De la calle Lluís el Piadós al Arco del Triunfo en Barcelona hay menos de un kilómetro, y pasadas las ocho y media de la mañana del jueves 8 de agosto, Jordi Turull, el secretario general de Junts, al igual que los tres agentes de paisano de los Mossos, le dijeron al expresidente de la Generalitat que había que correr. Todo estaba muy medido en el tiempo y en el espacio en el que se iba a escenificar la prometida aparición pública del hombre que lleva siete años huido de la Justicia. El resto de las promesas se iban a quedar en nada. El guion estaba escrito y no se podía cambiar.
Los cinco hombres caminaron por el centro de la calzada a grandes pasos. Al fondo, ya en la Avenida de Lluis Companys, comenzaron a oírse los gritos de “president, president” proferidos por una pequeña multitud de cinco mil personas llegadas desde toda Cataluña, algunos con sus varas de alcalde y otros, como el presidente del Parlament, dispuestos a acompañar al protagonista del “remake” televisivo de la divertida trilogía sobre cuatro “magos” capaces de engañar y confundir con sus actuaciones escapistas a todo el FBI. Si en la ficción era posible, ¿por qué no iba a serlo en la realidad de la España de 2024?
Perdido entre la multitud, nervioso y con el miedo reflejado en su rostro, pantalón vaquero, zapatillas de deporte, chaqueta azul y corbata presidencial, Carles subió de forma apresurada al pequeño escenario que el alcalde socialista de Barcelona, Jaume Collboni, había permitido que se montara, incluida la falsa puerta por la que iba a desaparecer, urgido por las prisas de su abogado, Gonzalo Boye, que no dudaría en acudir a la sesión de investidura en el Parlament y dejar que se le viera de forma clara y manifiesta junto a algunos de los responsables de Junts. Ninguno sabía nada acerca del paradero de Puigdemont. Les pasaba lo mismo que al resto de los congregados en el Arco del Triunfo. Es lo que tiene el espectáculo cuando se repiten las escenas, que dejan de sorprender y ser creíbles.
Con el mismo ceremonial que se utiliza en la presentación de los premios Razzie, el presidente Josep Rull se sentó en su gran sillón y esperó pacientemente a que fueran desfilando las representaciones políticas. La última, la del candidato a presidente de la Generalitat, Salvador Illa, junto a los 42 parlamentarios del PSC. El guion y el espectáculo estaban llegando a su fin. Largo discurso, exigente llamada a la aplicación de la Ley de Amnistía, rutinarias contestaciones de los distintos portavoces y votación. Ciento sesenta y ocho votos a favor, el resto en contra menos uno, el del desaparecido Carles Puigdemont, que mantuvo hasta el final el engaño de su proclamada presencia en el hemiciclo como fórmula de ganar tiempo para desaparecer.
Los socialistas ya han vuelto al poder en Cataluña. Han ganado la Generalitat y el Ayuntamiento de la capital autonómica. Todo tiene un precio, ese que siempre cambia y más en los tiempos en que vivimos. Se traicionarán los pactos, tal y como marcan los usos y costumbres del poder, y entre ataques, reproches, actuaciones judiciales, recursos a Europa e inevitables y sangrientas guerras lejos de nuestras fronteras, Pedro Sánchez abrirá su teléfono encriptado y realizará cinco llamadas, tres de felicitación y dos para informar de que el objetivo final se ha alcanzado. La historia continúa.