Dos expresidentes que nunca se llevaron bien y tienen el Estado en la cabeza vieron que la mejor y tal vez la única puerta de salida que tenía y tiene este convulso país era la de la Justicia. Felipe González y José María Aznar llamaron a quien tenían que llamar y convencieron a Pedro Sánchez y Pablo Casado de lo necesario de la renovación del CGPJ
Dos expresidentes que nunca se llevaron bien y tienen el Estado en la cabeza, también a sus partidos y a su propia y difícil historia, vieron que la mejor y tal vez la única puerta de salida que tenía y tiene este convulso país que es el nuestro era la de la Justicia. A uno de los tres pilares que sostienen cualquier democracia que se precie se le había dejado la imposible tarea de solucionar a base de resoluciones y sumarios el andamiaje constitucional, la regeneración de las instituciones y hasta los necesarios cambios en el sistema financiero.
La Judicatura a sus máximos niveles necesitaba con urgencia un cambio de “vestuario” y con las últimas polémicas y declaraciones cruzadas ante toda la sociedad era impensable que su máximo órgano de gobierno, el Consejo General del Poder Judicial no pudiera renovarse por el duro enfrentamiento que habían protagonizado en el hemiciclo del Congreso los dos únicos líderes que podían impedir que durante un año o año y medio ese instrumento jurídico y judicial estuviese en funciones.
Cambiar el CGPJ y con él al presidente del Tribunal Supremo se convirtió en inaplazable. José María Aznar y Felipe González lo sospechaban. Y lo comprendieron tras leer en los medios de comunicación que las “cloacas” de 40 años, toda la Transición, podían seguir sacando a la superficie todas las aguas sucias que han transcurrido por sus tuberías. Llamaron a quien tenían que llamar y les convencieron de que las palabras políticas lanzadas dentro del máximo órgano Legislativo eran eso, palabras, y que por encima de ellas estaba el Estado que se ha edificado a lo largo y ancho de esos 40 años.
Convencidos Pedro Sánchez y Pablo Casado de lo necesario de la renovación y de que el nuevo “traje” debía incorporar algunas ventajas más tan sólo quedaba encargar su “confección” a dos ministros de Justicia. A la que ejerce en estos días, Dolores Delgado; y al que ejerció como tal hasta primeros de junio, Rafael Catalá. Ambos se pusieron manos a la obra con prisa y sin pausa y con un buen resultado para casi todas las fuerzas políticas con representación parlamentaria.
PSOE y PP, Gobierno y Oposición dan un buen ejemplo y pueden “vender” que por encima de sus evidentes diferencias piensan en el Estado con mayúsculas. Quedan por hilvanar las últimas costuras, los nombres finales de los 20 miembros que formarán el CGPJ durante cinco años, de los que once saldrán elegidos desde la óptica de la “izquierda” y nueve desde la de la “derecha”. A cambio de ese aparente desequilibrio ideológico el nuevo presidente, que lo será también del Supremo será conservador. Y puestos a ello quién mejor que el actual presidente de la Sala de lo Penal, que suma a sus reconocidas virtudes jurídicas, un detalle circunstancial muy importante: ha sido el “encargado” de mantener la tesis del juez Llarena de acusar a los independentistas catalanes del delito de rebelión y tendría que ser el redactor de las condenas finales de los acusados. Otro juez, igual de preparado y con similares virtudes y reconocimientos jurídicos puede que contemple como mejor salida la que ya han esbozado la Abogacía del Estado y varios dirigentes políticos, la de cambiar rebelión por sedición.
Si así sucede y hasta puede que sea bueno para todo el sistema político que salió de la Constitución de 1978, Pedro Sánchez podrá mantener sus “encargos” de relaciones públicas a Pablo Iglesias - que justificará ante los más levantiscos de los suyos el haber conseguido dos “puestos” en el CGPJ - ante los líderes catalanes que están en la cárcel o en el voluntario exilio para eludir la ación de la Justicia. La búsqueda de la unidad de la izquierda, desde la nacional a la autonómica, pasa por los resultados de las elecciones andaluzas, pero camina por el buen sendero que han elegido Pedro y Pablo, con dos actuales apóstoles de una socialdemocracia que necesita reinventarse.
Y Pablo Casado se “apuntará” varios tantos impensables para él hace apenas unas semanas: aparece ante la sociedad española como un hombre de estado capaz de enterrar sus diferencias en pro de una renovación judicial que aparece como urgente y necesaria; propicia que el cambio de liderazgo en el PP catalán tenga nuevos argumentos para evitar su casi desaparición como fuerza política en esa autonomía. Y lo más importante: deja fuera de los grandes acuerdos políticos a las dos fuerzas que le presionan de cara a las urnas, tanto por su derecha alejándose de Vox, como por su izquierda comprimiendo el espacio de centro al que quería regresar Ciudadanos. Y ahora a esperar que el pacto funcione tras la comida de compañeros, amigos y líderes que han tenido Casado y Mariano Rajoy. Seguro que el ex presidente gallego ha cerrado el ágape con uno de sus latiguillos favoritos: Pablo, esto va a funcionar, ¿o no?.