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Rigidez y apertura en la Constitución

Rigidez y apertura en la Constitución

Por Francisco Rubio Llorente

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1. Constitucionalismo y democracia


1.1. INTRODUCCIÓN

La creación de una Constitución escrita, su elaboración y su promulgación, es un acto que se realiza en un momento determinado, en un presente efímero como todos los presentes, pero cuyo sentido reside precisamente en su pretensión de conformar el futuro. Todo acto legislativo está orientado hacia el futuro, pretende regular las conductas de quienes quedan sujetos al imperio de la ley, crear instituciones destinadas a una perduración más o menos larga, etc. No es por tanto su vocación de permanencia la que singulariza a la Constitución, pues ese rasgo se da también en algunas leyes, aunque no en todas. El rasgo que singulariza realmente a la Constitución es su materia. El objeto específico de las normas constitucionales es la configuración del sujeto mismo de la soberanía.

Lo que hoy llamamos Constitución escrita es la forma de eclosión del principio democrático, el instrumento que la comunidad política utiliza para organizarse de acuerdo con él. Para alcanzar ese objetivo, para lograr transformar lo que hasta entonces había sido una realidad fáctica cuya unidad no era producto de su propia voluntad en un sujeto colectivo capaz de expresarla e imponerla, de ejercer el poder, es indispensable crear las instituciones que han de actuar en su nombre, establecer los procedimientos que han de seguir y fijar los límites del poder que se les atribuye. En definitiva, vincularse a sí mismo mediante un conjunto de reglas, cuyo telos sólo puede alcanzarse si en mayor o menor medida no quedan situadas por encima de la voluntad que las creó. La Constitución supone la existencia de una comunidad política no creada por ella y a partir de este supuesto, la vinculación de quienes pudieron participar en su elaboración, aunque votaran en contra del texto aprobado por la mayoría, no implica contradicción alguna con el principio democrático, es más bien su consecuencia natural.

LA REFORMA CONSTITUCIONAL: ¿HACIA UN NUEVO PACTO CONSTITUYENTE?

Más allá de ello, la conjugación de la idea de Constitución con el principio democrático sólo se lograría si la Constitución quedara perpetuamente al albur de los cambios de mayoría. Aunque conceptualmente ese principio, como categoría de la filosofía política, no se identifique con la regla de la mayoría, que es un instrumento pragmático, es difícil realizarlo sin respetarla. De otro lado, sin embargo, si la mayoría pudiese modificar en cualquier momento el sistema institucional, prescindir de los procedimientos establecidos o desconocer los límites que la Constitución impone al poder, sería la idea misma de Constitución la que quedaría privada de sentido. Esta tensión permanente entre constitucionalismo y democracia es la que subyace a las dos grandes cuestiones con las que ha de enfrentarse la Teoría de la Constitución, la de la inmutabilidad del texto y la de su normatividad.

 

1.2. LAS RESPUESTAS A LA TENSIÓN EN LOS ALBORES DEL CONSTITUCIONALISMO

Las primeras Constituciones escritas, la norteamericana y la francesa de 1791 son producto de revoluciones en las que el principio democrático se enfrenta con el monárquico, aunque ambos principios revistan formas distintas en uno y otro caso y sean también muy diferentes los objetivos inmediatamente perseguidos. Los norteamericanos no persiguen la destrucción del poder monárquico, sino emanciparse de él afirmando su propia libertad para erigir un país nuevo e independiente; los franceses, por el contrario, sólo pueden afirmar su propia libertad aboliendo la institución monárquica, o manteniéndola sólo como un órgano del Estado cuya legitimidad, como la de los restantes, deriva de la voluntad popular.

Estas diferencias se proyectan en la teoría y en la práctica de ambas revoluciones, en sus conceptos, su terminología y su retórica. Pese a tales diferencias, ambas Revoluciones hubieron de enfrentarse con el problema que desde el punto de vista de la democracia plantea la idea de Constitución escrita como conjunto de reglas que, una vez establecidas, carecerían de sentido si quedaran al albur de la voluntad de la mayoría. Un problema único, pero que reviste dos formas distintas según cual sea la relación temporal que medie entre la Constitución y la sociedad obligada a seguir sus reglas.

1.2.1. La vinculación de los autores de la Constitución a su propia obra

Si la relación es de simultaneidad, esto es, si la sociedad que ha de quedar sujeta a la Constitución, aunque una mayoría de sus miembros no lo quiera, es la misma que la aprobó, este problema es simplemente la versión democrática del viejo problema de la capacidad del Monarca absoluto para imponerse límites a sí mismo, trasunto mundanal a su vez del problema teológico que suscita la aparente contradicción entre la omnipotencia divina y las obligaciones que el mismo Dios se impone en relación con sus criaturas. Si, por el contrario, la Constitución no es obra de los sujetos a ella, el hiato temporal choca, no ya con la regla de la mayoría, sino con el componente fundamental del principio democrático, la ilegitimidad de toda regla que no se fundamente en el consentimiento de los obligados; un consentimiento que, como bien se entiende, no ha de versar necesariamente sobre el contenido mismo de la regla, sino sobre su origen.

Sea porque consideraran suficientes las respuestas dadas a la cuestión que plantea la autovinculación del soberano por la doctrina posterior a Bodino, sea por otras razones teóricas o prácticas, ni los revolucionarios franceses ni los norteamericanos prestaron mucha atención, hasta donde yo sé, al primer aspecto del problema que plantea la relación entre constitucionalismo y democracia. Por el contrario, sí se debatieron muy seriamente sobre el segundo. Desde esta perspectiva, ese problema se presenta como una tensión intergeneracional, como choque entre el poder de las generaciones presentes y la libertad de las generaciones futuras.

1.2.2. La sujeción a la Constitución de las generaciones futuras

En cierto sentido, tampoco desde este ángulo, la problemática relación entre constitucionalismo y democracia carece de antecedentes en la teoría política construida a partir del principio monárquico. El pueblo no es sin embargo una institución como la Corona, sino una realidad en perpetuo cambio. Cabe sostener por eso que las ataduras que a sí mismo se impone el pueblo al darse una Constitución no tienen el mismo sentido que los nudos con los que Ulises se ató al mástil de su navío para no ser víctima del canto irresistible y letal de las sirenas. No limitan sólo la libertad de acción de quienes en el momento constituyente gobiernan la nave del Estado, sino también la de quienes lo harán en el futuro. Tanto en Norteamérica como en Francia, la primera solución que se propuso para este dilema fue la de sacrificar el constitucionalismo a la democracia, de manera que la fuerza vinculante de la Constitución no se extendiese a quienes no pudieran consentirla.

De acuerdo con la idea de que "la tierra pertenece siempre a las generaciones vivas", que expuso más de una vez, Jefferson sostuvo en una célebre carta enviada a Madison en septiembre de 1789 la necesidad de que, para acomodarla al principio democrático, la Constitución había de tener una vigencia temporal limitada, y más precisamente una vigencia que no excediese de los diecinueve años. Una propuesta que en términos muy similares se hizo también, aunque sin éxito, en el debate constituyente que poco después se inició en la Asamblea Nacional francesa. En forma menos abrupta, como obligación de revisar periódicamente, cada veinticinco años, el texto constitucional, Jefferson había propuesto esta idea en el Proyecto de Constitución para Virginia y en esa forma fue incorporada a la Constitución de Polonia en 1791.

1.2.3. La Constitución reformable

Ni los constituyentes norteamericanos ni los franceses se situaron sin embargo en el extremo opuesto. Aunque hubieran podido ampararse para hacerlo nada menos que en la autoridad de Locke. No proclamaron la inmutabilidad perpetua del texto constitucional (aunque sí la de alguno de sus preceptos, la temporal de otros e incluso, en el caso francés, la del texto entero durante diez años), pero impusieron condiciones muy estrictas para llevar a cabo los eventuales cambios. La propuesta de Jefferson no prevaleció frente a la solución ya adoptada por la Convención de Filadelfia, brillantemente defendida por Madison en El Federalista (especialmente en los arts. 49 y 50).

El mismo Madison la refuta enérgicamente en la carta que dirige a su autor en febrero de 1790 con abundantes razones pragmáticas, pero sobre todo con el poderoso argumento de que sólo la idea de que la comunidad política se basa en el consentimiento tácito de quienes la integran puede servir de fundamento al poder de la mayoría para imponer su voluntad dentro de ella. De donde se sigue lógicamente que esa comunidad no puede ser entendida como un conjunto de generaciones que se suceden en el tiempo, sino como una entidad cuya unidad se mantiene a lo largo del tiempo y de las generaciones. La Constitución no es permanente e inalterable, sino susceptible de reforma, pero para llevarla a cabo, tanto las generaciones que expresamente la consintieron, como las que la recibieron como legado, han de atenerse a las reglas orgánicas y procedimentales que la propia Constitución establece y respetar los límites que en ella se fijan.

1.2.4. El poder de reforma

La Constitución de los Estados Unidos (art. V), establece un procedimiento que puede seguir dos vías distintas, pero requiere que sea cual sea la seguida, el texto aprobado por el Congreso o la Convención sea ratificado por las tres cuartas partes de los Estados. Impone además dos límites, uno temporal, que afecta a las reformas que se propongan abolir el tráfico de esclavos; otro, que dimana del derecho de los Estados a no ser privados sin su consentimiento de una representación igual en el Senado, que aunque en rigor no sea absoluto, puesto que puede ser superado por un acuerdo unánime de todos los Estados, opera en la práctica como tal. La Constitución francesa de 1791 excluía al Rey del poder de reforma que, a diferencia del legislativo, quedaba totalmente en manos de la Asamblea Nacional.

Para ejercerlo, ésta debía seguir sin embargo un procedimiento largo y engorroso: el proyecto de reforma debía ser aprobado por tres legislaturas sucesivas, antes de que la siguiente, es decir, la cuarta, incrementada con 249 miembros elegidos ad hoc, lo aprobase (o lo rechazase), ya de manera definitiva. No contentos con la dificultad y la duración de este procedimiento, que en el mejor de los casos se alargaría durante siete años, los constituyentes prohibieron además la presentación de propuestas de reforma durante las dos primeras legislaturas. La Constitución que de acuerdo con todo ello hubiera debido mantenerse inmutable hasta diez años después de su promulgación, es decir, hasta 1801, sólo se mantuvo sin embargo en vigor durante diez meses. Como en ella, junto al procedimiento de reforma, se reconocía el "derecho imprescriptible de la Nación a cambiar de Constitución", tras la tumultuosa jornada del diez de agosto de 1792, la propia Asamblea Legislativa decidió la convocatoria de una Convención constitucional.

En ambos casos, tanto el procedimiento previsto para la reforma como los límites absolutos o temporales que se imponen a ésta, evidencian que la finalidad perseguida no es sólo la estabilidad, o la protección de los Derechos, sino sobre todo la de mantener la intangibilidad de un principio político frente a las amenazas que contra él se ciernen. En Francia la amenaza viene del principio monárquico; en Norteamérica de una concepción distinta del propio principio democrático, de un entendimiento distinto de la soberanía popular o más precisamente de la comunidad política titular de ese poder. Una comunidad cuya soberanía está dividida entre el todo y las partes, entre la nación y los Estados, que se vería destruida por el establecimiento de "una gran democracia nacional y unificada (...) cuyo gobierno puede pretender y conseguir el derecho a decidir en última instancia sobre el alcance de su propio poder". Sólo mucho más tarde, tres cuartos de siglo después de su instauración, en el momento inicial del constitucionalismo, afirmado ya el principio democrático frente al monárquico en Europa, y estabilizado el federalismo norteamericano, adquirió nuevo sentido la rigidez constitucional, Consecuencia de la creación de un poder nuevo y de difícil categorización, el poder de enmienda o de reforma, cuya existencia está hoy tan firmemente asentada en la práctica que ha privado de significado político al inacabable debate académico sobre su teoría.

Un debate que responde a las mismas inquietudes del comienzo, pero que frecuentemente las expresa de forma distinta; la problemática legitimidad del poder de las generaciones presentes para limitar el poder de las generaciones futuras mediante la Constitución, se traduce en la imposibilidad de que ésta abola el poder constituyente originario, etcétera. Pero si la teoría del poder de reforma pasa a segundo plano, su lugar en las preocupaciones de los estudiosos es ocupado por la dogmática. Desde finales del siglo XIX y sobre todo en el período de entreguerras, surge una dogmática del poder de reforma, que es obra más de la doctrina europea (incluso y aun sobre todo de la Escuela kelseniana) que de la americana y que por tanto adolece de una alto grado de abstracción.

 

1.3. NORMATIVIDAD DE LA CONSTITUCIÓN y PRINCIPIO DEMOCRÁTICO EL CONTROL JUDICIAL DE LA CONSTITUCIONALIDAD

De esa dogmática me ocuparé después brevemente. Antes de eso es necesario recordar que el eclipse del debate teórico sobre la conciliación entre rigidez constitucional y democracia, en la forma en la que inicialmente se planteó, no significa en modo alguno que la tensión entre constitucionalismo y democracia haya quedado definitivamente resuelta, sino sólo que se manifiesta ahora de una forma nueva, como tensión entre los propios poderes constituidos y más específicamente entre legislativo y judicial, que son los únicos que pueden disputarse y efectivamente se disputan la condición de supremo intérprete de la Constitución. El principio democrático parece exigir que sea el legislativo, el órgano que ostenta la representación popular, el intérprete en última instancia del texto constitucional, el que ha de determinar el contenido normativo de sus preceptos y así se entendió durante largo tiempo en Europa.

Como es obvio esta tensión es menor o nula en aquellas Constituciones que no se apoyan en el principio democrático. A partir de Napoleón, la forma constitucional se utiliza disociada ya de ese principio, a través de cartas otorgadas, o enlazándolo con el principio monárquico en el constitucionalismo doctrinario propio de las Monarquías constitucionales decimonónicas. Aunque estas formas constitucionales no han desaparecido por entero en el mundo de hoy, la mayor parte de las Constituciones vigentes (con independencia de cual sea el grado real de esa vigencia) se apoyan exclusivamente en el principio democrático. Prescindiré en lo que sigue de esas formas constitucionales "derivadas" para concentrar mi reflexión sólo en las Constituciones democráticas. La solución propuesta pone en cuestión sin embargo la normatividad de la Constitución, que sólo puede ser asegurada si su defensa se encomienda al juez, a la rama "no política" del poder del Estado. Es la tesis que desde 1803 se impuso en Norteamérica, aunque no sin resistencias y titubeos, y sólo después de la Primera Guerra Mundial y paulatinamente, también en Europa.

El "destronamiento" de la ley que esta solución comporta da lugar sin embargo, a una nueva manifestación de la tensa relación entre constitucionalismo y democracia. En esta forma nueva, el problema a resolver es el que plantea la atribución a un órgano que carece de legitimación democrática directa de un poder que, en alguna medida lo coloca por encima de los que efectivamente gozan de ella. Este es el problema en torno al que gira el debate sobre el control de constitucionalidad de las leyes, uno de los temas dominantes en la Teoría Constitucional de nuestro tiempo. Paradójicamente, en este debate, el poder de reforma ha pasado de ser una institución de dudosa legitimidad democrática, a una institución cuya existencia es indispensable para dotar de legitimidad al control judicial de constitucionalidad. Sólo la posibilidad de que los órganos representativos, o el pueblo mismo, tengan en sus manos el poder de reformar la Constitución para invalidar la interpretación que los jueces han hecho de ella, permite conciliar el poder de los jueces con el principio democrático.

O más precisamente, no declararlo resueltamente incompatible con él, porque aunque la tensión entre jurisdicción constitucional y principio democrático es permanente, insuperable, es soportable cuando la configuración de la institución la reduce al mínimo; o dicho de otro modo, cuando esta configuración se hace de modo que el control del juez interfiera lo menos posible con el poder de los órganos directamente legitimados por la elección popular. Esta es la finalidad que dota de sentido a las reglas que establecen la composición y organización de los órganos judiciales a los que se confía el control de constitucionalidad y el procedimiento para ejercerlo. Y este es también el objetivo que intentan alcanzar las construcciones que desde la teoría académica o la práctica jurisprudencial proponen límites a la libertad del juez en la interpretación de la Constitución.

Construcciones a veces muy enérgicas, como es el caso de aquellas que sostienen que las decisiones invalidatorias sólo son legítimas cuando tienen como fundamento la protección de las minorías, es decir, la defensa de la democracia, que sólo es posible cuando está asegurada la igualdad En muchos otros casos, más moderadas, acuñando reglas prudenciales (self restraint, deferencia hacia el legislador, principio de conservación de la norma, etc.) que permiten eludir en todo lo posible el choque frontal entre juez y legislador. Toda la teoría de la jurisdicción constitucional gira en torno a este problema, aunque no sea el único con el que esa teoría ha de enfrentarse, pues en el caso europeo ha de atender también al apenas menos difícil que plantea la relación entre la jurisdicción constitucional y la ordinaria.

1.4. Reforma constitucional y modificación constitucional sin reforma

La vigencia de las Constituciones escritas basadas en el principio democrático desde hace más de dos siglos en Norteamérica, desde hace siglo y medio en algunos países europeos y con más o menos continuidad, desde hace al menos un siglo en la mayor parte de ellos, ofrece una base empírica de la que manifiestamente carecían las teorías elaboradas en los albores del constitucionalismo. Esa experiencia muestra, en primer lugar, que la sujeción de las generaciones que «no consintieron» la Constitución al procedimiento de reforma previsto en ella no es insuperable y que tanto estas generaciones, como incluso la que fue autora de la Constitución pueden modificar el texto constitucional sin respetar estrictamente tal procedimiento, pero sin acudir para ello a la revolución. Respetándolo en apariencia, pero violentándolo en la práctica, como sucedió en Norteamérica cuando el Congreso logró, mediante un uso descarado de la fuerza, que los Estados ratificaran las Enmiendas XIII y XIV, o mediante la apelación directa al pueblo desde cualquiera de los poderes constituidos, pero especialmente desde el Ejecutivo.

Pero lo que la experiencia adquirida ha puesto sobre todo de relieve, es que la permanencia del texto constitucional no significa la inmutabilidad de su contenido normativo. Dentro de los límites que el tenor literal de los preceptos impone (aunque a veces violentándolo) son legisladores y jueces los que realmente determinan ese contenido normativo con un grado de libertad que está en función, como es obvio de la "apertura" del texto constitucional.

1.5. Rigidez y flexibilidad. Apertura y cierre

Desde una perspectiva rígidamente formal, cabe sostener que esta labilidad del contenido constitucional no niega ni pone en cuestión la rigidez de la Constitución, que sólo pretende la preservación de la forma de los preceptos, no la de su contenido. Incluso desde el punto de vista de la más extremada pureza metodológica, parece difícil sin embargo prescindir del contenido mismo de los preceptos que integran la Constitución, tanto considerados aisladamente, como en cuanto elementos de un sistema, y que, en consecuencia, también desde el punto de vista formal, el análisis de la realidad constitucional ha de emplear, junto a la dicotomía rigidez-flexibilidad, también la de apertura-cierre. O para decido con mayor exactitud, puesto que no son conceptualmente posibles las Constituciones absolutamente flexibles o completamente cerradas, la inmutabilidad de un texto es función tanto de su rigidez como de su apertura. Tanto del grado mayor o menor de la una y de la otra como de la relación que entre ellas media, que es necesariamente una relación de condicionamiento recíproco.

1.6. La instrumentación normativa de la rigidez y la apertura de las constituciones

El grado de apertura de una Constitución es función de muchas variables. El ámbito, más o menos amplio de regulación del sistema político, que suele reflejarse en las dimensiones del texto, aunque no siempre sea así; el detalle con el que se regulan las instituciones o se definen los derechos y el género de conceptos utilizados para ello; en definitiva, las remisiones implícitas o explícitas que el texto de la Constitución hace a la ley o a la interpretación judicial para dotar de contenido concreto a sus preceptos, para detraer una u otra norma de las varias que el texto contiene en potencial. Pero no sólo de ellas, a veces la mutación es producto del cambio en el contexto internacional, o incluso en el significado de algunas expresiones. El grado de rigidez depende a su vez, como es obvio, del procedimiento de reforma, de los condicionamientos que la Constitución impone a la acción del "poder constituyente constituido".

El condicionamiento más intenso es el que resulta del establecimiento de límites absolutos, de la prohibición expresa, temporal o perpetua, de modificar algunos preceptos constitucionales, o más comúnmente, de prescindir de algunos principios. Así las que imponen las Constituciones de Alemania (art. 79, 2.0 Y 3.0), Francia (art. 91)12, Portugal (art. 288) y, de manera quizás algo extremada, Turquía (art. 4, en relación con los tres precedentes). Este género de prohibiciones, que resuelven en favor del constitucionalismo la tensión siempre latente entre constitucionalismo y democracia, suelen utilizarse en situaciones en las que se ve en ésta una amenaza grave para aquél, aunque paradójicamente sólo prevalecen cuando esa amenaza resulta ser ilusoria. Las limitaciones habituales, menos rotundas, son las que exigen que la reforma sea obra de un órgano especial, distinto del que ostenta la potestad legislativa, o que éste sólo pueda aprobada mediante mayorías cualificadas, o que haya de reiterar su decisión, dentro de la misma legislatura, o en legislaturas sucesivas, o que en la decisión participe también directamente el pueblo, bien sea mediante la ratificación en referéndum del acuerdo ya adoptado, bien sea, con carácter previo, otorgando a las Cámaras una habilitación ad hoc para deliberar sobre la reforma de la Constitución.

Aunque algunos autores incluyen también entre estas limitaciones la necesidad de que la reforma sea expresa, parece dudoso que esta exigencia, que deriva del principio de seguridad jurídica más que de la primacía de la Constitución, deba ser considerado como una limitación del poder de reforma. En ausencia de límites absolutos, la regulación constitucional del poder de reforma dota de una cierta provisionalidad a todo el resto de la Constitución, argumento que a veces se utiliza para sostener la necesidad de aceptar la existencia de límites implícitos que ese poder no puede en ningún caso infringir. La posibilidad de que existan normas constitucionales contrarias a la Constitución (verfassungswidrige Verfassungsnormen) sólo puede argumentarse sin embargo a partir de una afirmación del Derecho Natural o de una especie de idea platónica de Constitución, válidos en el debate político, pero que el juez no puede invocar para arrogarse un poder que la Constitución no le otorga explícitamente.

No tropieza con este escollo insalvable el control judicial del respeto del poder de reforma a los límites explícitos, aunque incluso en situaciones de plena normalidad la eficacia del control jurisdiccional para imponerlos es menor que cuando se trata de verificar la exacta aplicación de las normas puramente procedimentales. En este caso, y en el supuesto de que la Constitución prevea para la reforma un solo procedimiento, la eficacia del control judicial depende en buena medida de las facultades que el juez tenga para enjuiciar la secuencia adecuada de los distintos trámites y la correcta realización de cada uno de éstos.

 

2. La reforma constitucional en España

2.1. El poder de reforma en la historia constitucional española

El procedimiento de reforma establecido en la Constitución española de 1812 reproduce el de la Constitución francesa de 1791, aunque atenúa algo su rigor. Abre la posibilidad de que la segunda legislatura que apruebe la proposición de reforma decida que sea la siguiente, es decir, la tercera a partir de la que inició el procedimiento, en lugar de la cuarta, la que ha de pronunciarse definitivamente y duplica la duración de la moratoria prevista en la Constitución francesa, elevándola a ocho años. El debate sobre el precepto que regula este procedimiento (el 375 en la ordenación definitiva del texto constitucional), tuvo una extensión y una densidad realmente notables. Se alargó durante cuatro días y en el discurso con el que concluye, Arglielles afirma que ese precepto es la piedra angular de toda la Constitución y que sin él, nada se habría hecho.

En España, como en Polonia, la Constitución fue derogada antes de que surgiera la posibilidad de reformada y tras el largo paréntesis absolutista, el restablecimiento del régimen constitucional se lleva a cabo con arreglo a ideas y categorías que cambian sustancialmente los términos del problema. En la primera mitad del siglo XIX, el paso de la Monarquía absoluta a la constitucional es un fenómeno común a todos los países continentales europeos, aunque el proceso de cambio no sea simultáneo en todos ellos, ni sean exactamente las mismas las ideas que lo inspiran y las categorías utilizadas para dar forma a la nueva realidad. La diferencia más acusada es sin embargo la que media entre lo que cabría llamar vía germánica y la latina. En los países latinos, en efecto, a lo largo de la tercera década del siglo, se impone la idea de la soberanía compartida, trasunto más o menos fiel del modelo británico, que se plasma en las Constituciones llamadas "doctrinarias".

Ni las teorías utilizadas para legitimarlas, ni el contenido de estas Constituciones son los mismos en todos ellos. Pero estas diferencias, en muchos casos apenas perceptibles para el lego, no ocultan la identidad del modelo seguido. En España, el tránsito de la Constitución basada en la idea de soberanía nacional a la que se apoya en la idea de soberanía compartida se opera ya en la Constitución de 1837, que por eso ha sido calificada como "transaccional". Su consagración plena se produce sin embargo sólo con la reforma plasmada en la "nueva" Constitución de 1845, a iniciativa del Gobierno presidido por Narváez. La finalidad que la reforma persigue es claramente conservadora, pero lo que aquí interesa no es el sentido de la reforma, sino el procedimiento seguido. Se contemplaron al menos tres posibilidades distintas. Dos de ellas implicaban el «otorgamiento» de una Constitución nueva, pero en una de ellas el Trono se amparaba sólo en su propio derecho, mientras en la otra se apoyaba también, de manera más o menos artificiosa, en el Estatuto Real de 1834.

Frente a estas dos fórmulas, que volvían a la afirmación enérgica del principio monárquico, a la idea de que el Monarca es el titular único de la soberanía, la que finalmente se impuso fue la de una reforma llevada a cabo mediante el acuerdo del Rey con las Cortes, como titulares ambos de una soberanía compartida. El rey y las Cortes no han recibido su poder de la Constitución que se proponen reformar, sino de una Constitución anterior, no escrita, de la que la Constitución escrita es simplemente manifestación ocasional. Estos poderes "soberanos" por obra de esta Constitución que a lo largo del tiempo se calificó de histórica, o natural, o interna, eran también, sin embargo, los que de acuerdo con la Constitución escrita ostentaban el poder legislativo ordinario, de manera que, desde el punto de vista jurídico positivo, era el poder legislativo el que asumía la tarea de reformar la Constitución.

Como esta posibilidad de llevar a cabo una reforma constitucional mediante el procedimiento legislativo ordinario es la que habitualmente se considera como criterio distintivo de las Constituciones flexibles, se suelen considerar como tales las Constituciones españolas de 1837, 1845 Y 1876, junto con el Estatuto Albertino y otras muchas Constituciones de la Europa del siglo XIX. Frente a esta tesis, abrumadoramente dominante en la doctrina, un ilustre constitucionalista italiano, ha sostenido recientemente que, por el contrario, estos textos constitucionales que no prevén procedimiento alguno para su reforma deben ser calificados de absolutamente rígidos. La resistencia de algunos profesores españoles a aceptar esta original postura ha dado lugar a una controversia erudita y brillante, aunque tal vez un tanto artificiosa, en la que no pretendo mediar.

Creo firmemente que si la dicotomía entre rigidez y flexibilidad se mantiene como contraposición de dos categorías nítidamente separadas, es forzoso incluir entre las flexibles las mencionadas Constituciones españolas. Sólo querría puntualizar que quizás la categoría de las Constituciones flexibles requiere una reelaboración más cuidadosa, pues evidentemente no tiene el mismo significado una reforma constitucional explícita que, sea cual sea el órgano que la lleva a cabo y el procedimiento que utiliza, pretende cambiar el texto constitucional, que aquellos cambios del contenido normativo de la Constitución ocasionados por normas que, aunque emanadas de esos mismos órganos y siguiendo el mismo procedimiento, no pretenden explícitamente reformar la Constitución. Estas reformas "encubiertas", sólo teóricamente posibles cuando no existen instrumentos eficaces para controlar la constitucionalidad de las normas, no tienen que ver con la rigidez o flexibilidad de la Constitución, sino con su normatividad.

Una calidad que, por cierto, tampoco se ve alterada cuando es la propia Constitución la que encomienda al legislador la tarea de concretar sus preceptos para detraer de ellos normas accionables ante la jurisdicción. Hay buenas razones para sostener la conveniencia de sustituir al legislador por el juez como intérprete supremo de la Constitución, pero no cabe ignorar que esta sustitución implica un cambio radical de la jurisdicción, que inevitablemente asume con ello una función creadora del Derecho que desborda con mucho la que le permitía la interpretación de las normas legales. Una vez que el principio democrático desplaza por entero al monárquico y el poder constituyente se identifica con la soberanía popular, o nacional, la flexibilidad cede el paso a la rigidez y las Constituciones comienzan a incluir normas que sustraen su reforma a la voluntad del legislador ordinario. Una evolución que se inicia en España ya con la Constitución de 1869 y que tras el paréntesis de la Restauración se afirma en la Constitución de 1931 y en la actualmente en vigor.

La razón de ser de la rigidez no es sin embargo en esta nueva etapa la misma que daba sentido a la institución en las primeras Constituciones europeas, ni se identifica por entero con la que explica la rigidez de la Constitución de los Estados Unidos. No se trata ahora de preservar la obra de la soberanía nacional frente a la voluntad, que se pretende soberana, del monarca, o de garantizar a los Estados miembros de la Federación su ámbito de libertad respecto de ésta. Son finalidades de otro género: garantizar los derechos individuales sustrayéndolos a la «voluntad movible y tornadiza de las Asambleas políticas», como se dice en el Dictamen de la Comisión redactora de la Constitución de 1869, y asegurar que la organización del poder no pueda ser modificada a su antojo y conveniencia por mayorías ocasionales.

2.2. El poder de reforma en la Constitución de 1978

El Título X de nuestra Constitución establece dos procedimientos de reforma distintos, reservado cada uno de ellos a la eventual reforma de las dos partes de la Constitución que con este fin se delimitan, una en positivo y la otra en negativo, en el artículo 168. La regulación constitucional adolece de algunos defectos técnicos, que la doctrina ha puesto de relieve. En relación con el procedimiento del artículo 167, se ha señalado la imprecisión acerca de lo que debe entenderse por falta de acuerdo entre las Cámaras y la insuficiencia de la norma que prevé la creación de una comisión paritaria sin añadir ninguna indicación concreta sobre el objeto y el procedimiento de su actuación. En relación con el artículo 168, la superficialidad y oscuridad del criterio utilizado para delimitar su ámbito de aplicación, la ambigüedad de las normas que establecen las funciones que corresponden a las dos sucesivas legislaturas y la ausencia de previsión alguna que permita superar, en la segunda de ellas, la eventual discrepancia entre ambas Cámaras.

No voy a entrar en el análisis de esas críticas, en general fundadas, ni exponer mi postura en lo que se refiere a cual debe ser la interpretación de las normas, ciertamente ambiguas, que definen la función que corresponde a las Cámaras en las dos legislaturas que han de actuar sucesivamente cuando el procedimiento seguido es el previsto en el artículo 168. En este último punto, mi postura coincide, como cabe suponer, con la que adopta el Consejo de Estado en su Informe sobre la Reforma constitucional. Respecto de los restantes, me remito a las ideas que Juan Luis Requejo expone en el Comentario a la Constitución promovido por el Tribunal y cuya aparición estará, supongo, muy próxima. Mi juicio sobre el procedimiento previsto en el artículo 168 es sin embargo menos duro que el de Requejo. Coincido con él desde luego en los defectos de la regulación, pero no me parece que este procedimiento reforzado equivalga a una cláusula de intangibilidad.

Las razones que justifican la necesidad, o al menos la conveniencia, de que la reforma de la Constitución se haga con intervención de dos legislaturas sucesivas son obvias y casi abrumadoras. El poder de reforma es poder constituyente y por tanto su configuración constitucional ha de asegurar en la mayor medida posible que la voluntad del órgano que lleva a cabo la reforma coincide con la del pueblo soberano al que ésta se imputa. La coincidencia puede buscarse por dos vías diferentes. Una, la vía previa, que al dejar en manos de los ciudadanos la elección de quienes han de integrar el órgano al que se encomienda la reforma, les permite predeterminar su contenido y su alcance. Otra, la intervención del pueblo a posteriori, para ratificar o rechazar la reforma que se propone, pero sin alterar los términos de la propuesta. Aunque las dos vías persiguen la misma finalidad y a veces, como sucede entre nosotros y también en Dinamarca, pueden utilizarse conjuntamente, no parece dudoso que la vía previa permite una participación del pueblo en la elaboración de la reforma más intensa que la que le depara la posibilidad de aceptar o rechazar in toto la obra ya acabada.

El precio a pagar por esa mayor eficacia es el de su considerable lentitud. Una lentitud que puede parecer deseable en la mayor parte de las ocasiones y que sin duda fue muy deliberadamente buscada en los orígenes del constitucionalismo, pero que puede resultar inconveniente en otros muchos casos. Este inconveniente no ha impedido que el procedimiento se mantenga en muchas Constituciones contemporáneas, sea como vía única para cualquier género de reforma, sea como vía reservada a las de mayor trascendencia, habilitando para las restantes un procedimiento más breve y menos exigente. Para salvar la dificultad que implica la distinción a priori entre lo que es muy importante y lo que no lo es, algunas Constituciones ofrecen a las Cámaras la posibilidad de excepcionar, mediante mayorías muy reforzadas, de 4/5 e incluso 5/6, la aplicación de ese método a los supuestos previstos en la Constitución cuando, en razón de su lentitud o por otros motivos, se considere inadecuado.

Es una técnica que quizás podría incorporarse a nuestra Constitución, incluso ampliándola en la medida necesaria para corregir todos los defectos que se reprochan al criterio que en ella se sigue para delimitar el ámbito de aplicación de los dos procedimientos de reforma. Tanto el que fuerza a utilizar el procedimiento reforzado para reformas que afectan sólo a cuestiones menores, como el que impide hacer uso de él para modificaciones que, aunque no versen sobre ninguno de los preceptos especialmente protegidos, alterarían sustancialmente la arquitectura constitucional.

Nuestra Constitución es ciertamente muy rígida. En la clasificación establecida por Lutz con datos de 1992, sólo la aventajaban en rigidez, y por este orden, las de Yugoslavia, Estados Unidos, Venezuela y Suiza; tras ellas aparece ya la nuestra, con el mismo grado de rigidez que las de Alemania y Nigeria. La dificultad casi insalvable para reformarla no viene sin embargo de su rigidez, sino paradójicamente de su apertura. No parece aventurado pensar que el obstáculo con el que chocó el propósito reformista que figuraba en el programa del Gobierno en 2004 viene más de la dificultad política de cerrar la Constitución, que de la dificultad jurídica del procedimiento que circunstancialmente había que seguir para conseguirlo.

2.3. La apertura de la Constitución

Salvo en 1869, todas nuestras Constituciones decimonónicas, a partir de la de 1837, han aceptado tácitamente la organización territorial existente, limitándose a dictar algunas normas muy generales sobre Diputaciones provinciales y Ayuntamientos, cuya regulación se deja en manos del legislador. La de 1978, por el contrario, aunque da también por supuesta la existencia de los municipios y provincias entre los que se divide el territorio nacional, introduce un principio nuevo de organización territorial, que no puede realizarse a través de la estructura preexistente, y que se incorpora a la Constitución de una forma ciertamente singular, como reconocimiento del derecho a la autonomía de nacionalidades y regiones. Es decir de un derecho anterior a la Constitución, pues de otro modo no podría ésta "reconocerlo", y cuyos titulares son por tanto también realidades existentes antes de que existiera la Constitución.

Como la Constitución, cualquier Constitución, es instrumento político, medio de integración y de creación de legitimidad, la fórmula del artículo segundo no puede ser criticada desde el punto de vista exclusivamente jurídico y por consiguiente se pueden disculpar sus manifiestas insuficiencias como norma jurídica. Sí exige sin embargo un desarrollo que dé existencia jurídica a los titulares del «derecho a la autonomía» y traduzca éste en repertorio concreto de derechos y obligaciones, o más precisamente de competencias y deberes. Siguiendo la técnica utilizada por la Constitución de la II República, el Título VIII de la vigente, que es el que lleva a cabo este desarrollo, se limita a establecer un procedimiento que deja en manos de las provincias la creación de los entes que han de realizar el derecho a la autonomía convirtiéndose en Comunidades Autónomas, sin precisar en lugar alguno la correspondencia de estos entes con aquellos a los que el artículo segundo atribuye su titularidad, a los que sin duda muy deliberadamente, no hace alusión alguna.

Pese a ello, una opinión muy extendida en el momento constituyente, creyó ver una correspondencia entre la dicotomía de nacionalidades y regiones y la diferencia que la Constitución establece entre Comunidades creadas por iniciativa de "territorios que plebiscitaron en el pasado regímenes de autonomía" y aquellas otras que deben su origen a la iniciativa de las provincias, aunque éstas actúen ya como territorios dotados de un régimen provisional de autonomía. Una diferencia que hubiera podido reflejarse en el sistema institucional de unas y otras, cuestión que la Constitución dejaba abierta, pero que era explícita y acusada, aunque sólo temporal, sólo durante un quinquenio, en el ámbito de poder, en el elenco de competencias que las nuevas Comunidades podrían asumir, mucho más amplio en las creadas por la vía excepcional que las que lo fueron por el procedimiento común.

Esta correlación apenas sugerida entre nacionalidades y regiones, de una parte, y distintos tipos de Comunidades Autónomas, de la otra, quedó ya considerablemente difuminada con la creación de la Comunidad Autónoma andaluza y se desdibujó aun más con los Acuerdos de 1981, que extendieron a todas las Comunidades el sistema institucional previsto en la Constitución sólo para las privilegiadas e incluso redujeron las diferencias competenciales al abrir la posibilidad de que Valencia y Canarias asumieran anticipadamente, mediante sendas leyes de transferencia, competencias que iban más allá de lo previsto en el artículo 148. Más tarde, los Acuerdos de 1992 y más recientemente las reformas estatutarias acometidas a partir de 2004, parecen apoyarse en una interpretación del texto constitucional que no permite considerar como constitucionalmente necesario, cualquier género de diferenciación entre Comunidades Autónomas que no resulte de rasgos (lengua, derecho foral, condición insular) específicamente mencionados en ese texto.

El método a través del cual se ha producido esta reducción de las posibilidades de diferenciación que el Título VIII es el que resulta de la aplicación del llamado «principio dispositivo», que la Constitución vigente recibió de la II República, pero que en ella operaba sólo en el momento inicial, para la creación de las Regiones Autónomas. De manera innecesaria, el texto constitucional vigente lo ha llevado más allá para hacer de él un principio estructural y permanente, no meramente coyuntural y transitorio. Es cierto que en una interpretación muy rigurosa de dicho texto se podría sostener que sólo pueden apoyarse en él para ampliar el elenco de competencias inicialmente asumidas, aquellas Comunidades que en el momento de su creación debieron atenerse al marco establecido en el artículo 148.1, pues sólo a ellas atribuye el apartado segundo de ese mismo precepto esa facultad. Incluso podría entenderse, forzando algo más el texto, que esa posibilidad se agotaba con la primera ampliación, que por reforma sucesiva debía entenderse simplemente reforma posterior.

Esa interpretación rigurosa, además de forzar el texto hasta el límite de lo posible, sería sin embargo políticamente absurda. Restringir a las Comunidades creadas por la vía ordinaria la posibilidad de reformar sus Estatutos tantas veces como quieran para ampliar sus competencias, negándosela a las restantes equivaldría a establecer una diferencia irrazonable y difícilmente justificable entre estas Comunidades y las que surgieron por la vía privilegiada o especial, imposibilitadas de conseguir más competencias que las que inicialmente asumieron. Y ciertamente no ha sido esa interpretación rigurosa, sino la más abierta de las posibles, la que hasta el presente se ha hecho. Todas las Comunidades Autónomas, en cualquier momento y tantas veces como quieran, pueden acometer la reforma de sus Estatutos de Autonomía para modificar, indefectiblemente ampliándolo, su propio ámbito competencial.

Es esta vigencia permanente del principio dispositivo la que determina la apertura de nuestra Constitución. Una apertura en razón de la cual nuestra Constitución es siempre, en este punto crucial de la organización territorial del poder, una Constitución «accidental», como la calificó Cruz Villalón en estas mismas Jornadas, hace ya ocho años. Una Constitución que se va elaborando de acuerdo con razones coyunturales que por esta vía se incorporan a la estructura permanente de nuestro sistema político.

2.4. Apertura constitucional y reforma de la Constitución Es posible que esta apertura permanente, prolongada en el tiempo mucho más allá del momento en el que fue indispensable, haya resultado beneficiosa, como afirman algunos. No estoy muy seguro de ello, porque los beneficios que ha producido la división del poder político entre las instituciones centrales del Estado y las Comunidades Autónomas son consecuencia de esta división, no de la vigencia perpetua del principio dispositivo. Pero sean los que hayan sido tales efectos benéficos en el pasado, me parece improbable que sigan produciéndolos ahora, treinta años después de promulgada la Constitución, y desde luego me parecen evidentes y graves los que ocasiona esta apertura que nos hace vivir en un proceso constituyente permanente, sin término.

Un proceso cuya permanencia anula el efecto que es propio de una Constitución e invalida una de las razones más frecuentemente utilizadas para justificar la conjugación indispensable entre constitucionalismo y democracia: la de que sólo la existencia de un marco institucional permanente hace posible que la acción de todos los actores políticos, tanto la de los órganos del Estado como la de los partidos, se centre en las necesidades de cada momento, en la labor de gobierno. Por eso creo necesaria la reforma constitucional en este punto. Y no sólo por la importancia intrínseca de esta reforma, sino porque me parece obvio que sólo con ella, sólo cerrando esta puerta, se abrirán las que hacen posible acometer otras reformas. Las necesarias, por ejemplo, para corregir defectos graves de nuestro sistema institucional, como son los perceptibles en el Consejo General del Poder Judicial o el Tribunal Constitucional, o para suprimir exigencias que hoy carecen de sentido, como la que impone la reciprocidad para conceder el voto en las elecciones municipales a los extranjeros no comunitarios residentes en España.

En definitiva, sólo salvando este escollo se hará nuestra Constitución efectivamente reformable, una condición que como he recordado al comienzo, es indispensable para afirmar la legitimidad democrática de cualquier Constitución. No ignoro sin embargo la dificultad política de llevar a cabo una reforma destinada a poner término al juego del principio dispositivo. Seguramente no carece de fundamento el reproche que los políticos «prácticos» hacen a los profesores de razonar en términos teóricos, alejados de la realidad. Pero sólo quien además de profesor fuera idiota podría pasar por alto la magnitud de esta dificultad, a la que los políticos prácticos aluden con frecuencia de manera perifrástica y poco elegante al prevenir contra el riesgo de "abrir el melón". La eliminación definitiva del principio dispositivo sólo se lograría, en efecto, mediante una reforma que llevase a la Constitución el mapa político del país. Una reforma que consagrase constitucionalmente la existencia de las Comunidades Autónomas realmente existentes y que incorporase a la Constitución la delimitación de competencias entre el Estado y las Comunidades.

Pero una reforma de este género sólo se puede apoyar, para hacerla realidad, en un acuerdo nítido y firme sobre la gran cuestión de la homogeneidad o heterogeneidad de la división territorial del poder, de la igualdad o desigualdad en el ámbito de poder de las distintas Comunidades Autónomas. Un acuerdo que parece improbable en el inmediato futuro. Pero si hemos de resignamos a convivir con el principio dispositivo, sí cabría reformar la Constitución para reducir las perturbaciones que su presencia origina en nuestra vida política. El efecto perturbador del principio se atenuaría probablemente si su ejercicio hubiera de sujetarse a condiciones más rigurosas que las que actualmente se le imponen. Si la puerta no se puede cerrar por entero, cabría al menos entornarla, arrimarla como en algunas partes de España se dice.

El estrechamiento de esta apertura hoy tan ancha puede ser mayor o menor, en función de los cambios que se introduzcan en el texto constitucional. Los que se sugieren en el Informe del Consejo de Estado sobre la Reforma Constitucional se reducen casi al de exigir para la aprobación de los Estatutos por las Cortes Generales una mayoría algo más amplia que la exigida para la de las leyes orgánicas e introducir quizás un recurso previo frente al texto así aprobado. Como Presidente del Consejo de Estado y como partícipe activo en la Comisión que preparó el texto aprobado por éste, suscribo naturalmente estas propuestas, aunque sobre la eficacia y conveniencia de la última de las mencionadas tengo hoy algunas dudas. Hablando ya a título estrictamente personal, creo que se podría y quizás se debería ir mucho más lejos, añadir otras a las reformas que el Consejo propuso.

Sustituir por ejemplo la regulación, hoy innecesaria, del procedimiento de creación de las Comunidades y de elaboración de sus estatutos, cuyo mantenimiento en el texto constitucional es absurdo, por una regulación detallada del procedimiento de reforma estatutaria, no sólo de su momento final. No sería disparatado, por ejemplo, exigir que las Cortes Generales, antes de deliberar sobre un proyecto de reforma estatutaria, recabasen la opinión de todas las demás Comunidades Autónomas sobre el mismo, o prohibir que se presentase un proyecto de reforma antes de transcurrido determinado tiempo desde la entrada en vigor de la reforma anterior, o requerir que la reforma de los estatutos, como en algunos casos la de la Constitución, requiera la aprobación de dos legislaturas sucesivas, etcétera. Pero aventurarse por esta vía es peligroso.

 

(*) Francisco Rubio Llorente es presidente del Consejo de Estado y catedrático emérito de Derecho Constitucional.

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