INGRESAR AL FORO | VER TODOS LOS ARTÍCULOS

Una nueva era para España

Una nueva era para España

Por Manuel Jiménez de Parga

google+

linkedin

Comentar

Imprimir

Enviar


El año 1993 publiqué un libro con este título “La ilusión política”. Como subtítulo figuraba la siguiente pregunta: “¿Hay que reinventar la democracia en España?” (Alianza Editorial, Madrid). Lamentablemente lo que hace 17 años era una cuestión abierta se ha convertido en un imperativo. La democracia, en la versión española, debe ser modificada en aspectos importantes de tal régimen político.

En mi libro de 1993 analicé las deficiencias de nuestro régimen parlamentario (convertido en presidencialismo encubierto), me detuve en la inadecuación de la legislación electoral vigente, con un análisis de la crisis en la administración de justicia (cada día más lenta e insegura) y dediqué especial atención a la tiranía de los contravalores, en un ambiente de corrupción extendida. No consideré entonces las equivocaciones cometidas en la organización territorial de España, donde el sistema de las autonomías fracasa de modo creciente. El Estado va perdiendo, día a día, poderes de decisión. Cuando yo me pronuncié en solitario discrepando de la doctrina mayoritaria establecida por el Tribunal Constitucional en la STC 61/1997, algún comentarista afirmó que la mayoría del Tribunal estaba abriendo la puerta a un Estado federal.

Efectivamente fue un grave error marginar al Estado en la legislación del suelo.

No he de transcribir las docenas de cartas de felicitación de colegas y abogados inquietos por el rumbo que había tomado el Tribunal. Después de la agotadora batalla de uno contra once, me sentí reconfortado. Un ilustre jurista, maestro indiscutido en derecho público, cuyo nombre no desvelaré por respeto a la correspondencia privada, me escribió: “Te agradezco, como español y como jurista, el voto particular que has firmado, porque nos ofrece al menos un último eslabón al que agarrarnos en este enloquecido camino hacia nada en el que, sin saber por qué, el egoísmo de unos y la torpeza de otros nos están metiendo a todos”.

El Tribunal Constitucional entró en una fase de tensiones internas. Determinados magistrados que votaron con la mayoría me confesaron que las censuras de los autorizados especialistas les habían hecho mella. Acaso ahora se pronunciarían de otra forma.

Mi defensa de la constitucionalidad de la adopción por el Estado de normas de aplicación supletoria fue motivo suficiente para que empezaran a calificarme de “magistrado conservador”, situándome en la zona de la derecha ideológica. Los progresistas serían los patrocinadores de las competencias de las Comunidades Autónomas, independientemente de lo que hubiese establecido la Constitución de 1978. Con un desconocimiento completo de lo que sobre España mantuvo históricamente la Izquierda, algunos en la calle han creído que reducir al mínimo los poderes del Estado, con la eliminación incluso de la palabra “España” en el discurso, era situarse frente a la Derecha.

Se ha confundido descentralización política con desmembración, con invertebración o con centrifugación.

El error de planteamiento ha tenido consecuencias graves. Los observadores destacan ahora que en España hay un grave problema de encarecimiento del suelo y de la vivienda, problema que afecta a todos, absolutamente a todos, tanto a los que ya tienen una vivienda como a los que quieran adquirir otra o a los que quieran hacer cambios de alguna clase; o sea, se trata de un dato muy negativo para la organización de nuestra convivencia. Y son muchos los analistas que ven ahí uno de los generadores de la corrupción.

Me voy a referir a lo que el Tribunal Constitucional nos dejó dicho, hace trece años, acerca de la Ley del Suelo.

La STC 61/1997 que resolvió los recursos de inconstitucionalidad planteados por algunas Comunidades Autónomas, negó al Estado la facultad de legislar en esta materia e incluso la posibilidad de que el derecho estatal se aplicara como norma supletoria del derecho de las Comunidades autónomas. Se otorgaba en consecuencia a dichas Comunidades la posibilidad de legislar en exclusiva sobre el tema del suelo y así se ha generado un grave confusionismo puesto que en cada Comunidad Autónoma hay una ley del suelo propia y diferente de las leyes de las demás Comunidades y de la legislación estatal. Además los municipios que, a base del entendimiento con los promotores, cuentan con terrenos propios, los administran a su modo y esto también -según dicen los que conocen de cerca el fenómeno- ha sido otro factor determinante del encarecimiento del suelo y de la vivienda. La especulación urbanística (y la corrupción aterradora) se mencionan otra vez aquí. O sea, que según una opinión cada vez más extendida entre los especialistas de la materia, habría que retomar el camino que se abandonó en 1997 para que el Estado pueda poner un cierto orden en todo este confuso panorama de las normas relativas al suelo. El profesor Jesús González Pérez, otro ilustre administrativista, me habla con frecuencia del tema en la Academia de Ciencias Morales y Políticas, de la que es uno de los miembros más destacados.

He referido antes que cuando se discutió esto en el Tribunal Constitucional, al cual yo acababa de llegar, me quedé solo frente a los otros once Magistrados. Les recordé a mis colegas que un Estado sin territorio propio es una anomalía, pues como ya había dicho un clásico en la materia -Jellinek- los tres elementos del Estado son: población, territorio y derecho. Si el territorio es un elemento del Estado resulta bastante sorprendente que no pueda dictar normas sobre su ordenación y uso. En definitiva en aquel momento -como en otros y esto hay que repetirlo- se produjo la vieja contraposición entre los denominados de forma equivocada conservadores de derechas y los progresistas de izquierdas.

A mí, todo esto me parece un verdadero dislate porque el Estado es precisamente el que nos ampara a todos y el que, como su propio nombre indica, hace posible una situación de tranquilidad y seguridad para todos los ciudadanos.

El Estado surge como respuesta al caos en que se hallaba sumida Europa a finales de la Edad Media y decir que los defensores del Estado somos los “conservadores” es una manera de hablar impropia, porque lo que nosotros pensamos es que un Estado fuerte -en el sentido de bien articulado, que funcione bien- es imprescindible y que gracias al Estado podemos convivir libre y democráticamente.

Pues bien, cuando en el Tribunal se discutió la sentencia 61/1997, volvió a producirse ese mismo enfrentamiento dialéctico y los “progresistas” sostuvieron que las facultades en materia de suelo y ordenación del territorio correspondían a las Comunidades Autónomas y que el Estado no tenía posibilidad de legislar en esta materia ni siquiera con carácter supletorio. Y ello se hizo en virtud de una interpretación -a mi juicio errónea- del principio de supletoriedad establecido en la Constitución, porque lo que literalmente dice ésta en su artículo 149.3 es que “el derecho estatal será, en todo caso, supletorio del derecho de las Comunidades Autónomas”. Pero algunos magistrados entendieron que el principio de supletoriedad sólo era aplicable en el caso en que existiese una competencia específica a favor del Estado y no con carácter general.

En definitiva, el debate se plantea entre dos concepciones: los que creen -los que creemos- que en definitiva el poder constituyente elaboró una Constitución de la que dimanan todos los demás poderes, entre ellos los de las Comunidades Autónomas -si no hubiera Constitución no habría autonomías- y es por tanto la Constitución la base, razón de ser y fundamento de todas las atribuciones que los Estatutos de autonomía puedan otorgar a las Comunidades, y enfrente los defensores de la otra corriente. Ellos parecen defender que lo prioritario y preferente son las facultades otorgadas por los Estatutos de autonomía y que al Estado sólo le corresponde completar, rematar y dar un último sentido al conjunto de las Comunidades Autónomas. He aquí las dos formas de afrontar los problemas que a diario debe resolver el Tribunal Constitucional.

Naturalmente que en el fondo de toda esta disputa hay también -aunque eso no se diga- dos maneras de definir la organización territorial de España: para unos, España está estructurada en un Estado de las autonomías, que es lo que dice la Constitución, un Estado que da unidad y lo engloba todo y, en segundo lugar, las facultades y peculiaridades autonómicas; para otros el Estado español se configura como un Estado federal, es decir con distintos cuerpos que conviven pero sin que haya nada que los ligue básicamente.

Las declaraciones que mencionan el “federalismo asimétrico” son un auténtico disparate porque, de una parte, no es eso lo que dice nuestra Constitución y, de otra, los Estados federales están constitutivamente integrados por componentes iguales, lo que no impide que se generen desigualdades o asimetrías fruto de las riquezas naturales, de la población y del desenvolvimiento y acierto político y socioeconómico en que se desenvuelven unas sociedades libres y democráticas. Y eso ocurre en todas las zonas de nuestro planeta. Así un sociólogo norteamericano ponía de relieve que en los Estados Unidos de América, a pesar de la igualdad formal de todos los Estados, existe una desigualdad real. No tiene el mismo peso ni por población, ni por industria, ni por cultura California que un Estado más pequeño, como podría ser el Estado de Nevada.

Otro tanto ocurre en España, pues si bien poco a poco se está produciendo un cierto igualamiento económico entre las distintas regiones, hubo etapas en que efectivamente existían grandes diferencias.

No me resisto a recordar la lamentable situación de aquellos tiempos.

Cuando yo me incorporé a la Universidad de Barcelona en el curso 1957-58, todavía podía presenciar el espectáculo de la llegada de mis paisanos andaluces con sus maletas de madera buscando trabajo, una vida más digna y la posibilidad de formar un hogar; eran los inmigrantes que ponían toda la ilusión en desarrollar su vida en Barcelona o en otros lugares de Cataluña. Hoy, gracias a Dios, ese fenómeno ha desaparecido, como han desaparecido también las oleadas de trabajadores españoles emigrados a otros países de Europa. Hoy España ha pasado de ser un país de emigración a un país de inmigración y eso es el resultado de una reestructuración económica y social, aunque evidentemente no se han erradicado del todo las diferencias, como a diario ponen de manifiesto los economistas cuando hablan de los índices de desarrollo, del P.I.B., tasa de desempleo, etc.

Pero volvamos a retomar el tema de la organización territorial de España. Algunos dirigentes hablan de modificar la Constitución y modificar los estatutos de autonomía para lo cual debe conseguirse un consenso igual al del año 1977, pero esto es un imposible porque las circunstancias de 1977 son muy diferentes. Por tanto si hay que llegar a un consenso será un consenso distinto. Cuando en las Cortes constituyentes de 1977 abordábamos la elaboración de la Constitución española, el fantasma de la terrible Guerra Civil nos afectaba a todos, tanto en la derecha como en la izquierda y en el centro, y procurábamos por todos los medios que las reivindicaciones no sobrepasaran el listón por encima del cual podrían dar lugar a otro enfrentamiento sangriento entre los españoles. Este fue un dato importantísimo para conseguir el consenso que hizo posible la firma de la Constitución de 1978. Hoy en día, por fortuna, ese fantasma de la guerra ha desaparecido, incluso muchos jóvenes ni siquiera pueden recordar que hace más de 70 años padecimos una terrible y sangrienta Guerra Civil. Les pondré un ejemplo: cuando en el año 1995 me nombraron magistrado del Tribunal Constitucional yo dejé de dar clase en la Universidad. Recuerdo que un día en segundo de Político pregunté, porque hubo oportunidad de hacerlo, por la figura del Almirante Carrero Blanco. Nadie sabía quién era y se trataba de alumnos del segundo curso de Facultad; sólo uno de ellos dijo que “era un señor que al parecer lo mataron no sé si la ETA”. Pues si esto era en el año 95, imaginémonos lo que ocurre con los jóvenes hoy en día: los condicionantes de cualquier diálogo, de cualquier consenso, son muy diferentes y además son muy diferentes también los protagonistas.

En el año 77 en ciertos sitios y destacadamente en Cataluña (a la cual yo he representado porque aunque soy andaluz convicto y confeso fui diputado por Barcelona) existía el deseo de resaltar su singularidad. Pero hoy ya es conocido donde están los techos competenciales que pretenden conseguir algunas Comunidades a través de la reforma de la Constitución y de los Estatutos de Autonomía. ¿En un Senado con 17 Comunidades Autónomas se van a consentir diferencias sustanciales en cuanto a competencias, repartos de renta, financiación, etc., etc.? Por otra parte, tampoco la situación de desarrollo económico de las distintas Comunidades es la misma; algunas eran industrialmente muy poderosas: hoy han perdido su protagonismo y ocupan un tercer o cuarto lugar. Otras en cambio han alcanzado un mayor desarrollo, por ejemplo Madrid que antes era una capital administrativa y ahora además de capital administrativa es capital financiera y tiene un alto grado de desarrollo socioeconómico.

Todas estas transformaciones han dado lugar o han generado una situación socioeconómica muy diferente a la de hace tan sólo 30 años; es otra nuestra manera de ser y nuestra manera de convivir.

Estas consideraciones las he hecho para advertir que el problema del suelo hay que enfocarlo con criterios actuales diferentes de los que adoptó, a mi juicio equivocadamente, la sentencia a la que antes me he referido, STC 61/1997. Hay que dar al Estado una articulación seria, sólida que le permita intervenir donde debe hacerlo, no precisamente en el sentido de intervención administrativa pero afrontando las grandes cuestiones que afectan a nuestro país. Ello es perfectamente aplicable a los muy graves problemas de suelo y de vivienda, materia que hay que ver también con nuevos criterios fruto de las transformaciones que han operado en la vida social en nuestra circunstancia histórica. A mi juicio no es posible seguir manteniendo que los Ayuntamientos y Comunidades Autónomas son los que tienen aquí la última y definitiva palabra.

Quizás sea oportuno reflexionar sobre una nueva era para España. Con la globalización, desde luego, se gobierna de otra manera. Y resulta asombroso que se intente debilitar al Estado por dentro del mismo (negándole competencias como la que acabamos de considerar sobre el Suelo) cuando desde el exterior se imponen al Estado decisiones importantes en materias esenciales.


(*) Manuel Jiménez de Parga fue presidente del Tribunal Constitucional y preside actualmente el Consejo Editorial de Diariocrítico.com.

¿Te ha parecido interesante esta noticia?    Si (0)    No(2)

+
0 comentarios