No se trata tan sólo de determinar si la violencia que se produjo buscó colapsar las instituciones y cambiar las leyes, tendrá que determinar el tribunal que juzgue a los hoy encarcelados o huidos si traspasaron con sus palabras, más que con sus hechos, esa línea que separa la sedición de la rebelión. No será un debate técnico entre juristas tal y como aparece en las interpretaciones que se han hecho desde el minuto uno. Son ya los proyectiles electorales que va a utilizar nuestra clase política.
La sentencia será la primera pero no la última pues es fácil pronosticar que habrá recursos por ambas partes sea cuales sean las penas, que no tienen que ser iguales en su consideración para todos los enjuiciados. Puede que los jueces consideren que unos cometieron sedición y otros rebelión dependiendo de los comportamientos que tuvieron y del puesto que ocupaban. Se moverán entre los ocho años - en la menor de las penas posibles - y los quince que aparecen dentro de la sedición; y los treinta - la mayor de todas - que contempla la rebelión agravada.
La fiscalía mantiene el delito de rebelión mientras que la abogacía contempla en sus conclusiones la sedición. Las dos instituciones que son jerárquicas y dependen del gobierno de turno se mueven en un arco real y penal de quince años. Y ese tiempo es esencial para medir la estancia de los acusados en la cárcel. Salvo que aparezcan los indultos directos y personales, la calificación final que aparezca en las sentencias permitirá a algunos estar en la calle en tres o cuatro años.
Si estuviéramos hablando de rebelión y sedición como lo hicimos en el 23-F, sin la inevitable referencias a las elecciones que se van a celebrar en cascada en el plazo máximo de año y medio, todo se reduciría al tiempo de castigo de unos delitos evidentes, públicos y demostrables al cien por cien. Pero están las urnas y los deseos políticos de los partidos y sus dirigentes de utilizar otra vez a Cataluña como arma con la que combatir al adversario en cada una de las convocatorias. Lo harán los partidos de alcance nacional y los de ámbito autonómico. Desde la derecha del PP y Ciudadanos para hablar de “entreguismo” del gobierno de Pedro Sánchez a cambio de los votos que recibió en la moción de censura, un “pago en diferido” que estaría haciendo el líder del PSOE para mantenerse en La Moncloa y sacar adelante los Presupuestos Generales de 2019.
En el lado contrario, con el socialismo y los apoyos de las distintas confluencias que se agrupan en Podemos e Izquierda Unida, se insistirá en que se trata de aplicar los criterios legales que marca el ordenamiento jurídico y que la violencia que se produjo aquel uno de octubre no se puede calificar de rebelión. Incluso que lo hubo fue una manifestación política en la calle acompañada de declaraciones en sede parlamentaria que en ningún caso debería tratarse con el código penal.
Nuestra clase política está atrapada en varias telas de araña. La más constitucional y estructural a nivel del Estado es la de Cataluña, con varios “arácnidos” moviéndose por ella, desde Puigdemont a Arrimadas pasando por Torra, Sánchez, Rivera, Casado e Iglesias. Las moscas, por desgracia, somos todos los ciudadanos y no solamente los que viven en Cataluña. Y el primer ejemplo lo vamos a ver y vivir en el territorio más alejado de nuestra esquina noreste.
La tranquilidad de la que deberían gozar los magistrados que formen el tribunal es una quimera. Estarán bajo la presión constante de las encuestas políticas, de los resultados electorales y, sobre todo, de los miles de artículos y opiniones que se se viertan en los medios de comunicación. Incluso es más que probable que el comisario más famoso de nuestro tiempo aparezca por medio a través de alguna de las grabaciones que estaban en su fonoteca.