Me pide mi buen amigo, Fernando Jáuregui, hombre preocupado por el devenir social, que escriba unas palabras sobre alguna de las cuestiones que más me preocupan actualmente, con el tamiz de mi ya dilatada vida política y, por ello, también social.
Como a tantos españoles, me preocupa esencialmente nuestra situación de deterioro económico, social y, en especial, de la convivencia y de los valores que deben sustentar a nuestra sociedad. Es rara la semana en la que algún grupo, de los muchísimos amigos que afortunadamente tengo, no me convoca a un debate sobre la regeneración de la misma. En el diagnóstico todos coincidimos; algo menos en el pronóstico.
De nuestra situación económica sólo saldremos con mucho esfuerzo, con renuncias y con la confianza en nosotros mismos y en quien nos dirija al frente del Gobierno. Más difícil será rearmar éticamente nuestra sociedad y sacarla de la apatía en que hemos caído. Pero por mucho que, los del partido que según las encuestas llegará al Gobierno, tengan una filosofía, un programa y una práctica mucho más acorde a nuestras necesidades que los que se van, su buen hacer no será suficiente sin el esfuerzo y colaboración de todos nosotros, administradores y administrados, en ese fin superior que es mejorar esta sociedad para nosotros y, sobre todo, para nuestros descendientes.
Si bien es verdad que las bases de los partidos son muy similares, formadas por buena gente trabajadora que pide a los políticos que les solucionen los principales problemas fuera de su alcance -pues de los diarios ya se ocupan ellos-, no siempre es así con la totalidad de sus cuadros directivos. Por este motivo, el resultado de las encuestas que pronostican el cambio está generando expectativas, confianza y hasta ganas de incorporarse a ese fin común.
Consecuentemente, recordando una vez más a Kennedy, debemos preguntarnos cada uno de nosotros, qué es lo que podemos hacer por España y por nuestros compatriotas, y no qué pueden hacer ellos por nosotros. Esto no es “hacer algo”, sino comprometernos con nuestro futuro. Aprovechar la crisis para salir mucho más cohesionados y reforzados, para afrontar un futuro mejor como sociedad, que nos beneficie a todos y, muy especialmente, a las futuras generaciones.
Y en éstas debemos centrar nuestra inquietud individual, en la idea de la importancia de sumar inquietudes individuales para fortalecer a un colectivo desorientado, desmotivado y que ha caído en la inercia y la rutina, en el “laisser faire” y en el “total qué puedo hacer yo...”, pero muchos solos son ya un equipo si hay esperanza en alcanzar un objetivo común.
Creo que tenemos que profundizar en los temas y no sólo tener una visión epidérmica de los mismos. Debemos ser actores de nuestra propia vida y no sólo espectadores inermes de lo que nos ocurre. Ninguno nos debemos sentir marginados, excluidos o irrelevantes ante la situación. Hagamos lo que hagamos somos igual de importantes en aportar nuestro esfuerzo. Todos somos necesarios.
Debemos romper con la situación actual de un cierto eclipse u ocaso de responsabilidades y asumir las nuestras como padres, como consumidores, como educadores, como parte insustituible de nuestra sociedad. Debemos intentar todos los días, en todos los momentos, convivir, es decir, “vivir con” los que nos rodean y no sólo, coexistir, ocupando un mismo espacio sin molestarnos aparentemente, pero sin saber quiénes somos y cuánto nos necesitamos y cuánto podemos ganar mutuamente ayudándonos.
En una sociedad tan materialista como la que hemos creado, donde nuestro Dios es el euro al que rendimos pleitesía y adoración, es más difícil ver la verdadera riqueza y la gran rentabilidad de la inversión social. Es una sociedad donde el que se entrega a los demás no es valorado y sí, en cambio, lo es el que tiene mucho, aunque lo haya obtenido de forma espuria y lo sepamos.
Si no viviéramos en una sociedad consumista, en la que parece que debe ser más feliz el que más tiene y no el que menos necesita, sabríamos aprovechar la rentabilidad máxima de dicha inversión. Cuánto nos cuesta ver la cantidad de angustia, de daño, de gastos de reparación que evita el esfuerzo social, el más preventivo de todos. Cada euro en prevención son muchos euros ahorrados en reparación y sufrimiento.
Y volviendo al planteamiento inicial, es nuestra responsabilidad más inmediata, tanto a corto, como a medio y largo plazo, nuestra familia, nuestros hijos.
Y ¿qué podemos hacer en la relación con nuestros hijos? Hay miles de tratados y tratadistas que confluyen en unas ideas básicas, si somos capaces de lograr el tiempo y el sosiego para leerlos o escucharlos. No es un camino fácil, pero compensan sus resultados.
En primer lugar, saber mejorar como padres. No es verdad que los niños “vengan con un libro de instrucciones al nacer”, por lo que hay que aprovechar los muchos recursos que para formarnos adecuadamente existen y que, mayoritariamente son utilizados por las madres. ¿Seguimos siendo una sociedad machista y patriarcal o estamos cambiando muy lentamente?
Tenemos que “conocer” a nuestros hijos y ganarnos su “confianza”, que no quiere decir que tengamos que ser sus amigos o colegas. Y para ello hay que hablar mucho “con ellos” y no “a ellos”; “escucharlos” y no sólo “oírlos”; convivir y no sólo “estar” con ellos; no darnos cuenta de que tenemos hijos cuando a los doce años nos dan el primer problema; no obligarlos a ser el mejor, sino a ser un poco mejor cada día; tener siempre presente el interés superior del menor; saber que la vida de nuestros hijos comienza en la concepción y que el desarrollo de la programación fetal, esos apasionantes 9 meses, puede ser clave en su vida; que tenemos que educarlos en el mundo real y en el virtual; que hay que educar en positivo y no en negativo; ser su ejemplo y no sólo atiborrarlos de mensajes carentes de refrendo en nuestra propia actuación. Sócrates decía que se aprende mucho más con el ejemplo que con la palabra y todos recordamos la expresión del fariseo “tú haz lo que te digo, pero no lo que yo hago”.
Hay que hacer el seguimiento de la evolución de nuestros hijos de la mano de su tutor escolar o profesor, al que debemos prestigiar desde el primer día para no necesitar “leyes de autoridad del profesor”. De seguir así, necesitaremos otras leyes de autoridad paterna, de respeto a los abuelos…, en definitiva, códigos coercitivos de conducta familiar.
Debemos tratar, no sólo enseñar si no educar a nuestros hijos. Que sepan, pero, sobre todo, que sientan. Y educar es transmitir esos valores universales tan cuestionados y ausentes hoy en nuestro devenir diario, y que son y valen para todos, sean de izquierdas o de derechas, musulmanes o cristianos, ricos o pobres. Recordemos la famosa frase “educa a los niños y no tendrás que castigar a los adultos” o la más drástica de “abrid escuelas y cerraréis cárceles”.
Si nuestros hijos tienen adecuadamente interiorizados los valores de solidaridad, respeto, sentido de la responsabilidad, empatía…, tendrán una predisposición al bien y un rechazo espontáneo al mal, que los dirigirá toda su vida y a través del que podrán sortear los muchos riesgos que no hemos sabido o podido evitarles.
Nos preocupamos, como es lógico, por la violencia, y dentro de ella la de género, por el consumo de drogas, los accidentes de tráfico, etc., para cuya amortiguación proponemos leyes muy difíciles de aplicar y con efectos reparadores del daño causado más que de carácter preventivo. Si tuviéramos la claridad suficiente para reconocer que está en nuestras manos impedir, o por lo menos paliar, minimizar o reducir estos dramas, educaríamos a nuestros hijos en la igualdad de sexos, en la asertividad, en la autoestima y en el rechazo a la presión nociva de grupo y evitaríamos de forma sostenida la comisión de los mismos.
El camino del bien empieza por nosotros mismos y nuestra firme voluntad de recorrerlo. Seamos tú y yo honrados y habrá dos ladrones menos, extendamos este antiguo principio en todas sus vertientes a nuestro quehacer y haremos familias mejores, con lo que la sociedad crecerá en convivencia, cohesión y prosperidad.
Dejemos huella de nuestro paso por el mundo y hagamos a éste, con nuestra participación, un poco mejor de como lo hemos encontrado.
(*) Pedro Núñez Morgades es diputado de la Asamblea de Madrid y ha sido Defensor del Menor de la Comunidad de Madrid