Abordar los cambios que son necesarios, para conseguir una Administración de Justicia que constituya un servicio público, ágil, eficaz y cercano a los ciudadanos, exige hacer una radiografía de la situación actual de dicha Administración, siempre teniendo en cuenta que el funcionamiento adecuado de un Estado de Derecho exige un Poder Judicial auténticamente independiente, que tutele los derechos y libertades de los ciudadanos de forma eficaz y sin dilaciones en el tiempo.
Abordar los cambios que son necesarios, para conseguir una Administración de Justicia que constituya un servicio público, ágil, eficaz y cercano a los ciudadanos, exige hacer una radiografía de la situación actual de dicha Administración, siempre teniendo en cuenta que el funcionamiento adecuado de un Estado de Derecho exige un Poder Judicial auténticamente independiente, que tutele los derechos y libertades de los ciudadanos de forma eficaz y sin dilaciones en el tiempo.
En ese necesario acercamiento a la realidad y situación de la Administración de Justicia en España se impone una primera consideración. Y es que dos son las realidades que cabe contemplar de la misma: una es la ordinaria, la que afecta a la inmensa mayoría de los ciudadanos dando respuesta a sus problemas y que, sin embargo, es desconocida por ellos al no tener proyección pública en los medios de comunicación. La otra es la que tiene una proyección mediática, la que ocupa páginas y espacios de los distintos medios y determina la imagen que los ciudadanos tienen de la Justicia, aunque esa imagen no sea representativa de la realidad diaria de juzgados y tribunales.
Esa realidad diaria se desarrolla en España por cinco mil jueces y magistrados (una ratio de jueces por ciudadanos inferior a la de los demás países de nuestro entorno: tenemos 10,4 jueces por 100.000 habitantes, mientras en Italia hay 11 jueces por 100.000 habitantes, 12 en Francia, 15 en Bélgica y 24,5 en Alemania). Esos jueces hicieron frente en el año 2010 a una entrada de 9 millones de asuntos, resolviendo aproximadamente ese mismo número de casos y hallándose en tramitación, al final del referido año, unos 3 millones de pleitos.
El día a día de la Justicia
Las condiciones en que jueces y magistrados desarrollan su trabajo en España, presentan dificultades y déficits dignos de tenerse en cuenta. Es cierto que en los últimos años, incluso en la situación de crisis económica que atravesamos, se ha hecho una inversión importante en el ámbito de la Justicia, pero esa inversión no ha sido suficiente para dar respuesta a las carencias endémicas de esa Administración.
En el momento actual, un reciente estudio realizado por el CGPJ pone de relieve que sería necesaria la creación de unos 500 órganos judiciales (400 órganos unipersonales, de todos los órdenes: civiles, penales, contenciosos-administrativos, sociales, mercantiles, y de violencia, que son los que resuelven en primera instancia los litigios planteados y otros 100 órganos colegiados, debiendo hacerse especial mención a la sobrecarga de trabajo de los órganos unipersonales, en Comunidades como la Valenciana). El incremento de la litigiosidad es una de las consecuencias de la crisis económica: los concursos de las empresas han desbordado a los juzgados de los mercantil; los despidos y regulaciones de empleo han incrementado de forma alarmante los asuntos conocidos por los juzgados de lo social y los impagos de deuda han colapsado, sobre todo en las grandes ciudades, los juzgados de primera instancia.
A esa escasez de jueces y magistrados, y a la sobrecarga de trabajo a la que han de hacer frente, debe unirse la interinidad de un número importante de funcionarios, que a su provisionalidad en el puesto de trabajo unen la carencia de formación específica en la tramitación de los procedimientos judiciales, lo que incide muy negativamente en su deseable celeridad.
Pero es que, además, nuestras leyes procesales, aún cuando han sido objeto de múltiples reformas en los últimos años, no contribuyen a la necesaria agilidad de los procedimientos judiciales. No está de más recordar la imperiosa necesidad de una nueva Ley de Enjuiciamiento Criminal que supere los múltiples parches que conforman la hoy vigente. Con independencia de la cuestión y debate que suscita el tema de la instrucción de los procedimientos penales y si ésta debe corresponder a jueces y fiscales, lo cierto es que resulta imprescindible esa nueva Ley de Enjuiciamiento Criminal adecuada a la realidad del siglo XXI, y mucho más si tenemos en cuenta, que corresponden a la jurisdicción penal el 71 % de procedimientos que conocen nuestros órganos judiciales.
Debe añadirse, además, que nuestro sistema procesal, en el ámbito de todas las jurisdicciones, se caracteriza por un hipergarantismo que, entre otras manifestaciones, se traduce en el gran número de recursos que pueden interponerse contra las resoluciones judiciales.
Nuestra Constitución, en su Art. 24, proclama el derecho de todos los ciudadanos a una tutela judicial efectiva. Pero, siendo fundamental ese derecho, es preciso hacer una serie de reflexiones. Por un lado, ha de tenerse en cuenta que resolver judicialmente algunos asuntos tiene un mayor coste económico (que al final hacemos efectivos todos los ciudadanos) que la propia cuantía reclamada. ¿Es razonable que juzgados de lo contencioso-administrativo de Madrid estén señalando para dentro de tres años impugnaciones de multas de tráfico? ¿Es lógico que resueltos en primera instancia determinados asuntos de escasa relevancia, puedan ser objeto de revisión por la vía de recurso por órganos colegiados?
El derecho a la tutela judicial efectiva, o lo que es igual, el derecho a acceder a los tribunales, no tiene que comportar la interposición de recursos que están condenados a no prosperar, pero que sin embargo generan unos costes para la Administración de Justicia, y en definitiva para todos los ciudadanos, que hacen frente a su mantenimiento mediante el pago de sus impuestos.
En ese contexto es comprensible, lógico y perfectamente compatible con el derecho a la tutela judicial efectiva que surjan propuestas que tiendan a limitar los recursos a interponer contra las resoluciones judiciales, tal y como recoge el Proyecto de Ley de Agilización, con referencia a los procedimientos civiles y contencioso administrativos. En esa línea, ha surgido también el debate sobre el copago en el ámbito de la Administración de Justicia, cuestión que, aún cuando no está suficientemente madura, no debe rechazarse de plano y deberá ser objeto de un estudio sereno y riguroso, dentro de unos límites.
Jueces independientes y preparados
Pese a los déficits con los que desarrollan en muchas ocasiones su trabajo, los jueces españoles están adecuadamente preparados para el ejercicio de su función, con una media de cinco años de preparación para superar las oposiciones y dos años más de formación específica en la Escuela Judicial. En los últimos años, el acceso a la carrera judicial está constituido por un 71 % de mujeres, aún cuando los cargos superiores siguen siendo patrimonio de los hombres: en el Tribunal Supremo, de un total de noventa magistrados sólo diez son mujeres, y únicamente hay una mujer presidenta de Tribunal Superior, en concreto, en la Comunidad Valenciana.
Frente a la visión que se ofrece externamente de una justicia politizada, lo cierto es que los jueces españoles son absolutamente independientes. La Constitución les prohíbe pertenecer a partidos políticos y únicamente pueden formar parte de asociaciones judiciales. Más de la mitad de los miembros de la carrera judicial no pertenece a ninguna asociación.
Cuatro son las asociaciones judiciales: la asociación mayoritaria es la “Asociación Profesional de la Magistratura”, que tradicionalmente se ha identificado con posiciones conservadoras y que tiene unos mil cuatrocientos afiliados. Otra asociación es la “Francisco de Vitoria”, con unos quinientos asociados, que ha sido identificada como de centro. Cerca de quinientos asociados tiene “Jueces para la Democracia”, definida como progresista, y unos doscientos asociados tiene el Foro Judicial Independiente, la asociación más joven de de las cuatro existentes.
Pese a las lecturas simplistas que se realizan, las asociaciones judiciales no tienen ninguna vinculación con los partidos políticos y son frecuentes, en aquellas cuestiones que afectan al desarrollo de los derechos de jueces y magistrados y de sus condiciones de trabajo, que las asociaciones planteen y presenten reivindicaciones y posiciones conjuntas. En todo caso, es importante reiterar no ya sólo que la mitad de jueces y magistrados no pertenecen a ninguna asociaciones judicial, sino que carece de justificación alguna esa crítica que se hace a la supuesta politización de jueces y magistrados identificando erróneamente, y a veces intencionadamente, la actuación del CGPJ, que es un órgano político y no ejerce jurisdicción, con el trabajo jurisdiccional de jueces y magistrados.
Otra de las características que definen a los jueces y magistrados en España es la honestidad en el ejercicio de sus funciones. En los diez últimos años, únicamente dos jueces han sido condenados por cohecho y prevaricación, lo que es una manifestación clara del rigor y seriedad con que están desarrollando su trabajo.
Ante este panorama descrito, la impresión básica que se tiene, no sólo en el ámbito judicial, sino entre los ciudadanos y profesionales del derecho, es que la justicia no constituye una prioridad máxima para las fuerzas políticas, obviando que un poder judicial independiente, con una Administración de Justicia ágil y eficaz, no sólo constituye una adecuada garantía del funcionamiento del Estado de Derecho al permitir la tutela de los derechos y libertades, sino que, además, en tiempos de crisis económica permite dar respuesta rápida al incremento de la litigiosidad y consiguientemente seguridad al desarrollo de las operaciones comerciales.
Y así, pese a esa capital importancia, que reviste el adecuado funcionamiento de la Administración de Justicia, los partidos políticos en sus programas electorales y de gobierno no le prestan suficiente atención, si se compara con material tales como la sanidad, la educación o la lucha contra el terrorismo.
Del mismo modo, las comunidades autónomas no dan esa prioridad a la Administración de Justicia. Recientemente hemos tenido conocimiento de comunidades que no aceptan transferencias en ese ámbito e incluso otras que, teniendo ya competencias transferidas, están planteando de forma incompresible y rechazable su devolución al Estado.
Los jueces han interiorizado que la Justicia no es siempre una prioridad, desde el punto de vista político, y la preocupación y decepción ha cundido de tal forma que por primera vez en la historia y en los dos últimos años se han producido dos huelgas de jueces que, aún cuando no han tenido un seguimiento mayoritario, sí son expresivas de la frustración por las deficientes condiciones de prestación del servicio. La realización de esas huelgas -que el CGPJ en modo alguno compartió, sino que rechazó claramente- no se basó en reclamación de reivindicaciones salariales o económicas, sino en la petición de mayores medios personales y materiales que contribuyan a la agilización de los procedimientos judiciales.
Varias administraciones competentes
Es verdad que la gestión de la Administración de Justicia resulta complicada al ser tres las Administraciones que tienen competencias sobre la misma: el Ministerio de Justicia, las Comunidades Autónomas con competencias transferidas y el CGPJ.
El CGPJ es el órgano constitucional al que está atribuido el gobierno de jueces y magistrados. Su diseño en la Constitución ha hecho del mismo un órgano constituido por veinte vocales más su presidente. De esos veinte vocales, doce son de procedencia judicial y los otro ocho elegidos entre juristas.
Más adelante me referiré a esa naturaleza del CGPJ, como órgano político. Ahora interesa remarcar que la confluencia de competencias de Administraciones sobre la de Justicia crea muchos problemas y disfunciones. Al CGPJ le corresponden, entre otras competencias, el nombramiento de los altos cargos judiciales (magistrados del Tribunal Supremo, presidentes de Audiencia Nacional, Tribunales Superiores y Audiencias Provinciales) y el régimen disciplinario de jueces y magistrados. Sin embargo, incomprensiblemente no tiene competencias para decidir donde se crean órganos judiciales, ni siquiera para decidir si procede el refuerzo de juzgados o Tribunales. Esas competencias y la correlativa disponibilidad presupuestaria corresponden al Ministerio de Justicia.
Es evidente que difícilmente se puede configurar un auténtico órgano de gobierno de jueces y magistrados con tales limitaciones presupuestarias y competenciales. Por estas razones, en el Pleno del CGPJ celebrado en Junio de 2011 un grupo de vocales presentamos un documento de reflexión y trabajo dirigido a las fuerzas políticas y a la sociedad, poniendo de manifiesto la necesidad de ampliar la autonomía presupuestaria del CGPJ y sus competencias.
Es fundamental, desde esta perspectiva de la justicia cotidiana -la del día a día, la que resuelve y tutela los problemas y derechos de los ciudadanos- hacer una llamada a todas las fuerzas parlamentarias para que consideren la Administración de Justicia una prioridad en sus programas electorales y de gobierno. Invertir en justicia es invertir en progreso y ayuda a dar respuestas eficaces en una situación de crisis económica.
Pero es esencial, al igual que ocurre en política exterior, seguridad ciudadana o lucha contra el terrorismo, que el diseño de la Administración de Justicia sea objeto de un pacto de Estado, que esté por encima de cambios de gobiernos o de ministros. Las reformas legislativas, que son imprescindibles para agilizar los procesos judiciales, deben responder al mayor consenso parlamentario y tener una vocación de futuro y permanencia.
No resulta aceptable una técnica legislativa que se limite a reformas parciales, a modo de parches sucesivos, que las más de las veces incurren en contradicciones y que tratan de dar respuestas puntuales, en ocasiones en caliente y sin la serenidad necesaria, a problemas puntuales o a acontecimientos que conmocionan en un momento determinado la opinión pública.
La gran reforma pendiente, que es la Ley de Enjuiciamiento Criminal y en la que se plantearán cuestiones tan relevantes como determinar si la instrucción de los sumarios corresponde a jueces o fiscales, exige un debate riguroso y sereno y, sobre todo, que el texto que resulte obedezca al más amplio de los consensos parlamentarios posibles.
Proyección pública de la Administración de Justicia
Hemos avanzado ya que el trabajo de jueces y magistrados, que en el año 2010 tuvieron que abordar el ingreso de nueve millones de asuntos, no es, sin embargo, el que es recogido en los medios de comunicación, que muy excepcionalmente se ocupan del mismo, por lo que no se transmite y conoce suficientemente por los ciudadanos.
La imagen que trasciende es la de una justicia politizada, en la que ocupa especial protagonismo la Audiencia Nacional, y en otras ocasiones, siempre en relación con asuntos de relevancia política, el Tribunal Supremo y el Tribunal Constitucional. Además, la mayor parte de las veces se entremezcla la actuación jurisdiccional de esos órganos judiciales con el papel del CGPJ, que como ya hemos adelantado es un órgano político, que no ejerce jurisdicción.
Esa imagen de una justicia politizada que trasciende públicamente y que no se corresponde con la realidad del trabajo habitual de nuestros órganos judiciales ha calado en la opinión pública y condiciona la idea que los ciudadanos tienen de la Justicia.
¿Cuáles son las razones de esa imagen de politización? De forma sintética podemos referirnos a las siguientes: A) sistema de elección de los miembros de órganos constitucionales, en particular del CGPJ y el Tribunal Constitucional, aunque, como se ha expuesto, la naturaleza de ambos órganos es totalmente diferente. B) Exceso de judicialización de la vida política: cuestiones que deberían resolverse en el ámbito político se llevan para su resolución (y en la mayor parte de los casos, debate) ante los órganos judiciales. C) Exceso de carga competencial, con una clara vis expansiva de la Audiencia Nacional.
A.- Elección de miembros del CGPJ y el TC.
Es conocido el debate existente sobre la forma de elección de los vocales de procedencia judicial en el CGPJ. Frente a quienes sostienen que deben ser los propios jueces quienes elijan a sus representantes en ese órgano, están los que mantienen la procedencia de la elección parlamentaria como sucede en la actualidad, argumentando que deben ser los representantes de la soberanía popular quienes tengan la última palabra en la designación de los Vocales del CGPJ.
Este último argumento es impecable y en mi opinión es el sistema más adecuado. Sin embargo, ha de reconocerse que las fuerzas parlamentarias incurren en dilaciones absolutamente rechazables en la designación de los Vocales, al igual que ocurre con los Magistrados del Tribunal Constitucional.
El actual CGPJ tardó más de dos años en ser renovado, lo que hizo que el Consejo anterior tuviera una duración de siete años, frente a los cinco años previstos en nuestro ordenamiento jurídico. ¿Y qué decir de la renovación de los Magistrados del Tribunal Constitucional? Los cuatro Magistrados que debían ser nombrados a propuesta del Congreso de los Diputados tardaron más de tres años en serlo y en el momento actual está pendiente la renovación de los cuatro Magistrados a propuesta del Senado.
El incumplimiento de los plazos para la renovación de los órganos constitucionales contribuye a dar esa imagen de politización que en nada ayuda a la credibilidad que deberían ofrecer las instituciones. Cuando los partidos políticos no se ponen de acuerdo en realizar las renovaciones, dos son las ideas fundamentales que pueden proyectarse: por un lado, que los grupos políticos tratan de situar personas próximas a los mismos, sin tener en cuenta los principios de mérito y capacidad, que deben presidir cualquier elección. Por otro, se transmite una idea de “intercambio de cromos” o compensación de unos designados con otros que compensarían la procedencia de los anteriores.
Es prácticamente imposible romper con un cliché de politización de las personas designadas y lo que es peor (porque no se corresponde con la realidad) de su independencia, en relación con las fuerzas políticas que los han propuesto. Las personas, una vez nombradas, actúan con arreglo a derecho y en estricta aplicación de las normas, pero esa dilación en la elección contribuye a sembrar dudas, generando una imagen que incide negativamente en la credibilidad del sistema.
¿Cuáles serían los posibles remedios para evitar tales disfunciones? El actual CGPJ, en ese documento de reflexión y trabajo antes mencionado aprobado en su Pleno de Junio de 2011, ya propuso el cese automático de los Vocales del Consejo transcurridos 60 días desde el cese del mandato, lo que obligaría a las fuerzas parlamentarias a pronunciarse en ese periodo de tiempo.
Por lo demás, y ello sería aplicable a los magistrados del TC, los principios de mérito y capacidad deberían ser los únicos a tener en cuenta. Al igual que ocurre en otros sistemas, las comparecencias parlamentarias no deberían ser un simple trámite, sino que habrían de constituir un auténtico examen del candidato, en particular de su trayectoria, de sus conocimientos jurídicos y su programa de actuación. Esa comparecencia permitiría despejar dudas sobre su independencia, dejando sin argumentos a quienes en un futuro quisieran sacar a relucir afinidades o supuestas dependencias políticas.
B.- Exceso de judicialización de la vida política.
Otra de las cuestiones, que contribuyen a fomentar la creencia de la excesiva politización de la justicia es la tendencia de las fuerzas políticas a llevar ante los tribunales de justicia cuestiones cuyo debate y solución deberían dilucidarse exclusivamente en el ámbito político.
Las controversias de carácter político han de resolverse en el marco municipal, autonómico o estatal que corresponda, sin traspasar esa responsabilidad a los órganos judiciales cuya resolución, precisamente por el carácter político de la cuestión debatida, únicamente pueden ser interpretadas en dicha clave.
¿Tiene razón de ser que normas estatutarias aprobadas en el Parlamento autonómico correspondiente y en el Parlamento de la Nación y sometidas posteriormente a referéndum de los ciudadanos sean impugnadas ante el Tribunal Constitucional por un partido político que no consiguió que sus propuestas tuvieran las mayorías parlamentarias necesarias, tratando de esa manera de conseguir mediante el acceso al órgano constitucional unos designios políticos no conseguidos en el ámbito político? No se cuestiona que se impugnen las normas, lo discutible es que acudan a los recursos quienes han visto rechazadas sus propuestas en vía parlamentaria.
Ninguna duda hay que la impugnación del Estatuto de Cataluña, ante el Tribunal Constitucional, sometió a este órgano a unas tensiones que deterioraron considerablemente su imagen y ello pese a un largo proceso de tramitación parlamentaria y su aprobación mediante referéndum por los ciudadanos de Cataluña.
¿Y qué decir de impugnaciones como las relativas a la ilegalización de Sortu y Bildu? Que la cuestión debatida hubiera debido resolverse en vía exclusivamente política resulta en mi opinión evidente, y más cuando los plazos para tramitar la impugnación y dictar resolución son tan breves que obligan a los magistrados a un estudio apresurado de la cuestión debatida, cuyo carácter político, ninguna duda ofrece.
Pero esa especificidad de la cuestión hace que se produzcan profundas divisiones entre los Magistrados llamados a pronunciarse, todos los cuales actúan con absoluta honestidad e integridad, realizando la interpretación que cada uno considera más acorde a derecho. Así, el Tribunal Supremo acordó la ilegalización de Bildu, pero tal pronunciamiento se obtuvo con una mayoría de nueve magistrados, frente a siete que consideraban procedentes su legalización. El Tribunal Constitucional anuló la resolución del Tribunal Supremo, pero lo hizo por una ajustada mayoría de seis magistrados frente a cinco partidarios de confirmar la resolución del Tribunal Supremo.
Todos los magistrados de ambos órganos se pronunciaron, como se ha dicho, de forma absolutamente independiente, pero en todos los medios, el análisis de las resoluciones se hizo en clave política, definiendo a los magistrados en función de supuestas afinidades políticas e ideológicas. La ilegalización de fuerzas políticas debería incardinarse en el ámbito que le es propio: judicializar la vida política en exceso únicamente tiene consecuencias negativas, no debiendo las fuerzas políticas evitar tomar decisiones que son propias de ese ámbito.
C) El papel de la Audiencia Nacional.
Nadie puede dudar que la Audiencia Nacional ha constituido un elemento clave en la lucha contra el terrorismo. En los años de mayor dureza del terrorismo de ETA, los jueces y fiscales de la Audiencia Nacional jugaron un papel muy relevante, aplicando con toda serenidad la Ley con el máximo respeto a los principios del Estado de Derecho. Y esa dedicación la pagaron en ocasiones con su vida e integridad física. En el recuerdo de todos quedarán para siempre Carmen Tagle, Fernando de Mateo o José Antonio Jiménez-Alfaro.
Creada en 1977, en los momentos más duros y sangrientos de ETA, en las décadas de los 80 y 90 era imprescindible que el enjuiciamiento de los delitos terroristas se realizase fuera de la Comunidad Autónoma Vasca, donde los jueces no tenían el ambiente necesario para celebrar juicios, dada la presión y amenaza de los atentados (no puede olvidarse que durante la década de los 80 eran más de 100 personas las asesinadas anualmente).
El Tribunal Constitucional, se pronunció por la indiscutible constitucionalidad de la Audiencia Nacional, y como se ha dicho, sus jueces y fiscales realizaron un papel impagable en la lucha contra el terrorismo y la criminalidad organizada.
Sin embargo, el panorama ha cambiado por completo en el año 2011. El terrorismo de ETA vive por suerte sus momento finales. La judicatura en el País Vasco goza de la serenidad y apoyo que le permite enjuiciar los delitos cometidos en su ámbito, y en ese contexto entiendo que la Audiencia Nacional ha perdido su razón de ser.
Es cierto que sigue existiendo un terrorismo integrista de ámbito internacional, que la criminalidad organizada no conoce fronteras y que la delincuencia económica reviste una especial sofisticación. Pero con todo el reconocimiento a la labor que realizan los actuales jueces centrales de instrucción, resulta poco consistente que se concentre sólo en seis jueces centrales la competencia para la instrucción de los sumarios de mayor relevancia en los ámbitos que se han expuesto, con una clara vis expansiva de las competencias de la Audiencia Nacional, que ha llegado en ocasiones a convertirse en una especie de Tribunal Penal Internacional, instruyendo causas por delitos cometidos en lejanos países, incluso en algunos con un sistema democrático claramente consolidado.
Entiendo por ello que es el momento, con la máxima serenidad y reflexión, de plantearse si resulta necesaria la continuación de la Audiencia Nacional. Creo que no deben concentrarse tantas competencias en tan pocos jueces y que debería irse a otro sistema, con clara especialización, pero en el ámbito de los juzgados y tribunales ordinarios.
Mi posición por tanto en el momento actual es que debe empezarse a considerar la supresión de la Audiencia Nacional. En todo caso, hasta que llega ese definitivo momento, o si se entiende que la cuestión no está madura todavía, resulta imprescindible un replanteamiento total de dicho órgano: desde las competencias que ha de asumir, limitándolas de forma clara e indubitada a las que resulten imprescindibles para el cumplimiento de los objetivos de la lucha contra la criminalidad (terrorismo en particular) para los que fue creada, hasta la forma de provisión de sus plazas. Hay que debatir si ha de accederse a la Audiencia Nacional -y más en particular a sus Juzgados Centrales- por estricta antigüedad, o en su lugar ha de hacerse en función de una adecuada especialización de los magistrados que aspiren a ella.
Ha de contemplarse también si ha de estarse un tiempo máximo de permanencia en dichos órganos, o por el contrario, como ocurre en la actualidad, el límite vendría dado por la voluntad del juez de seguir en su destino.
Resulta curioso que la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional (que además de dicha Sala tiene otras dos, la de lo Social y Contencioso-Administrativo) ocupe la inmensa mayoría de las noticias judiciales que aparecen con toda profusión en los medios de comunicación, sin que, por el contrario, las otras dos Salas que tienen una relevante carga competencial, originen noticias trascendentes.
Cuestiones como ésta dan también a los ciudadanos, una imagen de la Administración de Justicia, que como hemos dicho se corresponde poco, con el día a día de nuestros Tribunales.
Es imprescindible de todo lo hasta aquí expuesto que las fuerzas parlamentarias, aún siendo conscientes de la difícil situación económica, lo sean también de la importancia de invertir en justicia. Pero sobre todo, es básico y necesario que los evidentes problemas que la aquejan se aborden en el marco de un pacto de Estado, con el mayor consenso posible, dejando al margen posiciones partidarias. Sólo de esa manera podrán abordarse las reformas legislativas pendientes que sirvan para agilizar la justicia y para conformar una jurisdicción penal -con una nueva Ley de Enjuiciamiento Criminal- que defina el marco del procedimiento penal en el siglo XXI.
• Margarita Robles Fernández (León, 1957) es vocal del Consejo General del Poder Judicial y una de las cinco magistradas del Tribunal Supremo. Ha sido magistrada de la Audiencia Provincial de Barcelona, que presidió a los 34 años, convirtiéndose en la primera mujer en ocupar ese cargo. Fue, igualmente, subsecretaria del Ministerio de Justicia y secretaria de Estado de Interior en el último Gobierno de Felipe González.