Ocultan el gran objetivo: quieren modificar lo grande sin querer mirar en lo pequeño, que son los Estatutos de Autonomía, para acabar con la Monarquía de Felipe VI y así regresar a la Restauración de la República de los años 30 del siglo pasado.
La estructura política del país en nada se parece a la que había antes de 1978. Y nada tiene que ver con la que venía de siglos atrás. El gran cambio estuvo en la Constitución, con las dificultades, negociaciones y acuerdos de aquel momento.
Pensemos que Franco llevaba tres años muerto pero que el franquismo, sobre todo en las cúpulas militares, seguía vivo y muy vivo, transmutado pero vigente. Constitución democrática y Monarquía constitucional se unieron y han funcionado.
Ahora, los nuevos “padres de la Patria”, herederos de aquellos, quieren redactar y aprobar en el inevitable Referendum que seguiría, un nuevo texto constitucional, unas nuevas “tablas de la Ley” que sustituyan a las que creen obsoletas y no ajustadas a la realidad del siglo XXI.
Se hartan de hablar - esa mitad de españoles que se dedican a la política - de la acuciante necesidad del cambio.
Se engañan y nos engañan a todos por no asumir que el problema está en los Estatutos de Autonomía. Y las reformas necesarias deben comenzar por ellos.
Aceptemos que la Constitución necesita reformas pero los ·Estatutos de las 17 Autonomías los necesitan aún más y con mayor urgencia. Hablan todos los políticos del envejecimiento que se ha producido en nuestra Carta Magna desde que fuera aprobada por una abrumadora mayoría en 1978, pero ninguno se plantea que los vicios y carencias que se observan en la primera son fácilmente visibles en los segundos.
Los que quieren llevar las modificaciones al límite, que es el que habla de la Monarquía, plantean que sean los españoles de hoy los que vuelvan a decidir sobre lo que decidieron los españoles de hace 44 años. Creen que en un nuevo Referendum ganarían los partidarios de la República y que sólo así se volvería a la “legalidad” rota en 1936 por el Levantamiento militar y la posterior Guerra Civil.
Un “aspecto” que consideran tan crucial como decisivo para someter a un chequeo completo a la Constitución de 1978 es la posición que tenían los Ejércitos y sus generales cuando un año antes y para que pudiera concurrir a las primeras elecciones democráticas se legalizó al Partido Comunista. Se quedan con lo aparentemente malo y se olvidan de lo manifiestamente bueno.
Hubo elecciones libres, no en igualdad de condiciones para todos, pero con bastantes dosis de libertad, algo con lo que no soñaban dos años antes ni los adeptos al Régimen, ni la oposición que llegaba desde el exterior tras los años de exilio.
Que había presiones y precauciones es evidente. Pero la valentía que demostraron los políticos de aquella generación, los que venían del franquismo, los que se estaban alejándose del mismo, y los que volvían de los países de la diáspora republicana, logró que la democracia regresara a toda velocidad.
No hay forma de saber qué hubiera pasado si todo lo que se hizo en apenas 18 meses hubiera necesitado los 10 años como mínimo que pronosticaban algunos liberales, y desde luego si se hubiera impuesto lo que deseaban los más intransigentes, que era que se mantuviera la estructura política del franquismo sin Franco.
Es necesaria la memoria y la lectura de nuestra historia. No hace falta haberlo vivido aunque los que lo hicimos no podemos olvidar y menos ocultar que lo que hoy tenemos es posible sobre todo por el esfuerzo - interesado pero real y peligroso - del Rey Juan Carlos, la habilidad del presidente Suárez, la inteligencia de Felipe González, las esperanzas de Jordi Pujol y Xavier Arzalluz; y sobre todo la voluntad de pasar página en nuestra historia del secretario general del PCE, Santiago Carrillo.
Para a ser totalmente justos hay que alabar la generosidad de los procuradores de las Cortes franquistas, que se disolvieron sin más problemas tras un gran discurso de Adólfo Suárez, al que no se ha reconocido públicamente la labor y el mérito de aquel liderazgo. Es historia reciente que la mayoría de la actual clase política desconoce o quiere desconocer. Prefiere mantener los viejos prejuicios que llevaron a este país a estar enfrentado consigo mismo desde hace decenios.
Han pasado más de 40 años y convendría que pasaran otros tantos antes de volver a empezar. Aceptemos, como hacen en el resto de los países que han alumbrado sus respectivas “reglas generales de juego político”, que 1978 es nuestro democrático año cero, y que no podemos convertir este inicio del siglo XXI en otro punto de partida.
Son necesarias las reformas, sin duda, pero convendría iniciarlas con los añadidos que se han ido colocando a la Constitución y que han dado lugar a que 17 Autonomías hayan convertido su propia justificación en una historia de la que carecían, tal y como la están reescribiendo ahora y en la que incluso busquen justificar lenguas y hechos que, de existir, en nada se parecen a lo que desean los que los reivindican.
España lleva mal cosida en los últimos trescientos años, cuando el centralismo monárquico sustituyó con pequeñas excepciones a los antiguos reinos que tenían jurídica, social y políticamente personalidad propia. Esa es una parte de la verdad, la que mira al pasado; la de hoy y la del futuro tienen poco que ver.
De igual manera tienen poco que ver las diferencias que se marcaban en las dos vías para desarrollar los Estatutos de Autonomía dentro del título VIII de la Constitución, que diferenciaba a las llamadas Comunidades “históricas” de las que no lo eran.
40 años después ninguna quiere ser menos que el resto y ponen en sus máximos a Cataluña y Navarra como el ejemplo a seguir, con independencia del color transitorio de sus gobiernos.