“Si hubiera nacido en un país salvaje, sin literatura, sin novelas, sin leguaje escrito, habría hecho por las mañanas varias leguas de marcha para llegar a la cabaña del vecino más próximo y decirle: compañero vengo a contarte una historia muy interesante que se me ocurrió anoche…”
El que escribe esto es Vicente Blasco Ibáñez, un hombre que a lo largo de su azarosa vida tuvo tiempo de ser agitador revolucionario, anticlerical, antimonárquico, masón, preso, diputado, editor, periodista, escritor y amante clandestino.
Solo esa vida tan intensa y su indiscutible habilidad como escribidor le permitieron contar innumerables historias de éxito nacional e internacional, algunas de ellas llevadas al cine.
Cuento esto porque la cita que he hecho de él al comienzo de estas líneas es ocurrente pero inverosímil, porque nadie que viva aislado del mundo y sin compañeros a los que observar, puede crear una literatura tan extensa ni alimentar su imaginación del vacío y la nada.
Sostengo desde hace tiempo que un contador de historias es un ladrón de sueños que reparte su botín entre los no tuvieron la suerte de vivirlos , y eso es lo que le distingue de los que dilapidan en el precipicio de la nada la mayor parte de las vivencias que sufren o disfrutan, y que siempre llevan una pasión implícita.
Ir por la vida sin que los demás sean invisibles para nosotros es la línea que separa a los creadores de historias de los zombis urbanos.
El gran observatorio nacional no está en el parlamento ni en las universidades ni tampoco en las empresas que hacen encuestas. Si alguien quiere saber lo que sucede en este país debe mezclarse en el autobús o en la calle con la gente que habla en voz alta y la que les mira atónita.
Cuando me subo a la ola de la exageración me da por pensar en los que viven fuera de la realidad, aislados en un mundo que les limita y que pretende ser aséptico, selectivo, clasista, monocolor, y al mismo tiempo garantista de una normalidad a prueba de incidencias no calculadas.
La realidad social e individual no es la que cuentan los periódicos y mucho menos las televisiones que seleccionan los testimonios de la gente más simple, tópica o esperpéntica, para ofrecer una muestra de lo que, según ellos, es este extraño país.
La realidad social, o al menos una parte de lo que no es ficción, está en la gente sobre la que casi nunca ponemos el foco, porque caminan rumiando en voz baja sus sentimientos.
Ahí está la riqueza de la inspiración y no en los héroes que se han convertido en carne de prime time o de best seller.
Pero no quiero que se me olvide la importancia de los cuenta cuentos, de los que ponen su voz y su capacidad de interpretación a las vidas de los personajes revividos en los textos de los escribidores.
Si algo hizo bien la naturaleza fue repartir la palabra escrita y la voz hablada de forma desigual, porque de esa guisa el contador de historias que antes robó los sueños de quien las vivió, puede oír en voz ajena el sonido de sus palabras