La fuerte depreciación del dólar que promueven los candidatos republicanos a la presidencia y a la vicepresidencia de Estados Unidos no es consistente con otra política que no sea la de implicar un grave deterioro institucional.
El Ágora era, en las ciudades estado de la Grecia clásica, el corazón de la vida política, económica, cultural, religiosa y social. Traducido como “mercado”, es el nombre que el Banco Internacional de Pagos ha dado a un proyecto que tiene por objeto la modernización de las infraestructuras de los mercados financieros a través de la innovación tecnológica mediante el uso de la tokenización, la inteligencia artificial o el big data.
Para los teóricos de la conspiración, se trataría no tanto de modernizar como de crear unos Derechos Especiales de Giro digitales que acabaría por diluir el papel actual de las divisas fiduciarias, en particular el del dólar como divisa central de reserva. En el proyecto, lanzado en abril de este año, están involucrados siete bancos centrales de países desarrollados, incluida la Reserva Federal.
Es un tipo de iniciativa que tiene su réplica entre los países de economías emergentes y que ha recibido en los últimos años un fuerte impulso para su desarrollo, como consecuencia del deterioro del entorno geopolítico. El objetivo último sería desvincular sus economías del entorno del dólar. Obviamente, China es el principal espónsor, pero Rusia ha previsto que esta sea su principal prioridad en la cumbre de los BRICS que albergará el próximo mes de octubre.
UN GRAN PROBLEMA CAMBIARIO
Pero no hace falta referirse a conspiraciones más o menos explícitas de terceros contra el dólar, porque quién, a día de hoy, será en enero el más probable nuevo presidente de EE.UU., está haciendo mucho hincapié en su vocación de depreciar al dólar: “tenemos un gran problema cambiario y eso es una carga tremenda”. Recientemente convertido a defensor de las criptodivisas, a las que llegó a definir durante su mandato como estafas, ha hecho de la debilidad del dólar uno de los ejes de su política económica. El problema es su inconsistencia con otro de los ejes de su campaña: los aranceles.
La teoría económica y las evidencias empíricas sugieren que la imposición de aranceles tendría el efecto de apreciar al dólar, justo lo que ocurrió al principio de su anterior mandato. Los aranceles suponen un incremento de precios de los productos importados, comprometiendo la estabilidad de la inflación, y requiriendo del banco central un mayor rigor monetario, más aún cuando no hay previsión alguna de una política fiscal siquiera moderadamente responsable.
DETERIORAR LA CREDIBILIDAD
Debilitar el dólar de forma deliberada, y más aún en la cuantía que sería precisa para reequilibrar la balanza exterior, que se estima entre un 30% y un 40%, no está alcance ni siquiera de un presidente, de modo que o bien se dan las condiciones para un acuerdo entre los distintos implicados y los tipos de interés se ajustan en consonancia, o no habría otra forma que desvestir al dólar de aquello que le concede su “exorbitante privilegio”.
Las condiciones para un acuerdo de este tipo ni se dan ni podrán darse. Deteriorar la credibilidad de instituciones clave como la Reserva Federal es entonces la ruta alternativa. Es difícil aventurar cuanto más crecimiento aportaría, pero es seguro que incrementaría las expectativas de inflación, provocando justo lo contrario en otro de los ejes que en su ideario defiende: tipos de interés más bajos. El incremento de expectativas de inflación elevaría los tipos de interés de largo plazo, dificultando todavía más la financiación de un déficit fiscal, que solo es posible financiar a tipos actuales por la propia naturaleza de divisa de reserva que tiene el dólar. Esto es lo que nos espera a la vuelta del verano.