En 48 horas, las que van de la madrugada oficial del 20 de noviembre a la mañana del 22 de ese mismo mes de hace 43 años, los españoles pasamos de estar gobernados por una Dictadura militar que duraba 36 años a una Monarquía de Democracia orgánica que cambiaría con increíble rapidez la historia de nuestro país.
Aquellos dos días con sus kilométricas colas para ver el cadaver embalsamado de Francisco Franco antes de trasladarlo al Valle de los Caídos, y la toma de juramento al nuevo Rey ante aquellas Cortes en lo que hoy es el Congreso de los Diputados por parte del que era presidente de las mismas y presidente del Consejo de Regencia, Alejando Rodríguez de Valcárcel, hacían casi imposible pensar que en menos de dos años se iban a celebrar unas elecciones con el Partido Comunista concurriendo a las mismas.
El Generalísimo, al igual que había ocurrido antes con Jose Antonio Primo de Rivera, fue cayendo en el olvido año tras año, y el 20N pasó a ser una fecha sin memoria para la gran mayoría de los españoles. Desde luego para los que hoy tienen menos de 40 años. La Dictadura se quedó bajo la lápida de la gran losa de la Basílica que domina Madrid pese a que los rescoldos estén cobrando vida por obra y gracia de los deseos del actual gobierno de Pedro Sánchez de sacar los restos sin que sepa muy bien dónde colocarlos.
Este 20N, que se ha celebrado de forma anticipada con misas en varias iglesias de España - muy pocas - y con un escaso peregrinaje al Valle, tanto por el escaso fervor de los que añoran los 36 años de gobernanza del Generalísimo, como por las inclemencias del tiempo, coincide con unas elecciones en Andalucía, con una larga y tediosa crisis constitucional y estructural en Cataluña, con una alarmante desafección de los ciudadanos hacia el “cuadro de mandos” de cualquier país desarrollado, moderno y democrático ( desde la política a la judicatura pasando por el sistema financiero y el papel de los sindicatos ) que es el encargado de mantener las normas legales y justas que sirven a los ciudadanos para evitar la ley de la selva.
Un año después de la muerte de Franco, en el funeral que marcaba el aniversario, se celebró una gran misa en el Valle de los caídos presidida por los jóvenes Reyes que debían desprenderse del “atado y bien atado” con que los franquistas más acérrimos y menos monárquicos creían poder controlar “al heredero a título de Rey” con el que el jefe del estado había designado a Juan Carlos un 29 de julio de 1969 tras mandar una carta a Estoril al “infante Don Juan” en la que le comunicaba que se saltaba el orden dinástico y que no iba a reinar en España.
Seis años más tarde se cumplían las previsiones. Da igual que Franco muriera el 19 o el 20 de noviembre y que se movieran las fechas para hacerlo coincidir con la del fusilamiento de Jose Antonio en la cárcel de Alicante en 1936, apenas cuatro meses después del inicio de la Guerra Civil. Con la corona y el cetro real sobre una banqueta forrada de terciopelo delante del que dejaba de ser Príncipe para convertir el palacio de La Zarzuela en una fuente de poder, Juan Carlos I devolvía a la familia Borbón al centro de la esfera pública de España.
Ahora que algunos pretenden poner en cuestión y revisar lo que conocemos como Transición convendría que, llevados por el afán histórico tan saludable, se pararan a pensar y a preguntar por aquellos años a los que los vivieron en primera persona y a todos los que asistimos incrédulos a la velocidad del cambio. Con generosidad por parte de todos, de los que cedían el poder y de los que llegaban a él; de los que se consideraban vencedores de la contienda civil y de los que saliendo derrotados aspiraban a que se les reconocieran sus derechos históricos.
Mal se encuentra nuestra España si en lugar de debatir lo que queremos que sea en el siglo XXI en un mundo mucho más complejo y difícil, nos dedicamos a discutir sobre lo que no debería haber pasado, pero que pasó y que durante 36 años dejó su huella entre la aceptación de la mayoría de los españoles. Esa es la verdad dolorosa: Franco murió en la cama de un hospital, envejecido y enfermo pero no derrotado como les pasó a Hitler y Mussolini. Tener presente esa diferencia puede que nos evite cometer errores.