Ucrania es destruída todos los días. Los misiles, las bombas, los disparos de los dos bandos caen sobre su suelo, matan a su población, destruyendo sus casas, sus industrias, sus campos, su futuro. Habrán muerto más de doscientos mil personas; habrán emigrado más de cinco milones de desde que se inició el conflicto; de ciudades enteras sólo quedan los escombros; el país, “oficialmente” para una de las dos partes, la rusa y prorusa, es un tercio más pequeño; y lo peor de todo, no habrá ganadores y perdedores dispuestos a recomponer su historia en común, no, quedará para éstas y las siguientes generaciones un odio imposible de olvidar, unos deseos de venganza entre las familias, entre los vecinos, que emergerán cuando menos se espere.
Por cada nuevo tanque, misil, avión, armamento que pide el presidente Zelensky y que se le envía, desde Rusia, el presidente Putin, no tiene más remedio que envíar al frente otro tanque, otro misil, otro avión, otro armamento. Cada trozo de tierra que se conquista, se gane o se pierda, está regado con sangre, y la mayor parte de la misma es ucraniana. Con ayuda de Oriente y de Occidente, de Rusia y sus aliados, y de la OTAN y los suyos, a lo que llevamos asistiendo desde ese 20 de febrero de 2022 es a una increible, injusitificable, inesperada guerra civil. No hace falta mucho para que los españles entendamos sus consecuencias, con la memoria, nuestra memoria, nos basta. Han pasado 86 años desde su inicio y 83 desde su final. Estamos en el inicio de 2023, un año cargado de elecciones y de proclamas políticas que, para nuestra desgracia, están más cerca de aquel primer tercio del siglo XX que del futuro que nos convendría a todos. Cuatro generaciones parece que no han sido suficientes para el olvido.
Puede que una gran parte de la sociedad española en general y de nuestra clase política en particular, es especial si tiene menos de 40 años, no sepa o recuerde lo que ocurrió durante diez años en el centro de Europa. Convendría que lo supieran para entender mejor lo que está ocurriendo en Ucrania y hasta dónde pueden llegar los dirigentes políticos cuando, por encima de los deseos reales y diarios de sus ciudadanos, buscan imponer sus razones, que suelen ser económicos , bajo el gigantesco y colorido marco de sus diferentes nacionalismos.
Si en 1945, cuando termina la II Guerra Mundial con la derrota de Alemania, se reorganiza el mapa de la Europa Central, tan cambiante desde que existiera el Imperio de los Habsburgo. Nace un país que integraba grupos, etnias, pasados y lenguaje diferentes. Nació la Yugoslavia comunista de Josip Broz Tito - tras vencer en la disputa inicial tras la guerra a los partidarios del Rey Pedro II y la posterior abolición de la Monarquía unos meses más tarde - que integraba a serbios, croatas, bosnios, eslovenos, macedonios, montenegrinos y kosovares. En 1980, con 87 años muere como presidente de la Federación Socialista de Yugoslavia y diez más tarde comienza la fragmentación del país, en una guerra civil con varios frentes, con cientos de miles de muertos y varios millones de emigrantes.
Pedro II, dentro de la tradición Imperante en ese comienzo del sigloXX se había casado con Alejandra Glücksburg ( el apellido que se cambiaron los últimos Reyes británicos ), Princesa de Grecia y Dinamarca, que vería cómo su tio Jorge II subía al trono heleno y lo perdía; cómo su primo Pablo I lo recuperaba y volvía a perderlo y cómo el hijo de éste, Constantino, lo perdía tras el golpe de los coroneles y la proclamación de la República en Grecia. Ese hilo dinástica nos lleva a la Reina Sofia y al Rey Felipe VI. Mirar la historia de las Monarquías europeas está a medio camino entre el placer de saber y la obligación de entender lo que ocurre desde la mitad del siglo XX a este inicio del XXI. No todo lo que existe debajo de las coronas y las tiaras es deslumbrante.
Murió un país y nacieron seis: Serbia, Croacia, Bosnia- Herzegobina, Macedonia , Eslovenia y Montenegro; y dos provincias se declaration autónomas, Kosovo y Volvodina. El gobierno serbio negoció la autonomía de la segunda pero en Kosovo, en 1999, intervino de forma directa la OTAN para “evitar el genocidio” de su población. Tres meses de bombardeos y una paz tan inestable que hoy, a la sombra de la guerra de Ucrania, el gobierno de Serbia vuelve a reclamar esa provincia como territorio propio.
Veinte años más tarde, de nuevo en la Europa Central, en la frontera de esos dos mundos que representan la Europa del euro y la OTAN y la Europa de Rusia, la guerra por el territorio vuelve a causar cientos de miles de muertos, decenas de miles de millones gastados en armamento y ciudades arrasadas en su totalidad. No parece que los dirigentes políticos hayan aprendido demasiado o, lo que es más probable, que la historia les importe muy poco y sean las ambiciones personales y de pequeños grupos las que dirijan sus acciones.
Las intenciones de los actores directos e indirectos en esta tragedia son unos y no durarán em el tiempo. Al margen de las disputas by diferencias notables que existen entre Polonia, Hungría, Bulgaria y las Repúblicas Bálticas sobre su futuro, lo más relevante para los próximos años, en la Europa a la que pertenecemos, serán las relaciones que se estable can entre Rusia y Alemania, al margen de quién gobierne es esos dos países.