SOCIEDAD

La invasión de los cayucos que asusta a España

Tur Torres | Jueves 05 de noviembre de 2020

Los cayucos que llegan a las playas de Canarias han cambiado los rostros de los inmigrantes que llegan a esa flota de portaaviones de tierra que hace de puente hacia la ansiada Europa. Parten de los puertos de Mauritania con total conocimiento y permiso de las autoridades. Son la punta de lanza de una invasión planificada. De problema han pasado a convertirse en un peligro para España y para Europa.



Nada tienen en común con sus antecesores en la huída del Continente africano. Aquellos afrontaban la muerte en el mar llevados por la desesperación y la falta de un futuro para ellos y sus familias. Arrostraban la travesía de las escasas millas que separan ambas costas. Hombres, mujeres y niños que huían del hambre y que llegaban a las playas de Andalucía y Levante sin fuerzas para andar.

Venían en busca del Paraíso europeo. Aquí, en su flanco sur, había comida, asistencia sanitaria, y en el peor de los casos, aún teniendo que sobrevivir vendiendo en los paseos y en las playas los bolsos y camisetas falsos de las grandes marcas, ese día a día era mucho mejor que el que les ofrecía su país de origen.

Ya no son los desesperados a los que las concertinas de arena del Sahara les intentaban impiden subir hacia el Mediterráneo desde los suburbios de Bamako, Niamey o Djamena. Hombres, mujeres y niños que se atrevían con el desierto más grande del mundo en busca del Paraíso europeo.

Era una huída del hambre con mayúscula, de la guerra, de las enfermedades y lo hacían con unos pocos dólares en los bolsillos, los justos para pagarse un asiento húmedo y frío en una patera o para sobrevivir unas semanas mirando los seis metros de una alambrada cosida con diminutas cuchillas de acero que les abrirán las carnes como un tributo a sus ansias de libertad.

Libertad para conseguir un futuro, libertad para encontrar un trabajo, libertad para que sus hijos no fueran devorados por la enfermedad y el hambre. Se ponían un hatillo al hombro y descalzos o con las sandalias gastadas por miles de horas caminando por los secarrales y las dunas que unen Marruecos con Mauritania, Malí, Chad y Níger comenzaban la conquista de su propio e inexistente " El Dorado".

Llegaban a Melilla tras recorrer más de 4.000 kilómetros y miraban al mar. Ciento setenta, doscientos esfuerzos más y podrían comer todos los días y beber agua sin contaminar; ir a un hospital y parir a sus hijos. Vender pañuelos de firma falsos y gafas de firma falsas y bolsos de firma falsos en las playas o en las calles de las grandes ciudades antes de que la policía se los arrebatara para volver a empezar. Podían buscar un mal trabajo, mal pagado, en los campos de plástico de Almería, que la construcción ya no existe. Y vivir en tiendas de campaña o en pisos patera pero vivir.

Sus sueños, ahora y con la pandemia de Covid como acelerador de sus males, se desvanecen entre las ruinas de una sociedad del bienestar que desaparece arrastrada por las sucesivas tormentas de una crisis financiera organizada, creada y explotada por los mismos que cogieron el cartabón y diseñaron un Continente imposible. Por eso, ya no vemos a niños y mujeres bajando de los cayucos, ya no son los pasajeros de las pateras. Llegan jóvenes dispuestos a pelear por su propio lugar en la mesa.

Si Europa les tenía miedo, de la misma manera que se lo tiene a los que son como ellos pero con otro color en sus caras, ese miedo, esa desconfianza, se ha agravado por el miedo a los contagios, pero sobre todo por el miedo a la religión y la forma de ver el mundo que les acompaña.

A los que llegan por mar y a los que cruzan las fronteras invisibles desde los viejos suburbios de Bucarest, Sofía o Tirana. Allí, durante unas decenas de años, les hablaron de otro Paraíso hasta que se derrumbó el cartón piedra en el que estaba pintado. Otra Europa que se hizo con tanques y firmas de papel tras dejar que murieran millones de personas, que se destruyeran ciudades y que el hambre de buscar en los campos y en las tiendas unas lentejas con piedras y bichos fuera una de las tareas obligadas cada día en las casas de los perdedores.

Recorren las mismas rutas que se crearon hace mil años. Sus pasos componen la misma melodía del acordeón de la miseria. Sus manos aprietan los mismos botones de las concertinas que ya tocaban los abuelos de los abuelos de sus abuelos. Pueden contar la misma historia de parecidas violencias. Estaban y están dispuestos a pagar un precio por vivir en los suburbios del Paraíso, para alimentar con su sudor y sus esperanzas las fiestas de los otros, de los que aparecen en la televisión y en las revistas pagando ellos mismos su propio tributo.

Ahora ya no se les quiere en los sótanos de la civilizada Europa. Se han convertido en materia desechable, en una enzima que dificulta la digestión de la crisis económica. Su papel, sus trabajos, sus sueldos tienen otros destinatarios que no tienen el color negro en la piel, ni han atravesado desiertos, ni vivieron en el perdido y falso Paraíso oriental de la otra media Europa. Ya no son la mano de obra barata, ya no hacen los trabajos que nadie quiere, ya no son los únicos que acuden a los comedores sociales o tienen que ver como sus hijos se alimentan gracias a la solidaridad de los que viven a su alrededor. Se han convertido en competidores, pugnan por la misma supervivencia, pelean por el mismo futuro. Por eso, desde los mismos tronos de cemento y acero en los que se sienta el poder, se envían a los mensajeros acorazados de los guardianes del orden, de su orden, con un bando de cuatro palabras escritas en rojo y negro: Prohibido viajar al Paraíso.


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