Si Aznar se dirigía así al fundador de Alianza Popular y refundador del partido ya como Partido Popular, tras el breve paso por la Presidencia de Antonio Hernández Mancha, una vez obtuvo la confianza de éste le prometió continuar con su legado hasta conseguir el gobierno de España. Lo que no le dijo esa tarde en Sevilla era que iba a cambiar de raíz toda la estructura de mando de la derecha política, que iba a mandar al exilio de la historia a todos los vicepresidentes y que se iba a quedar con el brazo de hierro del secretario general para conseguir domesticar a los más rebeldes. Tenía a sus amigos, los que le habían acompañado a Perbes a convencer al "patrón" de su candidatura en lugar de Isabel Tocino; y tenía a Francisco Alvarez Cascos, la persona que durante diez años asumió el rostro duro del PP.
Si la primera carta a su jefe gallego le sirvió para sentarse en el trono de la calle Génova; la segunda carta a su nuevo jefe gallego le sirvió el veinte de diciembre de 2016 para renunciar a su puesto de presidente de honor del partido, para continuar con su alejamiento del poder interno, para anunciar que no asistiría - por primera vez - al Congreso Nacional del mes de febrero. Y sobre todo para dejar bien claro que con Mariano Rajoy y sus leales rompía los escasos hilos que los unían. Fraga había "destituido" al ganador del VIII Congreso y presidente sin disparar un solo tiro dialéctico. Aznar reconocía su derrota ante el ganador del XV, del XVI, del XVII y previsiblemente del XVIII tras lanzar durante meses la pequeña munición de que disponía. Eran otros tiempos: Hernández Mancha no consiguió llegar a La Moncloa; Rajoy había llegado con mayoría absoluta, había mantenido el primer puesto durante la larga y agotadora crisis, y pensaba quedarse.
Hoy, 21 de diciembre, todo indica que José María Aznar ha iniciado un largo adiós del primer plano de la vida política nacional. Como simple militante del PP le ha deseado suerte al hombre que eligió como sucesor y que cree ha traicionado los postulados ideológicos del partido. Si echa una mirada a su propia historia como dirigente verá que ésta ha transcurrido entre dos gallegos, entre los dos tramos de una escalera en la que, de repente, ya no sabe si sube o si baja. Tal vez la respuesta la pueda encontrar entre las brumas con las que el Atlántico cubre los roquedales de Villalba y las piedras labradas de las casonas de Pontevedra antas de colarse por los soportales de Santiago y quedarse a mirar a las meigas desde las dos torres que como manos del apostol ayudan a llegar a los peregrinos.