El titular de Sanidad ha demostrado a lo largo y ancho de once meses, con la fiel ayuda de Fernando Simón, que puede mentir con absoluta tranquilidad, que es capaz de decir una cosa hoy y otra totalmente distinta mañana, que es capaz de adelantar el futuro y olvidarse del pasado en una misma comparecencia. La filosofía que estudió en la Universidad de barcelona antes de, consabido master en el IESE, la ha incorporado a la medicina con absoluta tranquilidad.
Quiere que los españoles nos vacunemos por encima de todo. Es lo que le han dicho unos, sin que admita la más mínima duda de los otros. Los otros son poco menos que criminales, unos desalamados que están contra la ciencia y la razón. Son los apóstoles del negacionismo. Todos los que cuestionan la distancia de seguridad del metro y medio, salvo en loos transportes públicos; los que dudan de la necesidad de la mascarilla cuando andan pero que desaparece si te sientas a comer o tomar una cerveza a escasos centímetros del que permanece en pie. Ese 60 por ciento de españoles que declara que no tiene ninguna gana de vacunarse en estos momentos, que piden que los dirigentes políticos den ejemplo y se inyecten las nuevas fórmulas de Pfizer y Moderna ante el resto de ciudadanos.
El ministro Illa tiene un encargo que le consume por dentro y por fuera. Se le nota más cada día en ese flequillo que se desploma como un ala muerta sobre su frente. Se percibe en sus ojos, que se hyunden en las órbitas y giran dentro del cristal de sus gafas. Era feliz con su cargo en el PSC, con su postura frente a los nacionalistas de su tierra, y creyó alcanzada la perfección política cuando Pedro Sánchez le eligió como ministro. La culpa de su evidente dolencia psíquica la tiene el Covid19.
Habrá tenido lo tentación de dimitir y alejarse del foco que le abrasa más una vez, perro ni le han dejado, ni le van a dejar. ¿Quién querría ahora sentarse en la silla de Illa?. Nadie. Menudo potro de tormento. Mentir en política puede que sea una costumbre pero al ex alcalde de La Roca del Vallés, que subió y subió en el partido de los socialistas catalanes de la mano de Miquel Iceta, le debe costar litros de sudor y lágrima. Se le nota. Lo hace por creer que es una obligación política, sabiendo que su obligación social sería otra.
Es un defensor agotado que tendrá secuelas, sin duda. Muchos meses de poner la cara frente a las cámaras para explicar lo que no sabe explicar, de soltar argumentos que apenas se sostienen, de poner la verdad oficial por encima y por debajo de la verdad real, de asumir palabras que le deben repugnar a su inteligencia. Si mira hacia atrás sin ira recordará que su libertad personal la dejó metida en un baúl de su pueblo cuando aceptó entrar en el juego de los cargos y soñó con ser un día el tercer socialista que ocupara el sillón de mando de la Generalitat de Cataluña.