Imponer por decreto la mascarilla en el exterior, haya o haya gente a tu alrededor, es la última ocurrencia del Gobierno para combatir la enésima mutación del llamado Covid 19, del que aún no sabemos de dónde salió, ni cómo llegó a los humanos. No se comportamiento como ningún otro coronavirus y recorre el alfabeto griego para que le vayan poniendo apellidos.
Los miles de mutantes invisibles que cruzan el globo de norte a sur y de este a oeste acorralan a los gobiernos, que no aciertan a combatirlos con eficacia y se limitan a colocar barreras en nuestras narices, en nuestros hogares, con más error es que aciertos y con razonamientos que no se basan en argumentos creibles y se dirigen a la parte de nuestros cerebros que alberga el almacen de los miedos ancestrales a lo desconocido.
Voy a poner en marcha un pequeño intento basado en las matemáticas para ver la capacidad de combate que tiene este enemigo que lleva dos años atacando sin parar. No los vemos pero cien millones de coronavirus son los responsables de que cada uno de nosotros se infecte de Covid 19 con cualquiera de sus mutaciones. Es constante. Se renueva. Actúa como un gigantesco hormiguero en el que lo que cuenta para mantenerse vivo es el número.
Esa armada casi invencible y que se embosca con gran facilidad recluta a sus componentes uno a uno, seleccionando a los que considera más fuertes y capaces para infringir más daño a las víctimas.
Cada uno de esos soldados mide una media de cien nonómetros o lo que es lo mismo, el resultado de dividir un metro mil millones de veces y multiplicarlo por cien. Los más pequeños miden la mitad y los más grandes el triple que los pequeños.Sería como colocar a una persona que mida 70 centímetros al lado de otra que llegue a los dos metros diez.
Para que sean muy efectivos en sus ataques al organismo humano esos invisibles asesinos se agrupan por milímetros, lo que vendrían a ser las compañías de una unidad militar dentro de una división y un cuerpo de ejército.
Para intentar verlo gráficamente: dividimos un metro cuadrado en mil porciones y colocamos en cada una de ellas una media de cien mil unidades listas para el combate. Si lo intentáramos hacer en una superficie terrestre tendríamos que colocar en el césped de un campo de fútbol a quinientos mil millones de personas, entre las más bajitas y las más altas.
Tendrían que formar una torre, bien apretadas en cada piso, que llegaría a la Luna y un poco más allá.
Tendremos que en ese metro habrá en total mil veces cien mil, o lo que es lo mismo cien millones de coronavirus listos para extenderse por el entorno en el que habitan y crecen con extraordinaria rapidez.
Vistas las dimensiones del enemigo la única forma posible de combatirlo es debilitarlo para que se le “ doblen” las piernas, aislarlo lo más posible en grupos más pequeños y, si con eso no basta, colocar enfrente de su ataque una batería de potente artillería que destruya sus defensas lo antes posible. Las llamamos vacunas.
Bill Gates, uno de los profecias de la nueva era en la que vivimos, acaba de lanzar una de sus profecias: en 2022 se acabará el virus-Covid-delta-omicrón… Tal vez se deba, pienso yo, a que dentro de unos muy pocos meses se lanzará al mercado por parte de los laboratorios Pfizer la píldora que hará innecesaria la vacuna, esa que iba a servir para siempre, luego para un año, luego para seis meses y que de seguir así tendremos que ponernos cada cuatro.
Dejando los muertos físicos y los “muerto” sociales a un lado, un negocio que ha multiplicado por tres los beneficios anuales de los fabricantes. Menos mal que la gripe, esa que causaba en España de forma regular tal y como Indian las estadísticas oficiales del INE entre 20.000 y 30.000 muertos al año, ha desaparecido. Lo más seguro es que volverá a aparecer en cuanto se desvanezca la amenaza de su primo hermano.