El Rey se enfrenta este martes a su prueba de fuego: tendrá, presumiblemente, que encargar a Pedro Sánchez que intente lograr la investidura como presidente del Gobierno, una vez que, según nos llega, parece que Mariano Rajoy volverá a declinar el encargo.
Y deberá Felipe VI pedir al secretario general socialista que trate de llegar a una mayoría para poder llegar a La Moncloa, aun a sabiendas de que Sánchez ni tiene todavía atado ese pacto que él desea con Podemos, ni, caso de tenerlo atado, le bastaría con sumar sus propios escaños con los de la formación morada, sino que necesitaría el concurso, activo o pasivo –podrían ausentarse en la votación, por ejemplo,--, de nacionalistas vascos y/o separatistas de ERC y Democracia i Llibertat.
Es obvio que este panorama ha de gustar poco al jefe del Estado, que no tendrá, no obstante, otro remedio que poner el futuro del país en manos de un Sánchez enfrentado a varios ‘barones’ de su partido y a toda la ‘vieja guardia’ del PSOE , a la mayor parte de los medios de comunicación, al Ibex, a los rectores de la UE –Juncker no ha olvidado aquella negativa a apoyarle como presidente de la Comisión Europea de un Sánchez recién llegado a la secretaría general--. Como es obvio que hay una parte de la ciudadanía, muy considerable, y también de la propia militancia socialista, que no quieren pavimentar este camino emprendido por Pedro Sánchez hacia la cúspide monclovita. E incluso una parte de quienes votamos al PSOE en las elecciones generales no acabamos de comprender qué se ha hecho de nuestro voto: yo no fui a las urnas para esto, sino para favorecer un cambio ordenado, bien planificado, coherente, para mi país, para este gran país que a veces parece empeñado en pegarse un tiro en el pie.
Lo peor es que no faltarán ahora voces, de buena fe o interesadas, que se alcen clamando contra la decisión del Monarca de dar el timón a un Sánchez que, tengo la impresión, no tiene bien clara la carta de navegación. Esas voces no pueden olvidar que la Constitución, que está evidenciando --ya lo sabíamos, y algunos lo callaban—más agujeros que un queso de gruyere, limita fuertemente la capacidad de maniobra del jefe del Estado, que se limita prácticamente a ser oyente y sufridor de algunas faltas de respeto por parte de ciertos interlocutores que está teniendo estos días. Felipe VI está llevando su prudencia hasta límites extremos, tan extremos que ninguno de los dirigentes políticos, del color que sean y cualquiera que sea la indumentaria física y verbal con la que comparecen a La Zarzuela, ha podido percibir el más mínimo gesto de cansancio o de fastidio por parte de quien está demostrando un cumplimiento escrupuloso de lo que dicta, y sobre todo deja de dictar, nuestra ley fundamental.
Sin embargo, no quisiera yo interpretar al Rey, porque sé que él se cuida muy mucho de comunicar sus pensamientos personales, pero no tengo la menor duda de que está pasando por momentos duros. Claro que no puede gustarle nada de lo que está pasando, como no nos gusta, supongo, ni a usted ni a mí. Solo confío en que la última esperanza que nos queda en cuanto a estabilidad del Estado, por encima del ajedrez al que se han puesto a jugar algunos de nuestros políticos, no se vea desgastada irreparablemente por los defectos de la Constitución y por los excesos egoístas, tantas veces incomprensibles, de quienes dicen, interpretando a su gusto nuestros votos, representarnos.