Número con tinte cabalístico, combinación de significado numérico y valor gráfico, el año 2020 es motivo general de atracción en todo el mundo, quizá por esa hipnosis que producen determinadas cifras. Pero tal vez, también, por la necesidad colectiva de fijar una fecha en la que nos hayamos reencontrado con la senda del progreso, un momento en el que se fijen las esperanzas de una sociedad que, cada vez más, necesita una respuesta colectiva y una propuesta que permita recuperar la ilusión.
Una simple consulta en Google arroja sobre el 2020 la nada despreciable cifra de 357 millones de resultados. La UE tiene su plan 2020, Madrid aspira nuevamente a organizar los Juegos Olímpicos de ese año para el que también han elaborado previsiones de futuro ciudades como Berlín, Roma, París, Copenhague…
Apenas quedan nueve años, muy poco tiempo, para planificar un momento sobre el que ya hay mucho decidido; demasiado quizá para quienes apenas tienen despejado el horizonte del día siguiente. Precipitación y urgencia son malas consejeras para la planificación: el futuro ni se improvisa ni se planea con premura.
La historia no es un tren de cercanías y el interés que suscita ese año parece, sobre todo, la respuesta a una necesidad colectiva de esperanza en un presente incierto, un deseo de ver la luz, el final del túnel, tras un periodo de incertidumbre general. Esa respuesta, ese deseo, requieren algunas premisas que pueden ir construyéndose en este tiempo que resta. Sobre todo, la construcción de espacios comunes de diálogo que propicien una solución colectiva a nuestros males, de forma que podamos al unísono o, al menos, mayoritariamente, construir un futuro alejado de la intolerancia y el enfrentamiento que tanto pueden dificultar esa salida.
Es, quizá, tarde para el 2020
Ha empezado a ser tarde para el 2020. Las decisiones estratégicas no se toman como si el futuro fuera una simple continuación del presente. En general, estoy convencido de que todas las grandes empresas hemos planificado ya con esa perspectiva, por más que la relatividad del tiempo esté sujeta a una aceleración histórica que obligue a introducir correcciones. Se trata de decisiones encaminadas a posicionarse en ese año en condiciones de seguir siendo competitivas. La planificación tampoco es una ciencia exacta, sujeta siempre a los vaivenes del entorno, pero permite trazar un camino hacia un objetivo concreto y favorece la introducción de las correcciones necesarias para seguir avanzando.
Internet y las TIC han cambiado el mundo y el ritmo de la historia: es difícil encontrar en los últimos decenios un acontecimiento de similar influencia, capaz de condicionar tanto el presente como el futuro. La imprenta, cuando apareció de la mano de Gutenberg en 1450, supuso tal vez el impacto más similar, marcando prácticamente la era de los descubrimientos y el inicio del renacimiento. La difusión del libro permitió muy pronto la colaboración entre gentes como Copérnico, Descartes, Galileo, Newton, Kepler… Pero conviene recordar que la expectativa de vida entonces era de treinta años, mientras que hoy, en la era de Internet, es en España de 81,2 años, prácticamente el tiempo transcurrido desde el final de la guerra civil, un conflicto que marco la vida de millones de españoles y la historia del país.
Internet nos acerca a todos y hace crecer exponencialmente la cooperación, el intercambio y el conocimiento. El presente es una realidad global, las cosas pasan y se saben en tiempo real. En estas circunstancias, cuando la aldea es definitivamente global, la cooperación y el intercambio de conocimientos nos obligan a trabajar en red. Cada lugar aporta experiencias locales que, como tales o por serlo, tienen de inmediato una proyección global. Y cada experiencia es o puede ser también una innovación que abra paso a un futuro distinto.
Plantearse el escenario del 2050
El 2020 puede/debe ser motivo de reflexión, de debate, como punto de inflexión o momento histórico que nos permita volver cuanto antes a la senda del progreso. Cuando se habla tanto de cambio de paradigma, es evidente que estamos obligados, a todos los niveles, a repensarnos, reinventarnos y recapacitar sobre el futuro haciendo un esfuerzo, buscando alianzas, complicidades, colaboraciones beneficiosas para todos. Algo que nos facilita este mundo mallado. Y debemos plantearnos un horizonte más lejano, el de 2050, ese año en el que cumplirán cuarenta años los ahora nacidos.
La nuestra ha sido una generación privilegiada: por los tiempos que nos tocó vivir durante la transición, por el alto nivel de ilusión que suponía cimentar la democracia y por la bonanza de que hemos podido disfrutar. De aquella transición presidida por la ilusión hemos pasado, en treinta años, a vivir transidos ante un cambio de paradigma que no acabamos de entender, ni sabemos a dónde nos ha de llevar como proyecto social.
La inmediatez del 2020 debe llevarnos a sentar las bases en ese momento para perfilar nuestra perspectiva 2050. Para que eso sea posible, hemos de tener la voluntad de, por encima de las dificultades que atravesamos, impulsar un proyecto que genere ilusión a la sociedad, a medio y largo plazo, movilizando la iniciativa pública y la privada, las instituciones y la sociedad civil en su conjunto, incluidos –cómo no- los medios de comunicación, perfilando sectores y oportunidades de futuro. Hoy, es ya tan tópico como inevitable situarse en una época de mutación acelerada, de profunda convulsión que no sabemos aún si será coyuntural o estructural, sistémica.
Es difícil percibir las tendencias históricas, sobre todo cuando se está inmerso en un marasmo, como el actual, que todo lo anega. Pese a los agoreros Vaticinios de Nostradamus hace cinco siglos, el mundo sigue; más recientemente, Deutsche Bank hace diez años preveía un crecimiento medio de España del 4 % hasta 2020, y estamos como estamos. Pese a los malos ejemplos, trabajar desde ahora fijándonos como meta el 2050 no supone desistir de las presentes. Es generalizada la percepción de que vivimos un momento difícil, de inciertas perspectivas, con un sistema económico enfermo e inmerso en una economía financiera que no construye nada.
Una obligación moral: innovar y preparar el futuro
Hay que insistir: es preciso recuperar la ilusión de una sociedad intranquila, que empieza a manifestar síntomas de estar exhausta y puede pasar a estar crispada. Esa senda del progreso que parece hemos perdido y que deseamos retomar, por más que sea a largo plazo, obliga a pensar en la necesidad de integrar todo cuanto ahora está siendo centrifugado. No podemos resignarnos a un mundo con múltiples dicotomías en cada una de las cuales se alejan los extremos aceleradamente, agrandando las diferencias entre empleados y desempleados, hambrientos y saciados, ricos y pobres, emergentes y decadentes…
Un mundo, en definitiva, que va camino de dividirse, simplemente, entre instalados y no instalados en el sistema, apenas sin un espacio común que compartir. Y compartir es trabajar en equipo, búsqueda de resultados que contribuyan al progreso y alejarse de una situación que empuja a muchos, sobre todo jóvenes, a creer que el entendimiento, el sentido común, ni está ni se le espera, porque se ha declarado en rebeldía. Del estado del bienestar podemos estar pasando, y sin conciencia general de ello, al del malestar y este puede traducirse en fracturas sociales. Es sabido: funcionamos por acumulación: ¿cuándo se producirá el tipping point, el momento de inflexión en que se manifieste ese malestar? También es conocido que los pueblos, en general, no se rebelan en momentos de infortunio o, menos aun, de miseria, sino en periodos de crecimiento y expansión.
La resignación forma parte de nuestra herencia cultural y uno de los grandes rasgos de la humanidad es su capacidad de adaptación. Sin embargo, el 15M supuso una alerta, un pequeño síntoma de ese malestar, un momento viral: ¿para cuándo la pandemia? Cualquier generación tiene unas obligaciones morales con las futuras. Quizá la primera sea transmitirles el pasado, lo único que conocemos con certeza. La segunda es reflexionar y planificar el horizonte de nuestros nietos.
En la antigüedad, la vejez representaba la sabiduría, el archivo histórico de la comunidad. Hoy el concepto de joven ha cambiado, al igual que los de viejo y anciano. Cada vez son más los padres que piensan que sus hijos vivirán peor que ellos; los abuelos se compadecen de los nietos… Algo no va bien.
Se ha dicho que teníamos la generación mejor formada; pero nos estamos encontrando con que es la más desempleada o subempleada. El paro juvenil, entendido como los menores de veinticinco años, es del 20,4 % en la zona euro; era del 14,6 % hace tres años, en febrero de 2008. Pero lo más grave es que en España alcanza el 42,8 %. Ya se habla de una generación perdida. Pero, ¿qué periodo histórico abarcará esta tragedia? En 2020 cumplirán cuarenta años, una edad en la que deberían asumir las riendas del país en todas sus facetas, los nacidos en plena transición. En 2050 tendrán esa edad los que acaban de nacer. ¿Apostamos por la inmediatez del 2020 o hacemos un esfuerzo colectivo y empezamos a fijarnos en 2050?
Más que un deber, que se mueve también en el ámbito más privado de lo ético, resulta una obligación reflexionar sobre lo que realmente es importante para la sociedad, aparcando cuanto hay de accesorio. Para ello, necesitamos desterrar la intolerancia y generar espacios comunes de entendimiento. Es una tarea colectiva ante un cambio de paradigma, frente a la incertidumbre de un mundo que ignoramos como será; pero con la certeza de que será distinto. Más aún: estamos forzados, además, a recapacitar globalmente sobre un mundo nuevo que funciona en red.
Por eso, el futuro, nuestro futuro y el de nuestros hijos, sin temor a equivocarnos, pasará entre otras cosas por una gestión eficaz del saber, el desarrollo e intercambio de conocimiento y la puesta en valor del capital humano. Cuando la manufactura languidece en Europa, la formación, el capital humano, se convierte en esperanza. Sin embargo, chocamos con una realidad incontestable: ninguna Universidad española está entre las cien primeras del mundo.
Explorar nuevos sectores
En estas circunstancias adversas estamos llamados también a explorar nuevos sectores que tirarán de la economía europea, en general, y española, en particular, en los años futuros. La aparición de nuevos espacios para la ciencia, tecnología, sanidad, medio ambiente… genera otras y distintas oportunidades. También exige repensar nuestro modelo productivo y, de su mano, el modelo social.
Necesitamos innovar para sobrevivir. Hemos de arrinconar aquel retrógrado “!Que inventen ellos¡” que tanto ha pesado como una losa sobre España durante un siglo. La necesidad es un gran motor de la innovación. Su desarrollo y el de la investigación, reducirá los riesgos de vernos atrapados en criterios de actuación obsoletos o en dinámicas paralizadoras. La innovación es la única vía para hacer frente y tener capacidad de respuesta a las exigencias y apreturas del presente y del futuro.
Las apuestas de futuro no fructifican en terreno yermo. El retraso en I+D+i nos sitúa en la paradoja de tener mucho recorrido y poco tiempo por delante. Nuestra tradición emprendedora es escasa, y excesiva la rigidez para poder desarrollarla, ponerla en valor, reivindicarla: ocupamos el lugar 147 en una lista de 183 países del mundo en donde es más complicado poner en marcha un negocio. Siempre nos acosa la urgencia. Hemos perdido mucho tiempo, demasiado, en esta materia; no nos hemos percatado que los grandes imperios del mañana serán los del conocimiento.
Innovar es construir futuro y la capacidad de hacerlo es hoy la base de una empresa y un país. Estamos ante un nuevo mapa de la innovación global: el liderazgo ya no es patrimonio de las naciones desarrolladas, de occidente. El auge de los países emergentes y el traslado de los centros de interés de unas a otras latitudes tiene consecuencias geoestratégicas y supone una gran presión competitiva sobre los países europeos al margen de los cuales no podemos vivir. La innovación es geográficamente más diversa; China tenía ya en 2010 el 12 % de las patentes de nanotecnología del mundo; el talento y el conocimiento han dejado de ser patrimonio exclusivo; el conocimiento es universal y su aplicación local; tenemos que abandonar cualquier idea de etnocentrismo. La competencia por el talento es global; ya solo es local la capacidad de retenerlo.
Una solución sostenible, a un precio adecuado
Este mundo global nos ha generado incertidumbres e inseguridades, al tiempo que ha repartido la riqueza geográficamente. Por más que se haya producido en paralelo una concentración de la riqueza en menos manos en el mundo occidental.
Ese nuevo reparto geoestratégico de la riqueza genera a su vez la aparición de nuevas aspiraciones y nuevas necesidades. En la medida que otros ciudadanos del mundo adquieren un mayor nivel, aumentan sus aspiraciones de mejorar su calidad de vida. Es un proceso irreversible para cuya mejor comprensión baste recordar que ahora somos el doble de habitantes en el mundo que hace cincuenta años, pero que la previsión es la población mundial sea de 10.000 millones en 2050, unos tres mil más que en la actualidad. Además, ese mundo futuro será mucho más urbano que rural, con un progresivo proceso de concentración de la población en las ciudades, hasta el punto de preverse un crecimiento sin precedentes, especialmente en África y Asia. En el año 2030, las ciudades de los países en desarrollo acogerán al 80 % de la población urbana del mundo.
De saber cómo estamos y la que se avecina, Malthus se revolvería en su tumba ante lo que consideraría un descomunal desatino. Pero esa parece que será la realidad hacia donde nos dirigimos: un mundo que camina hacia la escasez de alimentos y materias primas. Esto implica una necesidad de conocer mejor las necesidades futuras de los ciudadanos, de todos los ciudadanos: españoles, europeos y del resto del mundo. Y en este aspecto, el agua es uno de los grandes ejemplos del pensar en global a que estamos obligados: su gestión eficaz y su garantía de derecho, va a desempeñar un papel crucial para conseguir que esa inmensa ciudadanía tenga derecho a participar del banquete de la naturaleza. Una solución sostenible solo será posible a un precio adecuado.
El agua, uno de los grandes motivos de reflexión
El agua es ya un derecho universal reconocido por las Naciones Unidas; aunque dista mucho de ser un derecho universalizado. Los objetivos del milenio de Naciones Unidas para 2015 están mayoritariamente relacionados con el agua: desde la erradicación de la pobreza hasta la sostenibilidad del medio ambiente, pasando por la reducción de la mortalidad infantil o la mejora de la salud materna.
Esos objetivos no se van a cumplir y cientos de millones de personas seguirán sin acceso al agua y sin servicios de saneamiento, al tiempo que ese derecho al agua se convierte en una legítima aspiración. El incremento de la población mundial supondrá además un fuerte tirón de la agricultura, con más demanda de alimentos y una producción más intensiva de los cultivos para cubrir las necesidades básicas. A la incertidumbre de los precios del petróleo y la energía, se sumará así la de los alimentos.
Ante esa perspectiva, el agua y cuanto se relaciona con ella, se perfila a escala planetaria como uno de los grandes motivos de reflexión, además de cómo un sector decisivo, con más futuro y en proceso de transformación. La agricultura es hoy, en todo el mundo incluido España, el principal consumidor de agua: el 70 %. Pues bien, en el marco de ese proceso que antes comentábamos de investigar e innovar, las soluciones tecnológicas para un uso más racional y eficiente del agua pueden suponer aumentar la producción agrícola y mantener un mayor equilibrio ambiental.
Según algunas estimaciones, la aplicación de soluciones hídricas podría permitir a la India incrementar en ochenta y tres billones de dólares sus ingresos agrícolas en 2030. Además, es preciso tomar conciencia del coste de lo que ya se llama “agua virtual”, aquella que se ha requerido para producir los alimentos. Solo dos ejemplos: la producción de un kilo de trigo requiere 1.350 litros de agua y 1.000 la de un litro de leche. El coste de esa agua, intangible si se desea, deberá repercutir en el precio que paguen los ciudadanos consumidores de alimentos en países con menos recursos hídricos.
De alguna forma, se trata de avanzar hacia el reconocimiento de una especialización. Es decir, tendremos que superar la contradicción existente entre la exigencia creciente de un medio ambiente colectivo cada vez mejor, de más calidad, sostenible para las generaciones venideras y la obstinación individual de resistirnos a abonar un precio por ello para que el deseo se haga realidad.
Investigar soluciones sostenibles
Debemos investigar para poder encontrar soluciones sostenibles a costes razonables, abordando con realismo y sensatez, entre otras cosas, la relación entre agua y energía, asunto que está también en el corazón de la problemática del agua. La disminución de los recursos hídricos en paralelo a la lucha contra la contaminación se traduce en mayor consumo energético.
La respuesta pasa entonces por encontrar soluciones eficientes de gestión del agua y la energía. En esta línea, la aportación de nuevas tecnologías contribuirá a resolver el desequilibrio entre oferta y demanda: desalinización, eficiencia industrial, protección de cultivos, uso racional en las ciudades, control de caudales y vertidos al mar, mejora del riego agrícola… Hacer realidad el derecho al agua como legítima aspiración de cientos de millones de personas implica asimismo la construcción de infraestructuras de abastecimiento, y también de saneamiento.
Se trata, sin duda, de un reto global que a muchos ciudadanos españoles y europeos les puede resultar ajeno, distante, extraño a sus preocupaciones inmediatas. Sin embargo, debe tomarse conciencia de que tenemos que reflexionar de forma global, rompiendo las ataduras de lo pequeño. Y forzados también a hacerlo con la vista puesta en horizontes más lejanos. Es un ejercicio de responsabilidad que a todos nos incumbe.
Sabido es que la política es el arte de lo posible; pero también y sobre todo el arte de gestionar el espacio público común, un espacio que se ha agrandado hasta hacerse prácticamente inabarcable e inaprensible. De ahí que sean aún mayores las dificultades para comprender lo que nos ocurre y lo que está sucediendo. Tenemos que huir de las urgencias y tratar, al menos, de sentar las bases para contabilizar y optimizar el patrimonio colectivo, mejorar la eficiencia para disponer de más recursos, aportar soluciones, mejorar la tecnología… y planificar, aun con limitaciones, nuestro futuro con la vista puesta ya en 2050.
(*) Ángel Simón es presidente ejecutivo de Agbar