Conviene y mucho recordar lo ocurrido hace seis años, cuando en apenas once meses un desconocido parlamentario, concejal y profesor universitario de 43 años llamado Pedro Sanchez se convirtió en secretario general del PSOE, como primer paso para ser elegido, en el arranque oficial del verano de 2015, candidato de su partido a la presidencia del Gobierno.
No era el más joven en conseguirlo - José Luis Rodríguez Zapatero lo consiguió con 40 y Felipe González con 32 - pero allí comenzó una escalada, con pendiente de descenso incluida, que le llevaría a convertirse en el tercer socialista inquilino de La Moncloa.
Su partido tuvo menos votos que nunca en las elecciones municipales y autonómicas del 24 de mayo de aquel año. Menos votos que no impidieron que los socialistas recuperasen una gran parte del poder institucional que perdido en 2011 gracias a los pactos con las fuerzas políticas situadas a su izquierda. Pactos difíciles pero que ya adelantaban lo que pasaría cinco años más tarde entre el PSOE y Unidas Podemos, entre Sánchez y Pablo Iglesias. Los adversarios en las urnas se veían obligados a repartirse el poder como única forma de cerrar el paso a la derecha que parecía imbatible bajo la batuta de Mariano Rajoy.
Todo puede parecernos muy lejano e incluso poco ejemplar de cara a lo que sucedió más tarde, incluida la daga-fuga del destituido secretario general de los socialistas por un complot interno, que no haría sino poner las bases para su posterior regreso y con un poder equiparable al que tuvieron Felipe González y José Luís Rodríguez Zapatero. Los breves “reinados” de Joaquín Almunia y Alfredo Pérez Rubalcaba no cuentan.
Para celebrarlo y sin pérdida de tiempo Pedro Sanchez rompió con la hasta entonces escenografía republicana y tricolor de sus siglas. Recuerdo aquel gran escenario a la americana, con una enorme bandera roja y gualda presidiendo el acto, toda una declaración de intenciones para el futuro.
El líder del PSOE utilizaba la enseña nacional para situarse en el centro político, desmintiendo a Mariano Rajoy y a los suyos en sus ataques de un supuesto radicalismo y emulando lo que ya hizo en 1977 Santiago Carrillo con la bandera, la Monarquía y el Partido Comunista.
Nada de colores de la guerra civil, nada de recuerdos de las dos Españas, una sola Nación y País identificados en la bandera que representaba a la dinastía Borbón. Aquel gesto era el primero de los muchos que han ido acompañando a Pedro Sánchez en su carrera política. La imagen se convertía en más poderosa que el fondo o la idea que la sustentaba. El mensaje era visual, entendible, dirigido a las capas sociales e ideológicas que no votaban socialista y mucho menos comunista.
Pedro Sanchez quiso convertir al Partido Socialista en el Partido Demócrata norteamericano. No era el primero en intentarlo. Felipe González quiso hacerlo hace 30 años, hasta con elecciones primarias abiertas a los que no tenían el carnet del partido. El equilibrio de fuerzas en el interior del PSOE se lo impidió. Alfonso Guerra ya no era el número dos y el duo Narcís Serra- José Bono aspiraba a la sucesión.
La crisis económica que se había gestado hasta los fastos de 1992, con la Exposición Universal de Sevilla y los Juegos Olímpicos de Barcelona estalló y hasta el Rey Juan Carlos tuvo que intervenir para convencer a Felipe de lo inadecuado de su intento. La crisis del socialismo debía esperar.
No era el tiempo de los cambios y todo aquel andamiaje se quedó en el baúl de los recuerdos. Sanchez lo quiso desempolvar pero con sordina. No estaba dispuesto a celebrar auténticas primarias, entre otras poderosas razones por la falta de candidatos alternativos, y por la estructura interna del PSOE en sus Federaciones que impedían, de hecho, que los ciudadanos pudiesen participar de forma activa y directa en la elección de sus candidatos.
Pasaba en el PSOE y pasaba en el resto de formaciones políticas. No siquiera la ilusión del 15M lo consiguió. Basta con echar un vistazo al panorama de los partidos políticos en este final de 2021. La democracia interna, bien entendida, se construye sobre la base de los deseos del líder.
Lo que hizo el secretario general del PSOE fue declararse abiertamente socialdemócrata, olvidarse de los buenos - malos resultados electorales de mayo y escenificar su elección de candidato por encima de los que le habían apoyado en esos once meses, de los que le habían criticado y de los que habían conspirado para derribarlo. Lo hizo y lo volverá a hacer tantas veces como crea necesario. Es una estrategia personal y electoral y una táctica que ha estado encarnada en la persona que se convirtió, de forma sorprendente, en su jefe de Gabinete, Ivan Redondo. Incluso el cambio de personas y la crisis de Gobierno, con los “perdones” hacia aquellos que habían sido sus amigos y compañeros en el viaje hacia el poder, obedecen a ese mismo principio que expresara el profesor canadiense Marshall McLuhan y que nos recordaban de forma continua a los estudiantes de periodismo: “el medio es el mensaje”.
Pedro Sánchez se convirtió en medio y mensaje al mismo tiempo. Si los pactos con Podemos y otras fuerzas de la izquierda y nacionalistas para ganar la moción de censura y posteriormente la presidencia del Gobierno no hubiesen funcionado su suerte habría sido muy distinta. Lo hizo y sería muy prudente por parte de sus adversarios internos y externos que lo tuvieran en cuenta, por encima de la lluvia de las encuestas. La suerte acompaña a los audaces y al ex profesor de la Universidad Camilo José Cela le sobra la primera y ha dado grandes pruebas de lo segundo, sin duda.
Si desde el principio quiso estar sólo en el escenario. Sin puños, ni rosas. Con su mensaje escueto de tiempo de imagen e internet, adornado en este último año con pequeños guiños a los que asciende y a los que derrota. Nada de grandes discursos y si muchas promesas. Guiños sociales y nueva búsqueda del centro político tras un año de coqueteo con los compañeros de viaje de la izquierda incorporada al Gobierno.
Ha dejado y deja que Unidas Podemos le proteja ese costado en los momentos de crisis económica y social. Cree que puestos a elegir en las próximas elecciones, los ciudadanos le escogerán antes a él que a Yolanda Díaz como voto útil frente al tambaleante PP de Pablo Casado y las ambiciones que encierra el propio liderazgo de la derecha española con la Comunidad de Madrid como epicentro de las ambiciones, que tienen en Isabel Díaz Ayuso la mejor de las expresiones.
Terminado aquel discurso, entre la traca de aplausos, hizo que subiera a su lado su mujer, Begoña. " La alegría que borra mi cansancio al llegar a casa", toda de rojo pasión y sonrisa sin trampas. Hace unos días otra mujer, viceministra de su Gobierno, toda vestida de rojo, aspirante a liderar la dividida izquierda de siempre, convertida en rubia y rápida aprendiz de sus mismos trucos cuando se trata de convertir la imagen estética en mensaje político, me recordó ese pasado.
Yolanda no es Begoña, pero lo intenta desde la explicación política. Sin querer o tal vez queriéndolo forman un equipo, en una estrategia de comunicación muy parecida a la que se sigue en el palacio de La Zarzuela con los Reyes Felipe y Letizia. Familiaridad que se supone cercana, del siglo XXI, en la que los liderazgos parece que se comparten con el resto de los ciudadanos cuando es justamente lo contrario. Así se transmiten las imágenes. Todo pensado, meditado, ensayado para que parezca lo más natural posible. Es el gran " reality" del poder, de la política española de este nuestro tiempo.