El Gobierno autonómico y sobre todo su presidenta sabe que tiene un problema que no acierta a resolver. Más allá de las cifras y de la exactitud de las mismas, la sanidad es el arma política que ha elegido la oposición para intentar derrotar al Partido Popular. Al ser un problema transversal, que afecta tanto a los que votan derecha o izquierda, es el que mejor se puede utilizar para minar la confianza en Díaz Ayuso, quien no puede dejar a un lado otra reflexión: en las elecciones adelantadas lo que se puso delante de los electores no fueron las alcaldías. El 28 de mayo tan importante como la imagen de la presidenta van a ser la de los alcaldes, sobre todo los de los grandes municipios, en esos en los que en 2019 ganó a con comodidad la izquierda.
Es casi imposible que el consejero de Sanidad de la Comunidad, Enrique Ruíz Escudero, dimita y menos a tres meses de la cita con las urnas. Sería un “reconocimiento” de culpa o de fracaso que es una ensoñación en la política española al margen de los colores de los partidos. Basta con mirar al Gobierno Central para comprobarlo. Las culpas sobre la situación en Madrid hay que buscarlas más atrás, en otros consejerosm en otros gobiernos y en otras presidentas, sobre todo en Esperanza Aguirre y Cristina Cifuentes. Y ni siquiera ellas fueron conscientes del nivel de enfado que se estaba creando.
Hay que preguntarles, sobre todo, a tres de ellos, dejando a Jesús Sánchez Martos y Jesús Rodríguez en una especie de limbo entre sus ortros comañeros. La revolución de la sanidad pública en la autonomía madrileña comienza con los tres años en los que estuvo al frente Juan José Güemes, siguió con los cuatro de Javier Fernández-Lasquetty, y alcanzó el máximo nivel, incluso judicial con su batalla con el doctor Montes en el hospital de Leganes, con Manuel Lamela, el auténtico gurú que hoy dirige desde la sombra la posición del gobierno de Díaz Ayuso en todos los temas sanitarios.
Con todo lo que está en juego para los dos grandes partidos, pero también para el amplio abanico, incluída la propia supervivencia, de Unidas Podemos y Vox, es fácil de pronosticar que la paz es un imposible. La guerra de declaraciones, convocatorias, datos, comparaciones va a continuar. La necesitan Juan Lobato y Mónica Garcia tanto como el resto de compañeros, incluso la necesitan los candidatos de Santiago Abascal, que se mueven en una delgada línea para no perder una buena parte de sus votos. El bipartidismo que ansían Núñez Feijóo y Pedro Sánchez no se va a producir y esa situación, que podría desembocar en una mayoría absoluta para Ayuso, terminará en el único desenlace posible: la negociación en la Asamblea con los escaños conseguidos.
Si los necesita, la actual presidenta tendrá el apoyo de Vox, sin ninguna duda, aunque puedan hacer la sufrir en la negociación y tenga que entregar una vicepresidencia, al igual de lo que ha ocurrido en Castilla y León. Esa suma de sesenta y nueve escaños que representan la mayoría absoluta están, de entrada, fuera del alcance de la suma de las izquierdas, pero la confianza absoluta es una mala consejera cuando los ciudadanos sienten en su día a día, con independencia del lugar en el que viven, las molestias y carencias de la sanidad, sobre todo en la Asistencia Primaria, que es la base de todo el andamiaje.