes posible para acabar con una clara injusticia.
La discriminación de las mujeres en la sucesión
Lo que es éticamente impresentable y estéticamente vergonzoso que persista es la discriminación contra las mujeres en la sucesión al trono español, presente en uno de los artículos del título referente a la Corona y que hay que confiar que desaparezca antes de 2020. El artículo que establece la preeminencia de los varones por encima de las mujeres a la hora de ser rey es una antigualla que debe ser corregida lo antes posible.
Es cierto que la modificación de la Constitución precisa de una mayoría muy amplia, las tres cuartas partes de la Cámara, para llevarla a cabo y que, hasta ahora, el permanente enfrentamiento de los dos principales partido políticos presentes en las Cortes han hecho imposible esa modificación.
Con ese pretexto, la eliminación de esa desigualdad se pospone una y otra vez y no se aborda con coraje y valentía por las fuerzas políticas que, por lo que se ve, no pueden aparcar sus diferencias ni siquiera en un caso como éste en el que, en el fondo, están todos de acuerdo. O al menos eso es lo que manifiestan cada vez que se les pregunta por el tema pero ahí, dormido en los laureles o arrumbado en algún cajón perdido, se queda el acuerdo ya que nadie da el primer paso para cerrar esta flagrante injusticia de una vez por todas.
¿Tienen futuro las monarquías en una Europa unida?
Si hay una institución que ha sobrevivido al paso del tiempo, pese a tener que nadar a contracorriente en muchas ocasiones, esa ha sido la monarquía. El secreto radica posiblemente en la capacidad de adaptación a las circunstancias de cada momento que les ha hecho ponerse las pilas y reaccionar justo cuando han visto amenazada su supervivencia. Porque si sus defensores hubieran mantenido contra viento y marea la concepción de los reyes como seres designados por la voluntad divina, depositarios de un poder omnímodo del que abusaron en muchas ocasiones y sin que nadie se atreviera a discutirles sus decisiones, fueran acertadas o no, la institución monárquica hubiera desaparecido de los cinco continentes y habrían sido sustituida por otras formas de gobierno.
El primer aviso serio se produjo con el estallido de la Revolución Francesa, en 1789, fecha que marca en los libros de Historia el inicio de la Era Moderna. Ahí, perdieron la batalla y también la cabeza los reyes franceses Luis XVI y María Antonieta y fue una llamada de atención seria para el resto de las monarquías europeas. La advertencia surtió efecto en otras naciones, cuyos monarcas se dieron cuenta que la única máxima aplicable en aquellos tiempos era aquella tan clásica de “renovarse o morir”. Y se renovaron, por supuesto, ya que ahí empezaron a ceder poderes paulatinamente hasta llegar a la era actual en la que la fórmula en los países más avanzados es la de monarquía parlamentaria, en la que el papel de la Corona es muy limitado. Tan sólo mantienen íntegra su labor de representación nacional, especialmente de cara al exterior, con lo cual se han convertido en unos embajadores de lujo de sus propios países. Una labor que, por regla general, bordan ya que han sido educados desde la cuna para desempeñar esa función con una soltura y eficiencia notables.
La existencia de una Europa unida de verdad, en la que haya un presidente con plenos poderes, parece que se compagina poco con la pervivencia de las monarquías en cada uno de los países europeos. Pero hoy los tiempos juegan a favor de los monarcas de los distintos reinos ya que la plena integración europea va despacio en cuanto a la renuncia a la propia identidad de cada nación, algo que se ha puesto de manifiesto en la designación de políticos de perfil bajo y poco conocidos como máximos responsables de las instituciones europeas. Hay quien ha aventurado que la reticencia del Reino Unido a la idea de una Europa federal está causada por su temor a que esa unión plena significara la desaparición de la monarquía británica, vinculada hace siglos a la esencia misma de Gran Bretaña.
El futuro de la monarquía en España
Es más que conocida la afirmación de expertos y profanos de que los ciudadanos españoles son juancarlistas más que de arraigada convicción monárquica. Y puede que sea verdad pero habría que intentar ahondar más en la aseveración citada. Puede ser que lo que refleja es la idea de que en España, para ser aceptada, la corona tiene que ganársela cada rey con el sudor de su frente. No vale con ser de familia real, haber jurado en las Cortes, estar muy bien preparado o hablar muchos idiomas, aunque eso facilite las cosas a la hora de comunicarse con mandatarios extranjeros.
En España, la supervivencia de la monarquía está ligada a ganarse la confianza de los ciudadanos, a dejar de lado cualquier atisbo de arrogancia, a tener un espíritu de servicio las 24 horas del día, a admitir que no existe vida privada, a saber que el gozar de una serie de privilegios es algo por lo que tienes dar permanente las gracias. Y a renunciar a cualquier tipo de reivindicaciones, normales en cualquier otro ciudadano, pero inadmisibles en una institución que tiene que ganarse el puesto día a día. Se trata de superar lo que algunos comentaristas han llamado un plebiscito permanente. Porque si no lo superan, y además con nota, como dice don Juan Carlos con su probado sentido del humor, los botan. Sí, escrito así con b, que en los países iberoamericanos quiere decir que los echan fuera. Como si ya no sirvieran para nada.
El ejemplo de don Juan Carlos y doña Sofía está ahí, como referencia permanente para todos. Ellos han hecho posible lo que parecía algo inalcanzable en el momento en el que el general Francisco Franco murió, cuando al Rey Juan Carlos le atribuían tan poco futuro en este país que se le añadió un apelativo junto a su nombre y que no era otro que “el breve”. La desconfianza era total y absoluta hacia el sucesor elegido por el dictador, un joven príncipe que pareció durante años haber aceptado dar continuidad a aquel sistema político tan anómalo como fue el denominado Movimiento Nacional. Venciendo todos los obstáculos y rompiendo las reticencias de izquierdas, derechas y centro, el Rey pilotó un cambio que parecía totalmente irrealizable, secundado en todo momento por la reina Sofía, que ha hecho siempre un papel impecable. Pero ese tipo de actuaciones son las que crean vínculos indestructibles entre un pueblo y el representante máximo de la corona, una forma de estado tan democrática como cualquier otra.
Si la monarquía en España será capaz de sobrevivir o no, si el sucesor de don Juan Carlos logrará crear ese tipo de vínculos indestructibles con los ciudadanos es un enigma. De Felipe de Borbón, de su capacidad de generar confianza entre el pueblo depende el futuro de la corona española. Dadas las circunstancias y antecedentes históricos, seguro que merece la pena darle un voto de confianza.
(*) Carmen Enríquez es periodista y autora de los libros "Juan Carlos I, embajador de España", "Un año en la vida de la familia real", "Tras los pasos del Rey" y "Doña Sofía, la Reina habla de su vida", entre otras muchas publicaciones