Sin la corrupción que destruyó el liderazgo de Jordi Pujol no habría llegado Artur Más al poder, y sin las fabulaciones nacionalistas de éste, Puigdemont no habría pactado con la CUP para hacerse con la presidencia de la Generalitat en enero de 2016 tras cambiar el nombre ya maldito de Convergencia y convertir a ese partido, representante político de la burguesía de la acomodada Barcelona, en el destructor independentista que llevaba años construyendo desde la más pequeña y más radical de las cuatro provincias catalanas.
El hoy indispensable Carles escuchó a su gran referente, Jordi Pujol, cuando tenía 17 años y acudió con su abuelo al mitin electoral de finales de 1989. Tres años más tarde era detenido unas horas dentro de la llamada “Operación Garzón” por apoyar las protestas callejeras de sus compañeros. Paso a paso fue construyendo su camino hacia lo que siempre ha creído que era su destino: convertir a Cataluña a ser una República independiente, siempre ayudado por su amada, confidente, actriz, consejera espiritual y rumana ortodoxa, Marcela Topor. Un amor que nació en Moldavia, creció en Paris y se hizo mayor con dos bodas por dos ritos distintos en 2020 tras 23 años de relación civil. Sería Marcela quien le sucedería al frente de la Agencia Catalana de Noticias cuando él se convirtió en alcalde de Girona, desalojando al socialismo catalán del Ayuntamiento que llevaba gobernando desde hacía más de veinte años.
A diferencia de la inmensa mayoría de los políticos españoles el independentista convencido y contumaz Puigdemont habla español ( castellano), catalán, inglés, francés y rumano, al igual que sus dos hijas. Tal vez eso y las buenas relaciones de su amigo y abogado Gonzalo Boye con los máximos representantes de lo que se conoce como NOM ( Nuevo Orden Mundial ), que no es precisamente de izquierdas pero sí muy pro Israel y muy pro Partido Demócrata norteamericano, le hayan permitido durante estos últimos seis años pasearse por toda Europa tras fugarse oculto en el asiento trasero de un Renault el 29 de octubre de 2017, horas antes de que lo detuvieran junto al resto de los dirigentes que habían organizado el remedo de Referendum illegal de ese mismo més.
Desde su domicilio de la ciudad belga de Waterloo Carles Puigdemont puede presumir de haber sido detenido dos veces, una en Alemania y otra en Italia, de haber soslayado varias órdenes de extradición de los jueces Lámela y Llarena y de terminar siendo la piedra angular del edificio que está construyendo el socialista Pedro Sánchez para mantenerse en el poder y evitar que la derecha de Núñez Feijóo y Santiago Abascal alcancen el poder central. Bastante poder tienen ya en once Autonomías, de las 17 que conforman nuestra estructura estructura territorial, y en casi la mitad de los Ayuntamientos de las capitales de provincias.
Los siete escaños que controla en el Congreso - que podrían haberse quedado en cinco por muy pocos votos menos -son su única fuerza dentro de un independentismo en horas bajas y en competencia entre las tres fuerzas que lo componen en Cataluña, los cristianos de izquierdas de ERC y los marxistas sin Marx de la CUP. La falta de generosidad que rige las relaciones entre el PSOE y el PP desde el inicio de la actual Democracia le permite hacer ese papel, junto a la falta de unidad política en las leyes europeas. Debería ser una simple coma en la moderna historia de Cataluña y una cita a pie de página en la historia de España y no un punto y aparte en este final de 2023.