Nunca como ahora las dos Españas han sido más duales: estamos a punto de celebrar una nueva edición de la fiesta nacional, donde reside el país de manera absolutamente mayoritaria. Mientras, en Cataluña, que forma parte seguramente indisociable del territorio nacional, ...
... una fuerza superminoritaria, a la que la complicada aritmética electoral da una capacidad de decisión muy superior a su representatividad real, exige la ruptura de lazos con lo que los integrantes de esa fuerza, insisto, marginal, consideran la ‘otra’ España, la de ‘Madrid’. Confío en que la celebración de la fiesta nacional, eso que antes se llamó Hispanidad y que reflejaba la conmemoración de una gesta que solamente quienes conocen bien América Latina pueden llegar a imaginar, tenga este año más éxito que nunca. Y que la recepción del Rey en el Palacio de Oriente nos sea solamente un mero cóctel al que algunos ex presidentes del Gobierno, bastantes presidentes autonómicos y ciertos representantes parlamentarios y de instituciones, se permiten no asistir; puede que se crean demasiado importantes, puede que no desdeñen la oportunidad de disfrutar de un ‘puente’ festivo. Quién sabe por qué algunas ausencias tradicionales. A saber por qué no se han dado, a veces, adhesiones masivas en las calles a la fiesta de la unidad nacional.
El caso es que nunca como ahora el jefe del Estado tuvo un papel más relevante, aunque la Constitución no lo explicite y aunque él mismo huya de exhibicionismos personales. Creo que en torno al Rey Felipe VI, que ha demostrado sobradamente su capacidad en foros nacionales e internacionales, han de unirse ahora todas las fuerzas de derecha, centro e izquierda, que saben que el riesgo de disgregación territorial, o moral, de este gran país nuestro existe. No quiero ser alarmista; nunca lo he sido, y no voy a caer ahora en esa fácil tentación: faltaría más que pusiésemos el grito en el cielo porque unos señores, que cuentan con solo diez escaños en el Parlament catalán, desgranen un programa de acción que ni siquiera Nicolás Maduro se atrevería a proclamar.
Me encuentro entre quienes piensan que, a lo largo de estos cuarenta años –dentro de poco más de un mes conmemoraremos las cuatro décadas del inicio hacia la democracia que tenemos--, todos hemos contribuido a hacer de nosotros mismos lo que somos: inútil, e injusto, despreciar este tránsito, largo, fatigoso. El pasado, la dictadura, simplemente hizo que nos avergonzásemos del uso sectario de banderas, himnos y proclamas de unidad; ahora lo pagamos. Pero que cuando peor estemos, estemos como ahora. Y lo digo sabiendo que muchas cosas distan de ser perfectas, comenzando por las enormes desigualdades que padece la nación: puede que ese, y no el riesgo cierto de disgregación territorial, sea nuestro mal más importante.
Pero ni puedo, ni quiero, ni sería justo, dar albergue cómplice a ninguno de los diagnósticos y proclamas que hemos venido escuchando en las últimas horas. Esa CUP loca, loca, loca, que no tendría cabida en ninguna nación no solamente europea, sino ni siquiera moderna, ¿pretende nada menos que dictar las normas del juego?¿Es el independentismo que quiere una parte de los catalanes semejante a ese régimen a la albanesa de Enver Hoxa que un puñado de gentes extra sistema trata de sobreponer a la muy moderada –hasta ahora—Convergencia Democrática de Catalunya? Para mí, que la CUP, con sus arrebatos, está haciendo un favor a la unidad de España: una repetición de elecciones en Cataluña, un referéndum sobre independencia sí-independencia no, darían, inteligentemente gestionados, resultados muy sorprendentes para los secesionistas. ¿Para esto, se preguntan gentes bienintencionadas a las que conozco, hemos hecho una guerra dialéctica y virtual ‘con Madrit’?
Creo que, llegados a la jornada de la fiesta española por excelencia, la que celebraremos muchos el lunes, ha llegado el momento de interrogarse muy seriamente sobre lo que todos –todos-- estamos haciendo bien y mal. Porque mal también se han hecho muchas cosas desde ‘Madrid’, y no conviene, ni sería útil, ni veraz, culpar exclusivamente a la indudable torpeza y al mesianismo de Artur Mas de haber llegado hasta donde hemos llegado: han sido muchos años de no poner en marcha las reformas imprescindibles –incluyendo las constitucionales, o comenzando por ellas--. Muchos meses de cerrar puertas de palacios presidenciales y de cerrar oídos de sociedades civiles ante hechos diferenciales que, simplemente, existían. Existían nos gustasen o no a quienes contemplábamos alarmados el panorama desde cualquiera de las orillas desde las que este paisaje de secarral se quiera contemplar.
No, no es una jornada festiva cualquiera, por mucho que se dé el tradicional éxodo hacia playas y montañas, la de este próximo 12 de octubre. Confío en que, por una vez, eso que quizá sin mucha precisión hemos dado en llamar ‘clase política’ lo comprenda. Y que eso que, pese a su debilidad aquí y ahora, hemos convenido en denominar ‘sociedad civil’, lo perciba.