Si la amnistía negociada y aprobada busca cerrar las heridas producidas en Cataluña por los partidos independentistas, en otro intento histórico de querer aprovechar las debilidades de un Gobierno para romper la unidad de España, el mayor de los pecados constitucionales que contempla la Carta Magna, con beneficios políticos, económicos y sociales para sus protagonistas, el Rey Felipe VI, junto a los principales dirigentes de los partidos políticos, deben plantear que es jurídicamente un disparate y políticamente un error mantener a Juan Carlos I en el exilio, por más dorado y confortable que sea. La “generosidad” política, de ser verdad en su fondo, tiene en el padre del Rey la mejor de las pruebas.
Basta con mirar nuestra historia de los últimos cien años para ver que, como país, hemos sido engañados por nuestros elegidos dirigentes políticos muchas veces. Que la realidad ha casado mal otras tantas veces con las normas escritas, y que la virtud del perdón y los abrazos de la concordia nos habrían ahorrado a los ciudadanos las peores desgracias que un pueblo puede parecer, la lucha entre hermanos, entre vecinos. Las ideas convertidas en navajas de afeitar con las que intentar vencer, que no convencer, al adversario como si el mantenimiento del poder estuviera por encima de cualquier circunstancia.
Esa historia que algunos desean que permanezca en los libros o en los documentales permite ver la semejanza del Gobierno del socialista Pedro Sánchez con algunos de los de la II República española, sobre todo los últimos y protagonizada por ese espejismo falso con nombre: “las dos Españas”, cuando en realidad son muchas más, tanto geográficamente como ideológicamente. Esas Españas, o mejor los ciudadanos españoles en conjunto, sabemos perdonar y hasta amnistiar y poner en el cajón del olvido a aquellos que más nos han decepcionado y herido. ¿ A todos menos a uno?
Tenemos la fortuna de que existen desde hace al menos cinco siglos una España cristina y católica, una España árabe, una España judía, una España del exilio, una España de la riqueza y otra de la pobreza. España no es roja o azul, es tan arco iris como la de la LGTBIQplus. Si aquella Monarquía, más absolutista que la actual, sucumbió por sus tremendos errores, de los que no supo pedir perdón a tiempo y que el pueblo español se lo concediera, a la actual de Felipe VI la están colocando en un callejón de difícil salida. Ahora como entonces centrados los ataques tanto en los escándalos económicos, ya pagados a la Hacienda Pública, como en el mismo camino encarnado en la propia Familia Real, un eterno retorno. Y la pregunta que subyace en esta nuestra España política y social es la misma desde hace diez años: ¿ Puede y debe volver el Rey Juan Carlos de su exilio del desierto ?
Aquello terminó en tres intentos frustrados de golpe contra la República, dos por parte de militares que deseaban la vuelta de la Monarquía , y uno protagonizado desde la izquierda comunista que deseaba imitar a la Rusia de los soviets de obreros y campesinos. El cuarto intento triunfó y comenzaron tres años de Guerra Civil. Convertido este 2024, con los más agrios y personales enfrentamientos entre los partidos y sus dirigentes, tanto en los mítines electorales como dentro del propio Hemiciclo del Congreso, gane quien gane en las urnas dentro de una semana, los dirigentes políticos pueden mirar el parecido histórico para no repetirlo. Y la propia Monarquía estudiar el pasado para no hipotecar su futuro.
Se destruyeron desde dentro, con evidente apoyo extranjero y con la II Guerra Mundial ya en el horizonte, las bases del equilibrio institucional y el respeto a los órganos que gobernaban los tres poderes que deben regir en una Democracia que haga honor a su nombre desde finales del siglo XVIII: poder legislativo, poder judicial y poder ejecutivo, por este orden y no al revés. Estamos en la época y no sólo en España del dominio absoluto del tercero sobre los otros dos.
Conviene repasar nuestros últimos cincuenta años para ver lo que ha pasado y no repetir los enormes errores que condujeron al final de la Monarquía de Alfonso XIII, a la llegada de una Segunda República, en la que confluyeron las derechas y las izquierdas por el cansancio y los errores del propio Rey y de su valido, el general Primo de Rivera. Buen momento para hacerlo en un obligado regreso del Monarca, exiliado por creer en necesidad de la Institución que representa, tanto como por la utiización política y partidista de sus graves errores y comportamientos personales de todo orden, pese a haberlos conocido, aceptado y ocultados por todos los gobiernos a lo largo y ancho de cuarenta años.
Para lo bueno y para lo malo, ahora que una parte numerosa de nuestra clase política pone énfasis en lo segundo y soslaya y desprestigia a lo primero, quedaban en pie, tras la muerte de Adolfo Suárez, dos grandes protagonistas de la historia de España de los últimos 45 años, Juan Carlos I y Felipe González. Sin ellos, y sin el abrazo que se dieron en torno a la bandera Manuel Fraga y Santiago Carrillo, sería imposible eniender al país que tenemos hoy, por más que se cuestionen cada día el complejo pacto de concordia y olvido que representaba y representa la Constitución de 1978. Su destrucción pública, más la de Juan Carlos que la de González, va unida a otra más importante: la de las bases en las que se sustenta esta Nación, que hunden sus raíces de quinientos años en los deseos y sueños comunes expresados en lenguas diferentes, que supieron sumar y no restar.
Detrás del concepto de “nueva normalidad” creado y repetido miles de veces desde el principio por el Gobierno de Pedro Sánchez, está la intención de trasladar a los españoles la idea de que ha “nacido” una nueva España. Sin la crisis del Covid 19 se habría intentado por otros caminos, pero sobre élla y la actuales crisis de las guerras en Ucrania y Palestina, la clase política se empeña con mayor o menos éxito en hacernos creer que todo lo vivido hasta junio de 2018 era historia y que se tenía que quedar para lo libros y los estudiosos. Mejor incluso desde una perspectiva muy crítica, para que la “normalidad” se construya con otros materiales y no con los que se tuvo que hacer tras la muerte del Dictador.
Sin disculparle sus desafueros económicos y carnales, también sin su valentía para hacer en apenas año y medio lo que los más optimistas creían que se tardaría una década, Juan Carlos I impulsó, negoció y consiguió que se celebraran elecciones generales constituyentes en 2017. Ese primer paso en el nuevo camino que iniciaba España llevó a la promulgación, tras el Referendum obligado, de la Constitución de 1978. Dos hechos que han permitido que la izquierda haya gobernado este país durante 26 años, tres más que la derecha, si contamos los tres de Carlos Arias Navarro, los cuatro y medio de Adolfo Suárez y el único de Leopoldo Calvo Sotelo, a los que hay que sumar los ocho de José María Aznar y los siete de Mariano Rajoy. Por el lado de la izquierda están los 14 de Felipe González, los siete de José Luís Rodríguez Zapatero y los seis que llevamos de Pedro Sánchez.
Mentiría quien dijese que no se sorprendió en 1977 al ver que el Partido Comunista de Santiago Carrillo y Dolores Ibárruri se podia presentar a las elecciones, una vez legalizado y regresados a España sus principales dirigentes. No menos se puede decir de la presencia en el Gobierno de cinco ministros que representan, hoy, con Unidas Podemos al antiguo PCE. Con parecidas declaraciones de protesta y de malos augurios por parte de los sectores más conservadores de este país desde sus comienzos.
En aquella nueva España democrática nacía tambien una “nueva Monarquía”, que inauguró Juan Carlos de Borbón rompiendo la línea dinástica a la que se había opuesto Francisco Franco, y que necesitaba un Ejecutivo de izquierdas para cerrar el círculo de su regeneración y asentamiento en un país que cuarenta años antes había enviado al exilio a sus abuelos. Ese papel lo hizo a la perfección el PSOE de Felipe González, desprovisto ya de su caracter marxista tras una dimisión de opereta con Alfonso Guerra como director de la misma. Rey y primer ministro constuyeron el relato que ha llegado hasta hoy, a trancas y barrancas.
Comenzado a desmantelar desde la abdicación y posterior exilio del que sigue siendo Rey y Monarca, como así lo atestigua el Decreto firmado por Mariano Rajoy en la Primavera de 2014, está en marcha y desde distintos ángulos, la destrucción de los símbolos y lazos que unen a todos los pueblos a lo ancho y largo de su propia historia. La lengua o idioma común como el más exacto de los ejemplos.Destruirlos como símbolos de esa España se ha convertido, para desgracia del conjunto de los ciudadanos, en condición indispensable para abordar el cambio constitucional que pretende una minoría dirigente.
Es verdad que Juan Carlos siempre tuvo tres grandes obsesiones desde su juventud y que dos de ellas le llevaron a la condena social y política: la fortuna económica de la que carecía la casa Borbón- Grecia en comparación con otras Monarquías europeas, y las mujeres, pero la primera, la creación por primera vez en nuestro país de una Democracia estable, con forma de Monarquía, no le quita los pecados, pero sí le debe el reconocimiento de esa gran virtud. Interesada, pero que nos ha servido para evitar la pronosticada violencia que señalaron algunos y que tuvo en el inicio de ese camino otros tres intentos de golpe de estado de caracter militar.
En el caso de la larga etapa de Felipe González como presidente del Gobierno aparece en el lado oscuro la creación y utilización del GAL como “arma” contra la violencia de ETA en los años más duros del terrorismo. Junto al cambio industrial de todo un país, la entrada definitiva en la OTAN y en la Unión Europea y la firma en Madrid del acuerdo histórico entre Estados Unidos y la todavía URSS de Mijail Gorbachov que, visto hoy el conflicto de Ucrania y antes la salvaje guerra de los Balcanes, explican la postura de la Rusia que dirige Vladimir Putin, tal vez bajo la ensoñación de aquella Rusia imperial que construyó Catalina la Grande pese a haber nacido en Polonia y ser pariente lejana de la dinastia Borbón que hoy existe en España.
Las alabanzas de Pablo Iglesias y una parte de la izquierda política a la antigua organización ETA y sus descendientes es tan incongruente y desacertada respecto a cualquier criterio democrático de hoy como imposible era que aquella “organización”, que tuvo a los policias Amedo y Dominguez como “jefes”, pudiera formarse y mantenerse al margen del poder político. Se utilizó la violencia fuera de la ley contra la violencia que se ejercía de forma indiscriminada contra la ley y las personas. Ese y no su vida posterior, muy pegada a las relaciones con los poderosos, es el punto débil al que se agarran los que buscan destruir el papel de Felipe González e incluso el PSOE en la historia de España.
Queda el objetivo final, la meta del gran cambio, la futura base de la “nueva normalidad”. Una situación que nos lleva a los problemas, que también tuvo que afrontar e intentar resolver la penúltima de nuestras Constituciones democráticas, la de 1931. Son tremendamente parecidos a los que se abordaron en 1978, desde la concepción del estado, que evitó en ambas ocasiones el término federal para definir a España como estado autonómico; y con muy parecidas actitudes por parte de los independentistas catalanes y vascos, que buscaban entonces y ahora presionar al Estado con Estatutos independientes dentro de una República Federal.
Lo que están haciendo desde Cataluña los independentistas con Pedro Sánchez ya lo hicieron Artur Más, los mismos Carles Puigdemont y Oriol Junqueras con Rodríguez Zapatero y con Mariano Rajoy . Al igual que lo intentó Frances Macià con Manuel Azaña y Julián Besteiro; y si desde el PNV y Bildu se reivindica Navarra como una de las “partes” del territorio vasco, eso mismo lo hizo José María Leizaola desde la expulsión de la Monarquía . Para comprobar que todo se repite, en la mayor parte de los casos para mal, los intentos de “independencia autonómica” dentro de la II República de Cantabria, Aragón, Andalucía y Valencia quedaron suspendidos por el estallido de la Guerra Civil. Retornados a la Democracia y “nacidas” 17 Autonomías para articular el Estado, la voluntad de no repetir los errores debería convertirse en la gran seña de identidad del futuro pactado por absoluta mayoría parlamentaria, al margen del color del Gobierno de turno.