Fueron juntos pero no revueltos en busca de una quimérica independencia de Cataluña, que se conseguiría a través de las resoluciones políticas del Parlament, el control del gobierno de la Generalitat y la presión ciudadana desde las organizaciones sociales como la ANC y la CUP.
Ese era el plan de Junts per Catalunya y de Esquerra Republicana hace dos años. Hoy, con la Diada 2019 a la vuelta de la esquina, las diferencias entre la derecha independentista y la izquierda independentista han hecho que el objetivo común salte por los aires.
Ya no hay unidad de acción y es muy difícil que se vuelva a reconstruir. Sus proyectos políticos, los de Oriol Junqueras y los suyos, y los de Carles Puigdemont, Quim Torra y sus seguidores son diametralmente opuestos. Relegada la independencia al futuro, lo que queda es la gobernanza del hoy y el liderazgo de Cataluña.
Lo que quiere la derecha catalana no lo quiere la izquierda, y los que están bajo el mando a larga distancia del “exiliado” Puigdemont no quieren ni oir hablar de las exigencias “izquierdistas” de ERC y mucho menos de las que demanda la CUP a través de una de sus portavoces, Mónica Sirvent.
Desde Esquerra se aspira a la presidencia de la Generalitat como primer partido y ganador de unas futuras elecciones autonómicas. Su base: los resultados en las municipales y generales de abril y mayo pasado; y la caída en picado en Cataluña de Ciudadanos, muy lejos ahora de los resultados que tuvo Inés Arrimadas. Por esa razón y desde la cárcel y a la espera de la sentencia del Supremo, Junqueras pide ir a las urnas.
Puigdemont y Torra no quiere ni oir esa posibilidad. Se saben perdedores en lo político y en lo personal. Detentan un poder que realmente ya han perdido. Pasarían de ostentar la presidencia de la Generalitat a tener que negociar su futuro en alguna consejería y tal vez en la presidencia del Parlament, un cambio de posición que alejaría a Torra y deblitaría aún más la posición de Puigdemont desde Bruselas. Una situación que a ambos políticos les asusta y de la que desean huir.
La propia respuesta ante la más que previsible dura condena que salga del Supremo les divide: Junqueras apuesta por una respuesta a través de las urnas; Puigdemont la desea desde la movilización ciudadana en base a una hipotética mayoría social que ya no tiene, ni controla. Puede que el ex-presidente consiga la división y el alejamiento entre la ANC y la CUP pero no que logre mantener a todo el espectro político catalán favorable a una independencia detrás de su persona.
Este próximo miércoles, once de septiembre, se va a comprobar en la Diada la fuerza del independentismo en la calle, y las diferencias dentro del mismo en los mensajes que transmitan sus dirigentes. Todo ello frente a una Ada Colau y el Podemos catalán que tienen más dudas que certezas a la hora de definir su propio futuro; un PSC que se ha recuperado moderadamente de los desastres electorales que ha vivido en los últimos tiempos; un Ciudadanos que ha perdido claramente la posición de privilegio que consiguió de la mano de Inés Arrimadas y que tiene muy difícil el recuperar; y una derecha, representada por el PP y por Vox, que camina por el filo de la desaparición política, tal y como se demostró en las elecciones generales en las que a duras penas consiguió su único escaño en el Congreso para Cayetana Alvarez de Toledo, la baza elegida por Pablo Casado para recuperar sus antiguos resultados.
Partido claramente por la mitad, el independentismo tal y como lo conciben Puigdemont, Junqueras y los dos Jordis ha perdido la batalla. Les queda mirar al pasado, encontrarse con las fotos de Artur Mas y de Jordi Pujol como ejes de una reestructuración política, económica y social casi imposible, y volver a empezar como en la película de José Luís Garci. Cambiar revolución por nostalgia.