El rey Juan Carlos saluda a Felipe González en presencia de Pedro Sánchez durante el funeral por Rubalcaba.
Miércoles 24 de junio de 2020
Quedaban en pie, tras la muerte de Adolfo Suárez, dos grandes protagonistas de la historia de España de los últimos 45 años, Juan Carlos I y Felipe González. Sin ellos no se entiende al país que tenemos hoy, con lo bueno y malo que se cuestiona cada día. Su destrucción pública va unida a otra más importante: la Constitución de 1978.
Detrás del concepto de “nueva normalidad” creado y repetido miles de veces desde el Gobierno de Pedro Sánchez, está la intención de trasladar a los españoles la idea de que ha “nacido” una nueva España. Sin la crisis del Covid 19 se habría intentado por otros caminos. Todo lo vivido hasta noviembre de 2019 es historia y se tiene que quedar para lo libros y los estudiosos. Mejor desde una perspectiva muy crítica para que la “normalidad” se construya con otros materiales y no con los que se tuvo que hacer tras la muerte del Dictador.
Sin Juan Carlos I no se habrían celebrado elecciones generales constituyentes en 2017, no se habría promulgado la Constitución de 1978, ni la izquierda habría gobernado este país durante 23 años, uno más que la derecha, si contamos los siete años de Carlos Arias Navarro, Adolfo Suárez y Leopoldo Calvo Sotelo, a los que hay que sumar los ocho de José María Aznar y los siete de Mariano Rajoy. Por el lado de la izquierda están los 14 de Felipe González, los siete de José Luís Rodríguez Zapatero y los dos que llevamos de Pedro Sánchez.
Y si sorprendió en 1977 que el Partido Comunista de Santiago Carrillo y Dolores Ibárruri se pudiera presentar a las elecciones, una vez legalizado y regresados a España sus principales dirigentes, no menos se puede decir de la presencia en el Gobierno de cinco ministros que representan, hoy, en Unidas Podemos al antiguo PCE. Con parecidas declaraciones de protesta y de malos augurios por parte de los sectores más conservadores de esta país.
La “nueva Monarquía” que inauguró Juan Carlos necesitaba un Ejecutivo de izquierdas y ese papel lo hizo a la perfeción el PSOE de Feliepe González, desprovisto ya de su caracter marxista. Rey y primer ministro constuyeron el relato que ha llegado hasta hoy. Destruirlos como símbolos de esa España es condición indispensable para abordar el cambio constitucional que se pretende.
Es verdad que Juan Carlos siempre tuvo tres grandes obsesiones desde su juventud y que dos de ellas le han llevado a la condena social y política de estos días, el dinero y las mujeres, pero la primera, la creación por primera vez en nuestro país de una Democracia estable, con forma de Monarquía, no le quita los pecados pero sí el reconocimiento de esa gran virtud. Interesada, pero que nos ha servido para evitar la pronosticada violencia que señalaron algunos.
En el caso de Felipe González aparece la creación y utilización del GAL como “arma” contra la violencia de ETA en los años más duros del terrorismo. Era imposible que aquella “organización” que tuvo a los policias Amedo y Dominguez como “jefes” pudiera formarse y mantenerse al margen del poder político. Se utilizó la violencia fuera de la ley contra la violencia contra la ley. Ese y no su vida posterior, muy pegada al dinero y a las relaciones con los poderosos, es el punto débil al que se agarran los que buscan destruir su papel en la historia de España.
Queda el objetivo final, la meta del gran cambio, la futura base de la “nueva normalidad”. Una situación que nos lleva a los problemas que tuvo que afrontar e intentar resolver la penúltima de nuestras Constituciones democráticas, la de 1931. Son tremendamente parecidos a los que se abordaron en 1978, desde la concepción del estado, que evitó en ambas ocasiones el término federal para definir a España com estado autonómico; y con muy parecidas actitudes por parte de los independentistas catalanes y vascos, que buscaban entonces y ahora presionar al Estado con Estatutos autonómicos independientes dentro de una República Federal.
Lo que hicieron Artur Más, Carles Puigdemont y Oriol Junqueras con Rodríguez Zapatero y Mariano Rajoy ya lo intentó Frances Macià con Manuel Azaña y Julián Besteiro; y si desde el PNV y Bildu se reivindica Navarra como una de las “partes” del territorio vasco, eso mismo lo hizo José María Leizaola. Para comprobar que todo se repite, en la mayor parte de los casos para mal, los intentos de “independencia autonómica” dentro de la República de Cantabria, Aragón, Andalucía y Valencia quedaron suspendidos por el estallido de la Guerra Civil.
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