La Guerra Fría entre Rusia y Estados Unidos más la Unión Europea se reanudó en 2014 tras la denominada revolución naranja en la plaza Maidan de Kiev. El presidente de Ucrania en esos momentos, Viktor Yanukovich, fue expulsado del poder por la enorme influencia que lograron los manifestantes que impusieron su salida a pesar del acuerdo firmado por el propio Yanukovich con otros representantes de la oposición ucraniana pro-europea y varios ministros europeos de Asuntos Exteriores. Sorprendentemente, la firma de los ministros europeos no sirvió de nada ni de los otros invitados de piedra, porque lo que prevaleció fue los condicionantes de unos revolucionarios naranjas respaldados desde Washington.
Hasta ese momento, desde la caída del Muro de Berlín en 1989 y la desaparición de la Unión Soviética, se habían respetado las escasas condiciones que había logrado plantear en la mesa de negociación, Mijaíl Gorbachov, comprometido por amplios sectores de sus Fuerzas Armadas que, a pesar del colapso político y económico que habían provocado sus políticas estalinistas, jugaron la última carta de presión de las armas nucleares para garantizar con Ucrania un cinturón de seguridad para Moscú. El entonces secretario de Estado norteamericano James Baker fue consciente de lo oportuno de dejar una salida a sus enemigos para afrontar un nuevo orden internacional bajo el mando occidental.
Durante muchos años, la quiebra económica y social condicionó las decisiones y cesiones de los dirigentes rusos ante las exigencias occidentales. Mientras, China iba creciendo poco a poco, en silencio, pero con unos objetivos que hoy se muestran con toda su rotundidad en la pugna por la hegemonía mundial, tanto económica como política.
El enorme gasto en las guerras en Afganistán e Irak y las hipotecas subprime provocaron la crisis financiera y económica en Occidente, desde el 2007 al 2014, tiempo suficiente para que Rusia recuperara el pulso económico y militar, sobre todo gracias al petróleo, bajo el mandato de un inflexible y calculador Vladimir Putin, cabeza de un grupo de oligarcas que han sido capaces de colocar de nuevo a Rusia en el tablero de las grandes potencias, aunque su PIB logra sobrepasar escasamente al de Italia, pero con más de 144 millones de habitantes.
Desde que Putin decidió la anexión de Crimea y provocar la guerra en el Donbás ucraniano en 2014 ha tenido que afrontar duras sanciones económicas de Estados Unidos y Europa, pero el efecto ha sido, en ocasiones más perjudicial para los europeos con una sustancial dependencia del gas ruso para sus industrias y hogares, sobre todo Alemania. En el invierno de 2022 la tensión ha subido demasiados grados y el conflicto militar parece inevitable. Putin y Biden, hablan. A nadie le interesa la guerra, tenga la dimensión que sea. Seguiremos en Guerra Fría permanente.