Martes 21 de octubre de 2014
En este abril de lluvias infinitas se nos mueren referentes de la España que fue, de la que arrastramos la memoria por los surcos que nos deja la vida en cada uno de nuestros rostros como homenaje prematuro a la tierra de la que no podemos escapar. Profundos y rodeados de breves espigas blancas, en el caso del pensador, del economista, del inconformista, del escritor, del catedrático, del hombre. Breves y escondidas bajo capas del polvo que recubre a las estrellas cuando perciben que ya están derrotadas por el tiempo, en el caso de la actriz, de la cantante, del mito de los años oscuros cuando los labios solo podían murmurar plegarias. Dos vidas que recorrieron dos caminos sin encrucijada en la que encontrarse, dos huellas en el papel de envolver de los periódicos, en el sonido de sus voces en contra de lo corriente. Dos imágenes de un país al que sus sueños se le convierten demasiadas veces en pesadillas.
Con cada muerte de los que caminan por el paseo de la fama se avivan las cenizas de los volcanes que habitan en el interior de las culturas particulares y colectivas o de los despojos que quedan de ellas, que de igual suerte se recuperan aquellos años en los que la vida no conocía, ni soportaba límites. Desde estos días en los que la amargura se viste de miedo cuando el sol apenas calienta, existen ya para siempre ochenta y seis mil cuatrocientos segundos - ¡ que largos parecen escritos y que breves las 24 horas que encierran ! - en los que se nos murieron de cansancio por haber vivido José Luis Sampedro y María Antonia Abad. Se fueron despacio, en un desmayo, en un sueño, como un pensamiento al que le costara nacer antes de nueve meses, como un bolero a la luz de pena de la afilada luna. El hombre - testigo en el silencio cómplice de los muy suyos; la mujer - espectáculo con desfile de negros corceles por el centro e Madrid. Siempre los dos polos de la España tragicómica recordándonos que el péndulo de esta historia nuestra nunca se para.
Es el morirse tras consumir la propia vida a grandes sorbos, con todos los renglones escritos para la protesta de los que aún creen en que todo es posible, incluso lo que se escribe en las pancartas y el final con un Campari para brindar con la muerte que se asoma y le abraza como una amante a la que ya esperaba. Es el morirse con los zapatos puestos y los anillos de los tiempos en los que su rostro de Dulcinea conquistaba al mundo, para dar los últimos pasos antes de pagar al barquero con una moneda de oro en los ojos que tanto vieron. Dos morirse sin aviso previo, discretos.
Están en este mismo tiempo los otros, los desconocidos que matan y los que son muertos sin obituarios, sin memoria, protagonistas de apenas unas líneas para conseguir que el horror que se extiende por el territorio de la memoria ocupe treinta segundos antes de sentarse a esperar a su sustituto en el siguiente telediario, antes de ser más números para más estadísticas. Sus nombres se disuelven en la enfermedad de esa mitad de sus protagonistas que es capaz de sumergir en la bañera, hasta que el agua inunde sus pulmones, a los mismos que parió desde su vientre como el último sacrificio a un Moloch que le reclama lo que más ama para que la culpa y la desesperación se peguen a su carne para siempre.
De esa otra mitad que se aferra a las cenizas para un último viaje hacia ninguna parte antes de derrumbarse y contar a los hijos de ella, a sus hijos con ella, el espanto final del hacha partiendo la carne. Es el matar que arrastra a esos seres humanos a su papel de verdugos, arrinconados por ellos mismos en una soledad insoportable que les ciega hasta convertirlos en asesinos. Aquí la vida se quita a los que quieren vivirla, a los que no tienen preparadas las maletas para cruzar al otro lado. Y en ese robo de sangre, en ese asalto oscuro y sin lágrimas, la pequeña memoria que le préstamos cada uno de nosotros se convierte en el leve escalofrío que precede al olvido.