Hasta el europeísta más convencido debe admitir que sobre la brecha abierta por la crisis de deuda y demanda en Grecia han germinado las semillas de un populismo de izquierdas y derechas que hacen difícil que el proyecto de moneda única sobreviva en su actual forma. Y los europeos tendremos que decidir dónde nos ubicamos en esa futura unión.
Hay una tradición escrita en la historia de los países menos desarrollados de Europa que solo el paso del tiempo y la madurez de la población y de sus gobernantes podía cambiar. Frente a una crisis económica, la respuesta básica consistía en un fuerte descenso de tipos de interés, el incremento del gasto (déficit) público y una devaluación reiterada del tipo de cambio; o lo que es lo mismo: monetización, más endeudamiento y empobrecimiento vía inflación/devaluación.
¿Es posible decir, tras diecisiete años de euro, que estás viejas recetas han sido superadas y apartadas del subconsciente de la población y sus dirigentes? ¿Podemos afirmar que han admitido que un área monetaria única no puede sobrevivir si no es concertando sus ajustes fiscales y renunciando a la devaluación cambiaria? La respuesta está demasiado cerca del NO como para asegurar la supervivencia del euro. "Si no actuamos rápido, la zona euro dejará de existir en 10 años", afirmaba en una entrevista reciente el joven ministro francés de Economía, Emmanuel Macron. Refrendaba lo obvio: "En los diez últimos años, la convergencia económica se ha distanciado"; "propongo una Europa de doble proyecto más que de dos velocidades". Lo afirma un ministro del gobierno que más esfuerzo ha desarrollado para que la negociación con Grecia finalice con éxito.
Está al alcance de cualquiera, por mucho que sea su optimismo europeísta, reconocer que sobre la brecha abierta por una crisis de deuda y demanda han germinado las semillas de los movimientos nacional populistas de izquierda y derecha -abonados con una demagogia que recuerda apestosamente a los años 30 del pasado siglo-. Con este panorama, debemos pensar si el proyecto del euro tiene alguna posibilidad de sobrevivir en su actual forma.
No lo hará. De modo que cada país y sus ciudadanos van a tener que elegir en los próximos años en qué lado de la ecuación se quedan. O se acogen al lado del esfuerzo y compromiso en beneficio común, en el que a cambio de soberanía política y fiscal se garantizan las libertades y la solidaridad; o se opta por el lado del no compromiso, donde farsa y demagogia están en su salsa, alcanzando su zenit en momentos de dificultad como está ocurriendo en Grecia, donde, con acuerdo final o sin él, difícilmente se evitará el enfrentamiento social.
Esperaremos ahora al miércoles, pero la cuestión, con Grecia dentro o Grecia fuera, es la misma. En el subconsciente alemán está presente la forzada aceptación de los postulados franceses e italianos de llevar a cabo una unión monetaria sin unión política y fiscal. Y aunque aquella aceptación permitió una rápida expansión de la UE, se convierte ahora en la principal limitación para resolver el problema que la crisis griega evidencia. Habrá que hacer como si tal unión existiese, con la diferencia de que Atenas se reserva para sí todos los derechos que permiten que en el futuro sea posible un referéndum como el que ha puesto al país en la situación en la que ahora se encuentra.
¿Imagina alguien que puede funcionar una unión, del tipo que sea, en la que cada miembro retiene el derecho de cuestionar las normas y procedimientos comunes cuando desee? En la UE actual, las partes han de garantizar al todo unos mínimos que hacen posible la unión monetaria. O eso se refuerza, o los incentivos para que lo de Grecia se repita van a ser numerosos en las siguientes crisis. No hay pues lugar para este tipo de euro en el futuro de Europa. Aunque a partir de miércoles parezca otra cosa.