ra sólo cuestión de tiempo y ese tiempo ha llegado. La Constitución que se aprobó por una aplastante mayoría de españoles en 1978, hasta convertir esa fecha en un mito democrático, está muerta y lo que deben hacer los dirigentes políticos es elegir el mejor camino para enterrarla con dignidad en el cementerio. Ha cumplido con creces la misión que le encomendaron sus “siete padres” oficiales (Manuel Fraga, Miguel Herrero, Gabriel Cisneros y Juan Pedro Pérez Llorca, por la derecha; Gregorio Peces Barba y Jordi Solé Tura, por la izquierda; y Miguel Roca por la entonces moderada derecha catalana: sentar las bases para una Transición que convirtiera a España en una Democracia.
Todos ellos bajo la protección de su gran y necesario “padrino” el Rey
Juan Carlos, el único que podía defenderlos de una parte de la cúpula militar más franquista, que ya había amenazado con impedir que el régimen de partidos políticos y elecciones libres incluyera a la formación a la que habían combatido desde el inicio de la II República, el Partido Comunista, al que culpaban de forma directa de haber intentado implantar en España una mala copia de la Revolución rusa. El Monarca con el que Franco quiso iniciar una nueva etapa de la Casa Borbón, alejándolo de los que consideraba “vicios” de sus antepasados, desde Felipe V a Alfonso XIII, era el único español al que le otorgaron desde Estados Unidos y desde Europa el mapa del obligado camino a recorrer para que se comenzaran a enterrar 40 años de Dictadura y tres de Guerra Civil.
Las nuevas generaciones de políticos que han crecido desde dentro de los partidos y, en general, las que se han educado en democracia miran al año 1978 de la misma forma que se mira a la historia de hace siglos. Es el pasado que insiste en mantener una estructuras políticas que no funcionan y que representan un claro obstáculo para que España se mantenga como un Estado y no se rompa en diecisiete pedazos. Los “siete padres” de nuestra Carta Magna hicieron lo que les pidieron, lo que pudieron y lo que les dejaron. Lo hicieron bien para aquel tiempo, pero ese tiempo ya no existe y o se cambio desde la Ley a la Ley, por emplear las palabras de Torcuato Fernández Miranda, o nos quedaremos sin Ley.
Ya no se trata de los deseos de la minoría política catalana que representan Carles Puigdemont y Oriol Junqueras, ni de las exigencias siempre presentes y renovadas de los políticos vascos que hoy tienen los rostros de Iñigo Urkullu y Arnaldo Otegui, se trata de defender lo esencial de cualquier país o estado, desde la lengua común que debe unir y no separar, a unas necesarias leyes y reglamentos comunes que eviten la dispersión de intereses y los agravios entre territorios, se consideren a sí mismos históricos o no. La España de 1978 apenas se parece a la de 2023. Ha cambiado y sigue cambiando de forma acelerada, al igual que está cambiando el mundo multipolar que la rodea. Empeñarse en gobernarla o dirigirla de la misma forma es un grave error, como lo sería intentar que cualquiera de nuestras grandes empresas se hubieran quedado congeladas en lo que fueron hace 40 años.
Era impensable, pensando en el conservador y católico Landelino Lavilla sentado en la presidencia del Congreso, que al comienzo del siglo XXI ese sillón esté ocupado por una mujer como Francina Armengol, la antítesis de la moderación, el diálogo y la defensa de los valores que podemos considerar comunes a todos los españoles con sólo mirar a nuestra historia. Ninguna concesión a la nostalgia y menos a pensar que cualquier tiempo pasado fue mejor. Justo lo contrario. Se trata de crear, redactar y aprobar las nuevas reglas del juego democrático, sin que sea necesario - pese a que lo pretendan algunos - demoler todo el edificio legislativo.
Hemos cambiado de Rey, con forceps pero lo hemos cambiado ( o la institución monárquica se ha cambiado a sí misma ), los políticos que gobernaron o estuvieron en la oposición en aquel inicio cargado de más esperanzas que miedo, en nada se parecen a los de hoy. Nació una España que intentó unir las conocidas como Leyes Fundamentales del Régimen con las Leyes que se aprobaron a medias durante las II República. Una mezcla que nacía, por más que se quieras defender sus bondades por encima de sus carencias, con fecha de caducidad. Necesitamos varios cambios de forma urgente para que España siga siendo España y no se desvanezca entre taifas y reinos que se combatieron durante setecientos años y que amenazan - desde sus propias tumbas - son resucitar.