Nunca sabemos de nuestra propia resistencia hasta que se nos pone a prueba. Ella, Rita Barberá, se sentía -y lo era- una mujer fuerte física y psíquicamente, capaz de afrontar jornadas eternas, duras campañas electorales y demás avatares propios de la vida política. Era fuerte y ella misma se impuso a sí misma una dura prueba de resistencia.
Nunca sabremos, si su muerte no se hubiera producido, si sus circunstancias no hubieran sido las que han sido. Nunca lo sabremos, pero lo que sí parece claro es que la tensión sostenida en el tiempo, el verse sometida al escrutinio público, y tener que vagar por el Congreso de Diputados o el Senado como si fuera portadora de una enfermedad contagiosa, viendo cómo los suyos le huían, son circunstancias capaces de minar a cualquiera. Rita Barberá ha muerto en un hotel madrileño. Lejos de su casa y de su ciudad y dicen aquellas personas que por profesión se ven obligadas a ser clientes habituales de hoteles que acabar la jornada, o la representación de teatro o concierto y meterse en una habitación que no es la tuya produce una inmensa sensación de soledad.
Tuvo que sufrir y mucho, tanto por las palabras escuchadas como por los silencios no esperados. Y ahora, a propósito de la muerte de Rita Barberá, contemplamos el lamentable espectáculo de cómo, en un afán de acallar conciencias, se busca "culpable". La conclusión depende de quién la establezca. Muchas fuerzas políticas y no pocos medios de comunicación, señalan al PP, a los "suyos", que no sólo le echaron del partido sino que además, como ocurrió en la apertura solemne de la legislatura, huyeron de ella como de la peste. Desde el PP, la mayoría cree que buscar culpables es un debate fuera de lugar y otros no dudan en señalar a la persecución mediática.
El debate sobre la culpabilidad de su muerte es un debate resbaladizo que, además, no conduce a nada. Pero precisamente a propósito de su fallecimiento parece necesario acudir más pronto que tarde a un debate sereno y sin demagogia nada menos que sobre la presunción de inocencia. Es este un principio básico de nuestro sistema jurídico y es, con toda probabilidad, el principio más pisoteado. Nadie, absolutamente nadie, es culpable mientras no se demuestre, mientras un juez así lo establezca después de un proceso con todas las garantías previstas por la ley.
Pero hete aquí que no, que los jueces, para muchos, no son necesarios, de manera que basta una mera imputación -ahora llamada investigación- para que la vida del aludido cambie de manera radical. Con la imputación se puede acabar con la vida política y civil de una persona. Su dignidad, su derecho al honor, pueden ser vapuleadas sin coste alguno para quienes lo hacen. Te convierte en "inservible", te estigmatiza y te lleva por delante. Otra cosa es la crítica política que debe estar siempre presente, la persecución de la corrupción que debe ser implacable, la exigencia de transparencia que es irrenunciable y el derecho a la información que tiene tanto de derecho como de obligación.
La corrupción, durante mucho tiempo, ha campado a sus anchas y ha anidado allí donde hay poder, incluida, sin duda, la comunidad valenciana pero lo cierto y a propósito de Rita es que a ella se le ha llamado a declarar, y acudió voluntariamente, para ver qué pasaba con esos mil euros que donó al partido al que entregó su vida. Durante veinticuatro años manejó millones y millones y han sido mil euros los que le han sometido a prueba. "Solo me queda mi honor" dijo hace algún tiempo y lo quiso defender a capa y espada. La batalla en la que se metió, rodeada de comportamientos realmente sorprendentes por su dureza, ha resultado ser una batalla demasiado dura.
Rita Barberá ha sufrido y mucho y en cierto modo ha sido víctima de la fiereza de la política. Y digo fiereza porque a veces da la impresión de que no se trata sólo de "limpiar", sino de aniquilar al adversario. Podemos ha sido la representación misma de esa fiereza, incapaces de la más mínima piedad -¿quien ha dicho que en política no debe caber una mínima piedad?- concluyeron que era una corrupta y por eso no guardaron un silencioso y mudo minuto de silencio. El partido de la "gente", para muchos, ha quedado, por su fiereza, retratado para siempre. Importa la corrupción, pero si de paso se puede machacar al contrario mejor que mejor. No hay límites y, sin embargo, sostengo desde hace mucho tiempo que debe haberlos, entre otras razones porque las palabras no se las lleva el viento. Hay palabras, adjetivos que se convierten en flechas y de eso saben también Jose Blanco, Chaves, Griñán y otros muchos de nuestro paisaje político y es la fiereza, la desmesura, lo que está convirtiendo a la política en un territorio hostil. ¿Alguno de ustedes conoce a alguien deseoso de entrar en la vida política? ¿Entraríamos cualquiera de nosotros?
Se impone una seria reflexión y, por firmado que esté en diversos acuerdos de Gobierno, lo primero que habría que repasar y convenir es el momento en el que un político debe ser apartado de su partido. Desde luego no en el momento de la imputación, por mucho que eso forme parte de la nueva política, entre otras razones porque imputar es más fácil de lo que parece y las consecuencias, ahora que somos un país de "almidonados", desmesuradas. Tan desmesuradas que llegó a ser declarada indigna de representar a Valencia en el Senado, todos tan "almidonados" que no se podía pactar "con el partido de Rita". ¡¡Que barbaridad!! ¡¡que exageración!! Tratándose de una persona a la que, como a otros muchos, le asistía la presunción de inocencia.
Rita Barberá ya forma parte de la historia y su figura es inseparable de las biografías políticas de todos aquellos que han sido algo en el PP. Desde Camps hasta Rajoy pasando por José María Aznar. Creyó que podía con todo y personalmente fui de las que en el minuto uno consideró que por su bien y por el de su partido debía dar un paso atrás porque la fiereza, tanto o más que el afán de limpieza, se iba a cebar en ella. Y así ha sido. Un ratito en el rincón de pensar vendría muy bien a este país nuestro tan cainita y tan fiero.