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Igualdad 2020: Cohesión y crecimiento

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Por María Teresa Fernández de la Vega

Martes 21 de octubre de 2014

Decir que vivimos tiempos de cambio suena a moneda gastada. Hace ya años que venimos escuchándolo. Pero aunque la expresión es la misma, las razones y la dirección de ese cambio son otras. En 1989, que para algunos marcaba el fin del siglo XX, la caída del muro coincidía con la entrada de la globalización en la escena mundial y la revolución tecnológica. Cambios con los que esperábamos consolidar y mejorar todo aquello que habíamos ido construyendo a lo largo de las últimas décadas, señaladamente un modelo característicamente europeo de sociedad basado en la solidaridad y la cooperación.

Pero con aquellos cambios llegaron también, o más bien redoblaron sus voces, los defensores de la desregulación a ultranza, los que estigmatizaban cualquier norma que impusiera límites a la libertad del mercado. Esa defensa del libre mercado irrestricto, y su éxito, nos ha llevado al mercado y a todos al precipicio.

Hoy comprobamos que lo que creíamos sólido y dábamos por supuesto se muestra inestable y se pone en cuestión. Esta crisis extensa, profunda, está derribando seguridades y está generando desencanto, desconfianza y desafección hacia la capacidad de acción colectiva de nuestras sociedades.

En esta situación hoy es más necesaria que nunca la reflexión. Si queremos preservar las bases sobre las que hemos construido nuestro bienestar compartido debemos la que estamos viviendo nos obliga a replantearnos las grandes preguntas que guían la vida colectiva ¿qué cosas tienen valor y deben ser preservadas? ¿Qué debemos priorizar en la acción pública? En definitiva, ¿qué queremos ser como sociedad?

De donde venimos: el modelo social europeo y las políticas de igualdad

Si volvemos la vista atrás, creo que podemos encontrar respuestas a estas preguntas. Si tomamos la gran crisis del siglo XX que fue la II Guerra Mundial, vemos que la respuesta que dieron los países de una Europa arrasada, pero también, a su propio modo, los Estado Unidos, fue fortalecer la sociedad, fortalecer los lazos de solidaridad entre los ciudadanos a través del establecimiento de un conjunto ambicioso de políticas públicas que sentaron las bases del estado de bienestar. El medio elegido para restablecer la paz sobre bases más duraderas fue apostar por más sociedad, priorizar las soluciones públicas a los males y riesgos que afectaban a la sociedad. Beveridge, uno de los padres fundadores del Estado de bienestar, afirmaba que el Estado de bienestar era el medio para combatir los “cinco gigantes”: la Necesidad, la Enfermedad, la Ignorancia, la Miseria y la Desocupación. En los últimos 50 años se ha ido tejiendo una vigorosa red de seguridad que ha protegido a las personas frente a los riesgos de quedar enfermos, no tener empleo, quedar excluidos socialmente o desamparados durante la vejez. Este conjunto de políticas sociales constituyen el núcleo en torno al cual hemos construido nuestras sociedades contemporáneas de progreso y bienestar. Un conjunto de políticas de marcada raíz socialdemócrata que dan identidad a lo que se ha dado en llamar el modelo social europeo.

Pero el conjunto de derechos sociales que se han ido reconociendo y que conforman esa red de seguridad social y económica de los ciudadanos no puede darse, simplemente, por supuesto y asentado frente a cualquier cambio. En relación con los derechos sociales, como también con los derechos civiles y políticos, cada generación tiene que defenderlos como si acabara de conquistarlos. No podemos caer en la inercia, que debilita la fuerza de los derechos. Hay que defenderlos en cada momento adaptando su contenido y forma a los cambios sociales, a las nuevas necesidades, a las circunstancias cambiantes.

Hoy esa defensa de los derechos sociales y de las políticas sociales que les dan forma y contenido es más necesaria que nunca. Porque de esta crisis, como de las que hemos sufrido con anterioridad, sólo saldremos con más sociedad, esto es, reforzando los mecanismos de solidaridad, reafirmando la prioridad del interés público frente al privado y fortaleciendo las políticas que garantizan la cohesión social.

En los tiempos fundacionales del modelo social europeo, la derecha, básicamente articulada en torno a opciones democristianas, participó del consenso socialdemócrata en torno al Estado de bienestar. La Alemania de Adenauer como la de Kohl más tarde, o la Francia de De Gaulle, participaron activamente en la implantación de políticas sociales. Hoy la derecha ha ido dejando de lado aquellos compromisos y se ha alineado con las tesis neoliberales que propugnó señaladamente Margaret Thatcher en los años ochenta. Para la Dama de Hierro el lema de su política era la afirmación de que “no existe la sociedad, sólo individuos y familias”; un individualismo combativo para el que cualquier tipo de política social constituía una restricción ilegítima de la libertad individual. Las consecuencias de esa política neoliberal son conocidas: un aumento exponencial de las desigualdades sociales y un consecuente debilitamiento de la cohesión social. Un modelo social que sólo beneficia a los que más tienen y perjudica a todos los demás. Como ha demostrado un reciente estudio de dos científicos británicos (Richard Wilkinson y Kate Pickett: Desigualdad. Un análisis de la (in)felicidad colectiva, Turner, Madrid, 2010) las sociedades más desiguales son las que presentan una mayor presencia de problemas sociales que afectan directamente a la calidad de vida de las personas como enfermedades mentales, menor esperanza de vida, obesidad, embarazos no deseados, violencia, fracaso escolar o ausencia de movilidad social. Para los autores los datos estadísticos correlacionan desigualdad y problemas sociales e “indican que reducir la desigualdad es la mejor manera de mejorar la calidad de nuestro entorno social y, por consiguiente, la calidad real de vida”. Por ello, su conclusión es clara: “la igualdad es el pilar sobre el que ha de construirse una sociedad mejor”.

Vivir en una sociedad sin desigualdades y cohesionada añade valor a la vida de las personas: la dignidad y la autonomía de los hombres y mujeres no depende de sus propias fuerzas o de los medios con los que cuenten, sino que es igual para todos porque el Estado, los poderes públicos, despliegan políticas que aseguran las condiciones para que la libertad y la igualdad sean reales y efectivas.

Igualdad, bienestar, cohesión social, equidad, movilidad social, oportunidades, protección son conceptos sin los cuales no podríamos pensar nuestra sociedad. El reto de la próxima década es mantener esos conceptos vivos y llenos de significado.

Dentro del conjunto de esas políticas la promoción de la igualdad entre hombres y mujeres juega un papel central. Las políticas de igualdad de género no forman parte de la lógica mayorías/minorías sociales sino que se proyectan sobre los efectos (negativos) que produce un factor como el sexo que es un criterio que de manera universal divide a toda la sociedad. En este sentido, por su repercusión sobre el conjunto social, las políticas de igualdad son políticas estructurales. Durante los próximos años debemos seguir avanzando en igualdad por razones de justicia y por razones de utilidad: una sociedad con igualdad real y efectiva entre hombres y mujeres es una sociedad justa, pero también una sociedad que sabe aprovechar todo el talento y el esfuerzo de la mitad de su población es una sociedad más productiva y que genera más riqueza.

Los retos de la igualdad en el horizonte del 2020

La estrategia “Europa 2020” de la Unión Europea para lograr un crecimiento inteligente, sostenible e integrador tiene como uno de sus principales objetivos conseguir que al final de la década el 75% de la población entre 20 y 64 tenga un empleo. Para ello, una de las prioridades es eliminar las barreras al acceso del mercado laboral que padecen las mujeres. Así lo ha proclamado el Consejo de la Unión Europea de 7 de marzo de 2011 al adoptar el Pacto Europeo por la Igualdad de Género (2011-2020). La Unión se compromete a impulsar políticas para eliminar las desigualdades de género en el ámbito del empleo y de la protección social, incluida la brecha salarial, promover un mejor equilibrio entre la vida profesional y privada de mujeres y hombres y combatir todas las formas de violencia contra las mujeres.

Es un compromiso europeo que apunta en la dirección correcta y que debe ser seguido por los Estados miembros, en particular, por España. Nuestro país durante los últimos años ha realizado avances muy significativos en materia de igualdad entre hombres y mujeres. En estos años se ha creado un auténtico derecho anti-discriminatorio en el que se combinan medidas reactivas frente a las conductas lesivas de la igualdad con medidas pro-activas y preventivas mediante las que se busca cambiar la fuerza de la inercia histórica de dominación y desfavorecimiento hacia las mujeres.

Este nuevo derecho anti-discriminatorio está formado por dos leyes emblemáticas como la ley contra la violencia de género y la ley de igualdad entre hombres y mujeres y ha venido acompañado de un amplio conjunto de medidas de promoción de la igualdad en el trabajo, las administraciones públicas, la educación, la seguridad social, etc.

Se ha avanzado pero la intensidad del compromiso y el esfuerzo en la puesta en marcha de estas políticas debe estar a la altura del carácter estructural de la discriminación por razón de género. Si no continuamos y profundizamos en la lucha por la igualdad no venceremos al “enemigo”. Un “enemigo” que está profundamente enraizado en pautas culturales y que muchas veces por su extensión resulta invisible. La discriminación hacia la mujer, en palabras del Tribunal Constitucional que merecen ser reproducidas, es consecuencia de “una arraigada estructura desigualitaria que la considera como inferior, como ser con menores competencias, capacidades y derechos a los que cualquier persona merece” (STC 59/2008, fundamento jurídico 9).

La tercera ley del movimiento de Newton declaraba que a toda acción se opone una reacción igual. Si no continuamos los avances en igualdad, si bajamos la guardia, corremos el riesgo de perder las posiciones ganadas porque el carácter profundamente arraigado de los prejuicios sexistas ofrece una fuerte resistencia.

En los próximos años hay que seguir trabajando para conseguir aumentar la tasa de empleo de las mujeres. Hemos pasado del 25,1% en 1986 al 52,3% en 2010 pero todavía en ese año el diferencial con la tasa de empleo masculino era de 12,5 puntos. Además, la brecha salarial persiste: las mujeres cobran por término medio un 16% menos que los hombres por hora trabajada. Conseguir corregir esos desequilibrios no sólo reduciría la discriminación sino que, como señalan varios estudios, comportaría un incremento sustancial del PIB.

Hay que avanzar, y notablemente, en la presencia de mujeres en los puestos de decisión económica. Un reciente documento de la Comisión Europea ha situado el incremento de la participación de las mujeres en el proceso de toma de decisiones de las empresas en la vanguardia de la agenda para los próximos años basándose en el convencimiento de que más mujeres en los centros de decisión contribuye a aumentar la productividad (Comisión Europea: Report on Progress on Equality between Women and Men in 2010. The gender balance in business Leadership, 2011).

Y la lucha contra la violencia de género debe seguir concitando los esfuerzos de todos porque es el ataque más brutal a los derechos humanos, a la libertad y dignidad de las mujeres.

Mantener la igualdad en el centro de la preocupación pública

Sin igualdad no hay cohesión, bienestar y paz. La igualdad es una cuestión troncal en un modelo de sociedad avanzada. Pero además de ser una cuestión de principios es una cuestión, fundamentalmente de políticas, acciones y medidas. Todo ello requiere esfuerzo y compromiso.

Cuando se critican las medidas de acción positiva a favor de las mujeres afirmando que no son necesarias porque aquellas que tengan méritos suficientes llegarán, se está cerrando lo ojos al carácter estructural de la discriminación. Tomada a la letra esta argumentación tiene una consecuencia perversa: si las mujeres que están donde están es por sus solos méritos, quienes no han llegado es porque carecen de ellos. Y sabemos, en cambio, que mujeres con talento y capacidades sobradas no han podido ni pueden acceder a determinadas posiciones debido a un conjunto más o menos invisible de prácticas, conductas y roles que se ha dado en denominar el “techo de cristal”.

Los datos sobre el número de mujeres que ocupan puestos de responsabilidad en cargos públicos o en los puestos de dirección de las  empresas, sobre las diferencias salariales por trabajos de igual valor o sobre el reparto de las responsabilidades familiares son pertinazmente elocuentes: a la sociedad española le queda todavía un buen trecho para lograr la igualdad efectiva entre mujeres y hombres. Recorrerlo exige seguir tomándose en serio la igualdad.

Las políticas de igualdad van dirigidas a que la mitad de la población se incorpore plenamente a la sociedad, en todos sus niveles. Cualquier retroceso en ellas significará reducir la base de nuestra sociedad y, también, de nuestra economía. Todos los retos pendientes en igualdad son imprescindibles para conseguir una economía productiva y competitiva, sostenible en el tiempo.

La crisis y los cambios que está comportando están configurando una nueva era. Estoy segura de ello, tan segura como de que esa nueva etapa o se abre con las mujeres o no será para bien.


(*) María Teresa Fernández de la Vega ha sido vicepresidenta primera del Gobierno, ministra de Presidencia y portavoz del Gobierno hasta el 21 de octubre de 2010.


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